España en su punto de fractura
«El Gobierno no sólo está perdiendo la batalla judicial: está perdiendo también a su propia gente. Ni relato, ni épica, ni calle. Sólo le queda una salida: atrincherarse»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Durante muchos meses, España ha habitado un paisaje político que recordaba a esos silencios suspensivos, a esa calma que precede a la tormenta. Había noticias, indicios, filtraciones, atestados, investigaciones de la UCO, testimonios y una nube creciente de sospechas sobre el entorno del PSOE y del Gobierno. Pero todo parecía estar empantanado en esa zona gris tan útil para el poder: el terreno del relato. Allí donde cada hecho se relativiza o se invierte, cada prueba se discute y cada escándalo se interpreta como una sórdida maniobra contra el «gobierno de progreso».
Faltaba algo. Un hito. Un impacto con la solidez institucional suficiente como para atravesar esa niebla de la guerra —política, en este caso— y pisar, por fin, al suelo firme de la realidad. Ese hito ya está aquí.
La grieta
La condena del fiscal general del Estado no es solo un acontecimiento sin precedentes en democracia. Es, sobre todo, la rotura del dique en el que se embalsaban las turbias aguas de la corrupción. Hasta este momento, España ha estado atravesando un desierto jurídico y político: escándalos encadenados que se acumulaban sin rematar; un ecosistema mediático dividido entre la propaganda fervorosa y la crítica impotente; y una ciudadanía que veía cómo los hechos se diluían en la espuma partidista, el nosotros contra ellos, sin llegar nunca a cuajar.
La sentencia al fiscal general cambia eso por completo. No porque destruya un relato —los relatos pueden sobrevivir a casi todo, como los cuentos o las leyendas—, sino porque lo sustituye por algo que no puede discutirse sin caer en el absurdo: un hecho jurídico firme y emanado del Tribunal Supremo, no de columnas de opinión ni de tertulias televisivas.
El Gobierno y sus satélites pueden seguir repitiendo que García Ortiz es un hombre bueno, que la sentencia es injusta, que España sufre un golpe frío desde los tribunales. Pero ya no hablan ante una opinión pública moldeable: hablan contra una realidad escrita en piedra. Y las piedras no se mueven. Se quedan donde están. Puedes contar la historia que más se ajuste a tu «verdad», pero al día siguiente seguirá estando ahí.
La verdad embalsada
Lo verdaderamente decisivo no es solo el gesto simbólico, el Supremo poniendo límites a un Ejecutivo fuera de control, sino lo que ese gesto desencadena. Durante todo este tiempo, el cúmulo de indicios, informes policiales, declaraciones bajo juramento y movimientos procesales han conformado una marea creciente retenida por la ingeniería del relato gubernamental. Hectómetros cúbicos de fango se acumulaban, visibles para quien quisiera mirar, pero todavía contenidos. Sin un hito que los canalizara, podían presentarse como una manipulación interesada. Bastaba con repetir que todo ese fango era, precisamente, producto de la máquina del fango que la derecha hacía funcionar. Pero ese equilibrio artificial ha saltado por los aires.
La condena al fiscal general no es solo un golpe; es la grieta que convierte el agua turbia embalsada en torrentera. Lo que ayer podía discutirse, si había pruebas o no, si la oposición exageraba, si las filtraciones eran fiables, empieza hoy a recorrer el cauce institucional con una fuerza que escapa al control del Gobierno y sus terminales mediáticas. Los demás procedimientos, desde el que afecta a la mujer del presidente hasta los contratos, comisiones y presiones a jueces y fiscales, dejan de ser rumorología para convertirse en procesos que avanzan, como avanzan las aguas cuando encuentran salida: primero con una presión contenida; después con una fuerza que ya nadie puede detener. Ahí está, sin ir más lejos, el ingreso en prisión de Ábalos y Koldo. El agua estancada por fin fluyendo cada vez con más velocidad.
