Un papa diplomático
«Hubiera sido mejor no ir a Turquía en las circunstancias actuales, por mucho que Nicea fuera un hito en la historia de la Iglesia, si era imprescindible callar ante todo»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El papa León XIV tiene suerte. Decidió visitar Nicea, hoy Iznik en Turquía, sede del primer concilio ecuménico de la Iglesia hace justo 1.700 años, donde se resolvió una de las cuestiones más debatidas del primer cristianismo: la naturaleza de Jesús respecto del Padre. Y el posible lugar donde tuvo lugar la reunión, la iglesia de San Neófito o de los Santos Padres, quedó siglos más tarde sumergida en el lago, sobreviviendo solo la planta de lo que fue. De otro modo, el actual presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, el dictador que se asoció a Zapatero en la famosa, costosa e inútil Alianza de Civilizaciones —no del todo inútil ya que sirvió de retiro a Moratinos—, la hubiera convertido en mezquita y el Papa hubiese debido rezar ante Alá, como al parecer ha hecho en Estambul, con motivo de su visita a la gran Mezquita Azul.
En la actualidad, el tema de la composición de la Trinidad no agita las conciencias. Preocupa más el retorno de la misa en latín, pero en los primeros siglos, la complicada articulación de las dos primeras personas dio lugar a una alambicada ortodoxia y a sucesivas rupturas y herejías. Fue Marco Polo quien apuntó que los musulmanes lo tenían todo más fácil. Frente a Arrio, defensor de un Jesús humano adoptado por el Padre, el Concilio de Nicea optó por la consustancialidad, aunque la secuencia de frases en su credo indica una jerarquía. No parece que León XIV vaya a aportar casi nada sobre el tema, salvo una curiosa condena papal del arrianismo (y de sus herederos hoy): su objetivo es incidir positivamente sobre las relaciones internacionales en Oriente Próximo, aunque eso le ha obligado a notables servidumbres. La imagen positiva de León XIV y del Patriarca Bartolomeo, presidiendo conjuntamente la conmemoración de Nicea, ha tenido un alto coste.
Puestos a viajar, cada uno de los últimos pontífices dejó su sello personal en los desplazamientos. Juan Pablo II viajó mucho y con inteligencia, manteniendo siempre una difícil dignidad, el mejor ejemplo en Cuba. La aspereza en otros aspectos de Ratzinger mantuvo la línea de su predecesor, que se quebró más de una vez, y no solo en los viajes, sino en relaciones y declaraciones de alcance internacional, con el papa Francisco. Así, su viaje cubano proporcionó un respiro de imagen al castrismo, marcando distancias con los disidentes, e incluso tuvo momentos de connivencia, como cuando Raúl Castro le regaló un crucifijo. Rematará esa actitud más tarde, al evitar pronunciarse sobre la represión que cayó sobre los manifestantes cubanos del 11-J de 2021.
La voluntad ecuménica, escorada hacia la diplomacia, le llevó también a huidas hacia delante tales como su elogio del luteranismo, apoyándose en el papel de Lutero como difusor del «espíritu evangélico». Olvidaba tanto lo que acabó significando en todos los órdenes, autoritarismo político incluido, ese «evangelismo» luterano, como lo que representa el rotundo De servo arbitrio de Lutero, frente a las aperturas realizadas desde la Iglesia en línea con el De libero arbitrio erasmiano, a partir del Vaticano II. Con la teología no debe jugarse, cuando se está al frente de una institución universal. No fue más afortunada la comparación entre la voluntad de conquista de la yihad islámica —condenando al Daesh— y el proselitismo de los apóstoles, según el Evangelio de San Mateo.
De tales confusiones salieron, por fin, las tomas de posición en el mismo sentido, siempre eso sí enarbolando el estandarte de la paz, pero con Zelenski como destinatario sin un llamamiento a la paz a toda costa de similar intensidad dirigido a Putin, y ni siquiera al Patriarca ruso Kyrill, ferviente defensor de los fundamentos religiosos del imperialismo ruso. La escena se repitió cuando Azerbaiyán invadió el enclave de Nagorno-Karabaj, con los armenios como destinatarios. La victoria rápida del ejército azerí hizo inútil el gesto.
«Declaraciones cargadas de buenas intenciones. Si no dice más, argumentan, es porque sería contraproducente»
Los primeros pasos de León XIV se mueven en la misma dirección. En primer plano, declaraciones de alcance general, cargadas de buenas intenciones, en todos los sentidos, que hacen confiar a sus fieles en la prioridad otorgada a la justicia por el discurso papal. Si no dice más, piensan y argumentan, es porque sería contraproducente. A partir de ahí, marginación de todo examen de las cuestiones conflictivas, de las que pudiera recabarse la responsabilidad del gobierno visitado, y, en cambio, proliferación de las concesiones formales tendentes a su legitimación.
