Justicia poética y el pianista en el burdel
«Si la cosa sigue así, después de más de sesenta años, tentado estoy de ocultarle a mis hijos y nietos mi condición de periodista»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Los seguidores de Pedro Sánchez andan hoy confundidos con las declaraciones que hizo este martes su líder acusando de mentiroso a su antiguo lugarteniente y brazo ejecutor, José Luis Ábalos. «Era un hombre de mi máxima confianza política —vino a decir—, pero no sabía nada de su vida personal». La entrevistadora no alcanzó a señalarle que los delitos de que principalmente se acusa al todopoderoso exministro y número dos del PSOE, versión sanchista, son únicamente políticos: cohecho, malversación, pertenencia a organización criminal, tráfico de influencias y uso de información privilegiada. Todo esto tiene que ver con la actividad pública de Ábalos y nada con su vida privada, incluidas sus aventuras con el amor comprado.
El señor Ábalos era dueño de divertirse como quisiera, pero no de financiar sus relajos con el dinero de todos los españoles. Quizá mienta ahora —ya lo veremos—, pero ya es evidente que no eran ningún bulo las noticias de los tabloides digitales y, primordialmente, las de THE OBJECTIVE, que denunció en solitario las actividades mafiosas de la cúpula directiva del sanchismo, experta en el manejo de toda clase de máquinas del fango. La audiencia televisiva quedó ayer razonablemente defraudada por el relato del presidente y probablemente también él mismo, habida cuenta de su demacrado rostro y sus risitas de pitiminí.
Al fin y al cabo, lo único que importa al equipo de la Moncloa y sus aduladores —o lameculos, si los hubiera— es precisamente el relato. Así de claro quedó en las conversaciones telefónicas del ex fiscal general, condenado por el Tribunal Supremo a inhabilitación, para escándalo de un buen puñado de periodistas y aduladores ministros, dispuestos todos a corroborar otro improvisado cuento de Sánchez. Por su cuenta y riesgo, decidido a gobernar sin el Parlamento y sin los jueces, se arrogó públicamente poderes judiciales y absolvió por su cuenta y riesgo al posteriormente condenado por una mayoría significativa del tribunal. Álvaro García Ortiz conocía bien la necesidad de controlar el relato; así lo dijo al teléfono a sus subordinados. Ignoro si también pretendía o no alterar la verdad con él.
A este respecto me he preguntado si habría leído el famoso libro de Martha Nussbaum Justicia poética, al que me he referido en otras ocasiones. La laureada filósofa estadounidense, premiada entre otros galardones con el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, ha dedicado varias obras a comentar un hecho tan reconocible como que los jueces (y los fiscales) son personas humanas. Como tales, experimentan emociones y no son ajenos a ellas a la hora de establecer sus veredictos. La originalidad de su pensamiento, basado en los principios de la ética de Aristóteles y en la poesía de Walt Whitman, es que no considera negativo —antes bien, todo lo contrario— que los magistrados tengan en cuenta, a la hora de dictar sentencias, junto a la letra de la ley, el espíritu de la misma: la emoción o sensibilidad que, con arreglo a ese espíritu, les produce el análisis de los hechos juzgados. O sea, el relato.
Para decirlo con las palabras de Nussbaum, las emociones son esenciales en el razonamiento de muchos asuntos y «los jueces o jurados que se niegan a sí mismos la influencia de la emoción se niegan maneras de ver el mundo que parecen esenciales para aprehenderlo en plenitud». A ese proceder lo llama justicia poética, en honor a la influencia de la poesía y la novela en las decisiones de aquellos a quienes denomina jueces literarios.
«Naturalmente —añade—, esta justicia poética necesita equiparse de gran cantidad de atributos no literarios: conocimiento de la técnica legal, de la historia y de los precedentes, y atención a la debida imparcialidad. El juez debe ser un buen juez en estos aspectos. Pero, para ser plenamente racionales, los jueces deben ser capaces de «fantasear» y comprender. No solo deben afinar sus capacidades técnicas, sino su capacidad humana. En ausencia de esa capacidad, la imparcialidad es obtusa y la justicia ciega».
Sin duda García Ortiz intentó, con su relato, influir en las emociones de los magistrados que eventualmente pudieran favorecerle, pero cometió dos errores garrafales: el primero, borrar el contenido de su teléfono móvil y asegurar —al parecer mintiendo— que eso se debía a un inexistente protocolo de seguridad; el segundo, no dimitir cuando le convocaron a comparecer en juicio oral, permitiendo que sus potenciales acusadores fueran nada menos que sus directos subordinados. Por lo mismo, en realidad actuaron como sus defensores, junto también a la Abogacía del Estado. De modo que, como en el caso de Ábalos, sus argumentos fueron también financiados por nuestros impuestos.
Por si fuera poco, contó además con la agresión frontal —y contraria al espíritu y la norma de la democracia— del poder ejecutivo contra la Administración de Justicia, dirigida por parte del propio presidente del Gobierno, que dictó por sí mismo una sentencia absolutoria. Y lo hizo con la complicidad y hasta el aplauso de sus seguidores o secuaces, que aplaudieron esa auténtica invasión del poder judicial por el ejecutivo. Ese monstruito puesto en pie por el propio presidente fue jaleado además por la prensa adicta, hasta extremos a veces un poco vergonzantes.
Los magistrados respetaron el derecho de los reporteros a silenciar sus fuentes, pero el sectarismo parece haberse ensañado también con algunos de ellos y proliferar cada vez más en determinadas redacciones. Para no hablar de eminentes politólogos que, lejos de disfrutar con la discusión de las ideas, prefieren la bronca al razonamiento.
Es tal la agresividad puesta en marcha por algunos colegas de este oficio vulgar y encantador que es el de periodista, que acabaremos entre todos por ser responsables de la criminal polarización guerracivilista que la confusa mente de Rodríguez Zapatero y el mediocre oportunismo de algunos conversos al sanchismo se empeñan en alentar. Pero, volviendo a lo que importa, que es el relato, reconozco que ya no me siento irritado, sino jocundo, por el servilismo atroz que la televisión pública española viene demostrando últimamente.
Hasta tal punto ha superado en obediencia al mando y desprecio a la profesión que conviene advertir a los estudiantes de periodismo —incluidos los del máster que yo mismo implanté con José Juan Toharia y la Universidad Autónoma—: como dijo Ortega y Gasset, «¡no es esto, no es esto!». De modo que, si la cosa sigue así, después de más de sesenta años dedicado a este oficio, el más bello del mundo, tentado estoy de ocultarle no ya a mi difunta madre, sino a mis hijos y nietos mi condición de periodista. Prefiero, como dice el adagio popular, que sigan pensando que toco el piano en un burdel. Además, en ese caso, quizás me encuentre un día con Koldo y Ábalos, o con antiguos empleados de la familia política del presidente. Disfrutaré de sus verdades, que la justicia poética se habrá encargado ya de separar de sus mentiras.