Mientras todo permaneciera en las arenas movedizas del relato, el Gobierno podía sobreponerse a la verdad, incluso darle la vuelta. Bastaba con controlar el lenguaje, con desprestigiar al adversario, con agitar la coartada moral del progresismo. Pero ahora entramos en una fase en la que la realidad —esa realidad que se escribe en autos, diligencias y sentencias— pesa más que cualquier consigna. Un editorial bien posicionado ya no sirve. Un tuit indignado de un ministro ya no basta. Ni siquiera el comodín de «la derecha togada» puede desviar la atención.
El último reducto
Hay un principio antiguo y brutal que la política suele olvidar hasta que es demasiado tarde: cuando la realidad por fin se pone en marcha, lo hace sin pedir permiso. Cuando por fin sucede, nada ni nadie la puede detener: arrasa.
Si el Gobierno ya no puede tapar los hechos con relatos, solo le queda un último recurso, tan antiguo como peligroso: el ejercicio desnudo del poder. Esto es la bunkerización de la Moncloa. La conversión del palacio presidencial en un Álamo político, donde Pedro Sánchez resista no en nombre de un proyecto, sino de su supervivencia personal. Una resistencia numantina en la que cada institución que se interponga sea acusada de golpista, reaccionaria o antidemocrática. No son hipótesis literarias: hemos visto ya los primeros ensayos.
La manifestación convocada, con todos los recursos del PSOE, para asaltar moralmente al Tribunal Supremo fue un síntoma elocuente de extrema debilidad. Apenas un centenar de asistentes, jubilados y estómagos agradecidos con pancartas hechas a toda prisa bajo techo institucional. El Gobierno no solo está perdiendo la batalla judicial: está perdiendo también a su propia gente. Ni relato, ni épica, ni calle. Solo le queda una salida: atrincherarse.
Tierra quemada
Existe un precedente que hace que el presente sea todavía más inquietante, y es que Pedro Sánchez voló todos los puentes mucho antes de que la presa empezara a ceder, confiado en que sus malas artes reverterían su pésima situación. Cuando estalló el caso Begoña, tuvo ante sí una encrucijada: un instante en el que aún podía elegir. No entre seguir o dimitir —eso es lo superficial—, sino entre dos formas muy diferentes de pasar a formar parte del pasado. Podía asumir el coste, preservar lo poco que le quedaba de crédito y apartarse antes de que el daño fuera irreversible. O podía hacer lo contrario: declarar una guerra total al propio sistema que le había sostenido. Eligió esto último.
Aquellos cinco días de «reflexión», lejos de constituir una pausa para la meditación, sirvieron para trazar la ruta suicida que Sánchez ha seguido desde entonces: poner en marcha las cloacas del Estado, empujar a fiscales al límite, intentar descabezar a la UCO, erosionar a jueces con campañas diseñadas a medida y activar la fabricación de dosieres como quien enciende mechas con la esperanza de provocar explosiones controladas, sin volar por los aires todo el polvorín. Desde ese momento Sánchez se quedó sin posibilidad de retirada.
Se privó a sí mismo de la única salida política y personal que todavía le quedaba: una dimisión ordenada, pactada y aceptada por el propio sistema que tantas veces lo protegió. Ese gesto le habría retirado del tablero, sí, pero también le habría garantizado algo esencial: que la ley no escrita de la Transición, esa norma tácita según la cual los presidentes no se sientan en el banquillo, siguiera vigente para él. Pero prefirió dinamitarla también. Ahora, roto el dique, volada la presa, Sánchez no solo carece de protección política: también ha perdido una garantía histórica.
Eso es lo que convierte este momento en algo más que una crisis de Gobierno o una batalla judicial. La caída de Sánchez no será homologable a las demás. No puede serlo por sus propias decisiones. Ahora solo puede seguir huyendo, avanzando en su peculiar viaje al corazón de las tinieblas, a costa de las instituciones, sin margen para corregir ni para frenar. Porque, si frena, cae.