Esta asimetría presidió hace 20 años el montaje de Zapatero, justamente al lado de Erdogan, hoy anfitrión del papa, con la Alianza de Civilizaciones. El entonces primer ministro turco necesitaba ponerse la máscara de la fraternidad religiosa, justo porque estaba sentando las bases de la islamización antilaica y anticristiana de la sociedad turca. Aun pendía sobre su cabeza una posible ilegalización judicial. Copresidir el tinglado no le costaba nada, a diferencia de a España, y no le obligaba a nada.
Ni entonces ni ahora se planteó el problema capital para la Iglesia ortodoxa en Turquía, comparable al de la sucesión del Dalai Lama, desde otro ángulo, en el Tíbet ocupado por China. El Patriarca Bartolomeo, un gran personaje, a quien tuve ocasión de conocer hace diez años, cuando aún se creía posible salvar a la basílica de Santa Sofía de su transformación en mezquita, es un hombre vigoroso, pero ya octogenario. Y su sucesor no puede ser un sacerdote nacido fuera Turquía, mientras desde los años setenta el Seminario de la Isla de los Príncipes sigue clausurado. Así que el relevo del personal eclesiástico, y en particular de su vértice, es tarea casi imposible. A Zapatero y a los suyos tales problemas les resbalaban, ocupados en evitar que se repitieran excesos como las caricaturas de Charlie Hebdo.
Desde entonces, al aplicar su estrategia de islamización escalonada del país, Erdogan fue anulando uno tras otro el status de museos que Mustafá Kemal había atribuido a las basílicas bizantinas, convirtiéndolas en mezquitas, con la consiguiente asignación al culto musulmán y ocultación rigurosa de las imágenes (Algo que aquí al despuntar el problema hace 11 años, no preocupó rigurosamente a nadie, salvo a la Reina Sofía). Para la antigua Constantinopla, de conjuntos de mosaicos de máxima importancia mundial, estética y religiosa. Y para Santa Sofía, de modo explícito, frente al pasado ortodoxo, escenificando para la mutación, la conquista militar de Constantinopla, y de la propia basílica, por Mehmed II en 1453.
«Resulta difícil adivinar las razones de tal pleitesía. No era necesario provocar. Bastaba con no ir a ningún lugar de la disputa»
El espectáculo fue literalmente histórico, después de haber sido bien preparado a escala internacional para impedir la intervención de la UNESCO. El covid era buen momento. En presencia de Erdogan y de las máximas autoridades, el ministro de Asuntos Religiosos se vistió de aparato, con un espadón en la mano, y posó delante del mimbar (púlpito) de la que fuera Santa Sofía antes de predicar como imam. No era un simple cambio de adscripción religiosa, era la Conquista.
En buen diplomático, León XIV no visita la que fuera Santa Sofía, pero sí el gran templo islámico de enfrente, la Mezquita Azul. Aun sin rezar allí, ello ha supuesto una aceptación tácita de la supresión decretada por Erdogan en 2020 de una presencia cristiana milenaria. Pensando que en Turquía quedan hoy entre 100.000 y 200.000 cristianos ortodoxos, poca cosa, y que por ello las concesiones del papa tendrán escaso rendimiento, resulta difícil adivinar las razones y las ventajas de tal pleitesía. No era necesario provocar. Bastaba con no ir a ningún lugar de la disputa. Cierto que el viaje respondía a una invitación anterior del Patriarca Bartolomeo a Francisco, pero estoy seguro de que tal concesión no figuraba en el repertorio de actitudes prevista por el ortodoxo. Se trataba de impulsar el ecumenismo entre las Iglesias cristianas.: el Patriarcado ortodoxo ofrecía ya el espacio adecuado como lugar religioso de la presencia papal en Estambul.
Tal vez hubiera sido mejor no ir a Turquía en las circunstancias actuales, por mucho que Nicea fuera un hito en la historia de la Iglesia, si era imprescindible callar ante todo y por todo. León XIV ha ofrecido un torrente de buenos deseos, incitando a Erdogan a buscar la paz en Gaza, a servir de puente entre Oriente y Occidente, desde un país que es «encrucijada de culturas y religiones», añadiendo que a los cristianos toca contribuir a su unidad. Erdogan ha tenido el gesto de lamentar que una iglesia cristiana de Gaza hubiera sido bombardeada.
Aquellos que profundizan en el sentido oculto de las palabras, habrán descifrado las palabras del papa, cuando advirtió que «una sociedad no es viva si no es plural» y que ello significa distintas identidades, presentándolas como si fuesen una apelación a restaurar la democracia que Erdogan aplasta día a día. Mayor cautela, imposible. Al político kemalista Ekrem Imamoglu, su rival, alcalde depuesto de Estambul, en prisión desde marzo, le pueden caer más de 2.000 años de cárcel. La oposición, pacífica y democrática, está siendo perseguida con la máxima intensidad. Los alcaldes kemalistas de las principales ciudades, depuestos y encarcelados. Así las cosas, el mensaje cristiano resulta privado de autenticidad, tan sumergido como la supuesta iglesia del Concilio bajo las aguas del lago de Nicea.