The Objective
José María Rotellar

La IA y el crecimiento

«El mercado, sin trabas, premia a quien crea más valor. La inteligencia artificial, en este sentido, es un acelerador de mérito, no un privilegio injusto»

Opinión
La IA y el crecimiento

Ilustración de Alejandra Svriz.

En el universo competitivo de las economías de mercado, donde millones de decisiones libres se entrecruzan a cada instante, solo sobreviven quienes se diferencian. Este principio, que ya anticiparon con claridad autores como Schumpeter o Hayek, se encuentra hoy reavivado por la fuerza transformadora de la inteligencia artificial (IA). No estamos ante una moda pasajera ni una tecnología marginal, sino ante una palanca de cambio de primer orden, comparable a la llegada de la imprenta o el motor de combustión.

Por eso, es necesario estar preparados para este cambio. Hay que saber emplearlo. Esto significa que quienes lo utilicen bien incrementarán su diferenciación en valor añadido frente a quienes no lo utilicen correctamente. ¿Y en qué consiste emplearlo correctamente? En no olvidar nunca que la IA es una máquina al servicio del hombre, y no al revés. Es decir, que hay que saber preguntar, enfocarla y dirigirla para, después, cribar el material que proporcione, distinguiendo qué es válido y qué no lo es. Eso aumentará la productividad y la competitividad de quienes así lo hagan, haciéndoles indispensables en sus profesiones, porque dotarán a las mismas de un valor diferencial. Por el contrario, quienes empleen la IA para esforzarse menos, obtendrán un resultado pobre, fácilmente sustituible por cualquiera, y son quienes sufrirán el impacto negativo, porque ellos mismos se habrán dejado sustituir por una máquina, que no es más que eso, una máquina.

La IA no es un enemigo, sino un aliado formidable. Lejos de homogeneizar, la IA potencia la personalización, la precisión quirúrgica de los modelos de negocio y la respuesta ágil a preferencias cambiantes, siempre que no olvidemos que somos nosotros quienes controlamos la IA y no ella a nosotros; si permitimos esto último, entonces sí que seremos sustituidos, porque no habremos aportado valor añadido. Ya no se trata solo de competir en precio o volumen, sino en comprensión del cliente, anticipación de necesidades y excelencia operacional.

La diferenciación por IA no es otra cosa que un acto legítimo de competencia. Empresas que integran algoritmos predictivos para optimizar sus cadenas logísticas, que usan modelos generativos para diseñar contenidos únicos, o que analizan a tiempo real las emociones del consumidor para adaptar su oferta, están ejerciendo su libertad empresarial y ganando mercado por méritos propios. El consumidor, soberano último del proceso económico, les recompensa con su lealtad y su gasto. El mercado, sin trabas, premia a quien crea más valor. La IA, en este sentido, es un acelerador de mérito, no un privilegio injusto.

Así, por ejemplo, un pequeño comercio de barrio no puede competir con Amazon en logística, pero sí puede, gracias a la IA, anticipar los productos que sus clientes buscan, optimizar su inventario y ofrecer recomendaciones personalizadas que ningún gran algoritmo global podría igualar en contexto local. Del mismo modo, un abogado que use IA para analizar jurisprudencia, redactar borradores o simular escenarios procesales, puede competir en calidad y agilidad con grandes despachos. Lo que antes eran cuasi oligopolios ahora se abre a una mayor competencia sin necesidad de subsidios ni cuotas: basta con visión y determinación. Es la rigidez mental —no la barrera tecnológica— la que impide a muchos actores aprovechar esta revolución.

«La economía española podría tener una gran oportunidad con la IA para subsanar su retraso estructural en tecnología de sus pymes»

En este sentido, la economía española podría tener una gran oportunidad con la IA para subsanar su retraso estructural en la incorporación de tecnología en sus pymes. Con poco capital, pero con inteligencia estratégica, una pyme puede reinventar su propuesta, optimizar su estructura de costes, automatizar procesos administrativos y proyectarse globalmente. Profesionales liberales —médicos, arquitectos, docentes, asesores— tienen en sus manos la capacidad de aumentar su productividad sin sacrificar calidad, de concentrarse en lo humano delegando lo repetitivo, con control sobre ello.

Y aquí es donde el marco institucional debe acompañar, no interferir. El Estado debe garantizar libertad para innovar, seguridad jurídica y educación tecnológica, pero no debe pretender dirigir, controlar ni redistribuir capacidades que emergen del talento libre. La IA no debe ser regulada para «igualar resultados», sino desrregulada para multiplicar oportunidades, todo dentro del marco del cumplimiento de la ley.

La IA no uniformiza, multiplica la diferenciación. No deshumaniza, libera al ser humano para centrarse en lo que le es propio. No elimina empleos, transforma tareas y permite crear otros nuevos. Como toda innovación, requiere adaptación, pero también nos recuerda el principio fundamental de toda economía libre: el individuo es el centro del proceso. La IA es la nueva herramienta. El ingenio humano, como siempre, es el motor.

Toda barrera artificial a la adopción de la IA es una barrera al crecimiento. Y si queremos prosperidad, libertad y bienestar, debemos permitir que cada emprendedor, cada empresa, cada trabajador, pueda usar esta herramienta para diferenciarse. Porque en la diferencia está la riqueza. Y en la libertad, la posibilidad de construirla. Si la empleamos adecuadamente, generaremos valor; si no, lo destruiremos. Por eso, no hay que prepararse menos, sino más, porque cuanto mayor sea la preparación de una persona, más valor añadido podrá incorporar gracias a la IA. Ese es el reto.

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