Un presidente acorralado que ha practicado la estrategia de tierra quemada y no puede retroceder es, siempre, peligroso. Sin apoyo en la calle, sin relato y sin vía de escape, solo hay una opción: empujar las instituciones hasta límites desconocidos.
En las próximas semanas y meses veremos si esa presión conduce a un choque frontal con el Tribunal Supremo, a un uso terminal del Constitucional como escudo partidista, o a reformas desesperadas para blindarse frente a la justicia. Ya se verá. Hasta entonces, la única certeza es que España ha entrado en una fase nueva. Una fase en la que los hechos comienzan, por fin, a imponerse a los relatos. Y en la que un poder que lo ha apostado todo a la supervivencia personal puede llevarnos a escenarios inéditos. Escenarios que, hasta hace poco, parecían imposibles, hoy ya no lo son.
A ras de suelo
Pero hay una dimensión que suele escapar a los análisis obsesionados con los vértices del poder. Esa dimensión está a ras de suelo, donde vive el español común, ajeno, por agotamiento o por lucidez, a las disputas palaciegas y a los incendios que se desatan en las plantas nobles, hoy devenidas en mezquinas. Para ese ciudadano, la guerra de relatos, las maniobras parlamentarias o incluso las sentencias de alto voltaje institucional palidecen frente a lo que estrecha su vida: una nómina menguante, un alquiler que no puede pagar, un trabajo que no llega o un futuro que no aparece por ninguna parte.
Mientras en la superestructura se libraba una batalla sin escrúpulos, abajo se libraba otra mucho más silenciosa: la de millones de personas intentando cuadrar su vida con una economía que no se corresponde con ellos, sino con un país cada día más empobrecido, más estancado y más desordenado. Para un joven español, atrapado entre sueldos ridículos y viviendas que no existen, las estrategias de resistencia numantina del presidente son un eco lejano. Su drama ocurre en un territorio mucho más íntimo: la imposibilidad de proyectarse, de formar una familia, de imaginar siquiera un horizonte. Paradójicamente, en ese drama es donde empieza a formarse la esperanza.
En esa corriente profunda que la política raramente mira, ha ido creciendo una impaciencia nueva, una exasperación que no grita pero pesa. Una ciudadanía harta de refriegas que no entiende de política y de abusos de poder que siempre se le presentan como moralmente necesarios. La gente no ha salido en tromba a las calles para defender al presidente frente a los jueces porque tiene preocupaciones más urgentes y, sobre todo, porque ya no cree en él. Esa escuálida convocatoria frente al Tribunal Supremo no es una anécdota: es la señal de una izquierda que ha dejado de acudir a la llamada. La expresión, por la paradójica vía de la inexpresión, de un cambio de ciclo emocional que aún no captan las encuestas en su verdadera dimensión.
Quizá sea esta corriente, ese viento que sopla bajo, el que acabe colocando a cada cual en su lugar. Tal vez sean estos españoles comunes, los que viven con la nariz pegada al presente, quienes frustren cualquier intento de convertir España en un páramo político al servicio de la bunkerización. Porque ni quieren trincheras ni necesitan épicas: solo aspiran a vivir un poco mejor. Ese deseo sencillo, repetido millones de veces en silencio, es más poderoso que cualquier resistencia numantina.
La tormenta institucional avanza, sí. Pero es esa presión profunda, la del país real, la que puede marcar el verdadero final de esta etapa. No por optimismo, sino por pura aritmética vital: ningún poder, por salvaje que sea su estrategia de tierra quemada, puede sostenerse indefinidamente si el suelo que pisa desaparece bajo sus pies. Y ese suelo, el de la gente común, quizá termine por imponer la realidad más contundente de todas: que los ciclos no los cierran los gobiernos, sino los ciudadanos. Esa es, al final, la esperanza. Quietísima, pero implacable.