The Objective
Guadalupe Sánchez

Nos están helando la sangre

«Una parte del periodismo español es corresponsable del proceso de mutación profunda del sistema constitucional en el que estamos inmersos»

Opinión
Nos están helando la sangre

Fachada del Tribunal Supremo.

Hay ataques que retratan más al atacante que a su objetivo. La campaña que algunos medios alineados con el Gobierno han lanzado contra los cinco magistrados del Supremo que condenaron al Fiscal General no busca informar, ni siquiera intoxicar. Persigue algo más primario: deslegitimar a la justicia y quebrar el último dique institucional que aún no ha sido colonizado por el poder político. Y, sobre todo, persigue algo más calculado: no pretenden amedrentar a quienes ya han sentenciado, sino escarmentar por persona interpuesta a los magistrados que hoy instruyen o mañana juzgarán las tramas de corrupción que afectan directamente al Gobierno. La diana aparente son esos cinco jueces, pero la advertencia real va dirigida a todos los demás.

Por eso necesitan disfrazar de revelación lo que no pasa de ser un refrito interesado de datos que son y han sido públicos. Presentan como primicia lo que siempre estuvo a la vista, como si hubieran destapado una trama de relaciones clandestinas cuando solo están agitando información inocua que no habría servido para sostener una recusación. Son conscientes de que no tiene recorrido alguno, pero lo lanzan igual, porque el objetivo no es armar una causa de nulidad, sino fabricar la ilusión de que existe. Es propaganda disfrazada de noticia, diseñada para que la sospecha sobreviva incluso después de que el argumento haya muerto.

Porque una parte del periodismo español es corresponsable del proceso de mutación profunda del sistema constitucional en el que estamos inmersos, con un Gobierno que no acepta la separación de poderes como un límite, que la considera un obstáculo. Por eso necesita que la justicia no solo falle a su favor, sino que viva con miedo a fallar en su contra. Y nada genera más miedo que contemplar cómo algunas portavocías mediáticas son capaces de destruir en cuestión de minutos reputaciones forjadas a base de mérito, esfuerzo y trabajo aunque la información de la que dispongan sea inocua: un curso para abogados del turno de oficio o la codirección de una tesis, Sería delirante si no fuera porque hay gente que lo deglute sin rechistar.

Peor que poner en cuestión la imparcialidad de los magistrados es el efecto disuasorio que pretenden con ello: que los jueces que hoy instruyen o van a juzgar causas sensibles que afectan al entorno gubernamental reciban el mensaje de que les van a rebuscar hasta en los cubos de basura, les van a sacar las vísceras y las van a exponer en primera página si la sentencia no gusta en Moncloa. Esta es la finalidad real de la campaña: no alterar éste o aquél, sino el ecosistema en el que los jueces ejercen.

El sanchismo ha convertido cualquier control externo en un obstáculo político y cualquier resolución desfavorable en una amenaza que debe ser neutralizada. De esa premisa nace la idea de un «golpe de Estado judicial»: no porque exista nada parecido, sino porque les resulta útil como armazón narrativo para erosionar no sólo a los cinco magistrados de la Sala Segunda del Supremo, sino a la justicia en su conjunto. Por eso discuten los fundamentos jurídicos de una sentencia que todavía no se ha publicado: porque no se trata de criticar el contenido de la resolución, sino de un ataque directo a la fuente, para lo que no necesitan argumentos racionales, sino soflamas viscerales, destinadas a instalar la percepción de que los jueces que intervienen en casos que implican al sanchismo actúan guiados por motivaciones políticas, tal y como expuso el presidente en su entrevista en RTVE. 

Si consiguen que una parte significativa de la opinión pública crea que el Poder Judicial es un actor partidista más, cualquier fallo que afecte al Gobierno se presentará automáticamente como ilegítimo, sin necesidad de analizar los hechos probados ni los fundamentos de derecho invocados. Y en ese contexto, las piezas de eldiario.es cumplen una función instrumental, no informativa: fabricar la atmósfera necesaria para que la deslegitimación preceda al juicio y para que la sospecha funcione como un anticipo del descrédito.

Efectivamente, el intento de presentar las actividades formativas y académicas de algunos magistrados como ruptura de la apariencia de imparcialidad revela una incomprensión fingida de lo que exige realmente ese estándar. La apariencia no se activa por relaciones genéricas, institucionales o académicas, sino por vínculos directos, actuales y materiales con las partes, los hechos o el interés del proceso. No establece una relación jurídica ni de dependencia con la parte, no concurre un especial interés en el litigio y no conlleva la existencia de vínculo alguno con los hechos que se juzgan. 

Por no hablar de que la eventual parcialidad debe alegarse en el momento en que el magistrado asume conocimiento del asunto, cuando las partes disponen de toda la información relevante y deben, si aprecian una causa legal, promover la recusación en tiempo y forma. El incidente debe plantearse tan pronto como la parte conozca o pueda conocer el hecho que supuestamente quiebra la apariencia de imparcialidad, no después de dictada la resolución cuando el resultado no es del agrado de una de las partes. Por eso cualquier intento de construir una apariencia de parcialidad ex post, sobre datos públicos que ya estaban a disposición de la defensa desde el inicio, tiene como única finalidad exponer a los magistrados y lincharlos ante la opinión pública, amén de reforzar las acusaciones de lawfare que desde la izquierda y los medios sincronizados se profieren a diario.

«Por eso nos están helando la sangre: porque el país vuelve a transitar un camino ya conocido, en el que el poder erosiona deliberadamente la imagen pública de los jueces»

En la misma línea instrumental va la querella presentada por los Comuns contra el presidente de la Sala Segunda, Martínez Arreita, por la frase que pronunció públicamente al concluir el curso para abogados del turno de oficio del Colegio de Abogados de Madrid: «Concluyo, que tengo que poner la sentencia al fiscal general». La querella, como ya se imaginan, no tiene recorrido, pues tales expresiones no son subsumibles en ningún tipo delictivo: no hay revelación de secretos ni se difundieron datos reservados. Un intento burdo de apuntalar el relato de deslegitimación de la Sala Segunda y del ponente de la sentencia contra el fiscal general del Estado, cuya condena ha sido asumida por la izquierda como un ataque frontal contra uno de los suyos –lo que no deja de evidenciar su inidoneidad para el cargo-.  La Sala Especial del art. 61 del Tribunal Supremo, que es la competente para conocer de esta querella, la debe inadmitir de plano, con expresa condena al pago de las costas.

Pero no se lleven a engaño pensando que estas narrativas que presentan a la judicatura como el principal enemigo del poder democrático legítimo nos llevan a un escenario desconocido, porque nada de esto es nuevo. Todo esto ya ha ocurrido antes y forma parte de una memoria histórica que no quieren que conozcamos: la izquierda republicana, esa cuyo vínculo luminoso reivindica Pedro Sánchez, utilizó exactamente el mismo método que la actual: desacreditar a los jueces, acusarlos de conspirar contra el Ejecutivo y presentar cualquier límite institucional al «mandato popular» como parte de una conspiración reaccionaria y fascista. Es el mismo patrón, aplicado con la misma ausencia de escrúpulos y la misma finalidad polarizante. Por eso nos están helando la sangre: porque el país vuelve a transitar un camino ya conocido, en el que el poder erosiona deliberadamente la imagen pública de los jueces para que la multitud mire hacia otro lado -cuando no justifique- el asalto a la justicia, uno de los pocos reductos de defensa de la legalidad que todavía resisten.

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