The Objective
Jorge Mestre

Nadie conocía a Ábalos

«Ábalos, que sostuvo el andamiaje del sanchismo, es hoy un extraño; Puigdemont, que quiso volar por los aires el Estado, una pareja a la que reconquistar»

Opinión
Nadie conocía a Ábalos

Ilustración de Alejandra Svriz.

A José Luis Ábalos ahora no lo conoce nadie. Ni sus vecinos, ni los camareros del carajillo, ni el estanquero que le vendía los Ducados, ni los jefes de gabinete, ni los ministros con los que compartía cada semana confidencias de pasillo, ni el presidente que dormía en su casa de vez en cuando después de bajarse del Peugeot. Un alma errante, un ectoplasma político, un San Lázaro del socialismo. Un fantasma al que, por lo visto, solo le hablaba el repartidor de txistorras.

La magia del sanchismo siempre ha sido esta: convertir la evidencia en hologramas. Ayer fue «ese señor del que usted me habla». Hoy es «era un gran desconocido para mí». Mañana será, si la cosa sigue mal, «Ábalos… me puede sonar de algo». Pasado mañana, quizá: «¿Begoña? ¿Mi hermano? ¿Mi cuñado? No tengo el gusto». A este paso, en tres entrevistas más, Sánchez declarará que tampoco se conoce demasiado a sí mismo. Y la frase será cierta, hay días que ni él podría reconocerse en el espejo.

Pero volvamos al gran desconocido. Qué habilidad la suya para aparecer durante años en cada foto, cada pasillo, cada moción de censura, y seguir siendo —según su jefe— un completo extraño. España entera lo veía como el mayordomo principal del sanchismo, el hombre que abría Moncloa por la mañana y cerraba Ferraz por la noche… y resultó que nadie lo conocía. Como si el ingeniero del edificio hubiese sido, en realidad, un fontanero eventual que pasó por allí a apretar un tornillo.

La escena, si no fuera un drama institucional, parecería una zarzuela. Ábalos, tiritando en Soto del Real, leyendo el Código Civil entre mantas; Sánchez, en Moncloa, explicando que la amistad acumulada en miles de kilómetros en Peugeot era «política, no personal». Como si aquella travesía hubiera sido un simple Blablacar. Uno imagina al presidente rebuscando el móvil y encontrándose aquel WhatsApp suyo, tan sentimental: «Siempre he valorado tu criterio político. También tu amistad». Claro, amistad en sentido literario, metafórico, alegórico. Como cuando uno dice «me alegro de verte» y no se alegra en absoluto.

Si Ábalos —el hombre con quien compartía noches en vela— era un extraño para Sánchez… ¿qué será para él España? ¿Otra desconocida más? ¿Una sombra en la escalera? 

Y mientras convierte a su exministro en llavero perdido que nunca estuvo en su bolsillo, a Puigdemont lo trata como a un viejo amor con el que ha compartido mesa, mantel y cama una larga temporada. Una intimidad sobrevenida, casi de dormitorio político, con la que intenta recomponer una relación rota «por malentendidos». El mismo dirigente que proclamaba que debía ser detenido y juzgado tras el referéndum ilegal ahora lo corteja como si fuera un esposo al que recuperar antes de Navidad. La paradoja es evidente: Ábalos, que sostuvo el andamiaje del sanchismo, es hoy un extraño; Puigdemont, que quiso volar por los aires el Estado, una pareja a la que reconquistar a cualquier precio.

La liturgia del sanchismo es la de siempre: negar, desconocer, relativizar. Cuando era líder de la oposición, Sánchez exigió a Rajoy que dimitiera por el simple hecho de haber nombrado a Bárcenas. Hoy, en cambio, asegura que no sabía nada de nada, y que Ábalos era poco menos que un vecino del ascensor. Un desconocido de manual, de esos que te saludan un día, te ayudan a formar Gobierno al siguiente y te organizan la estructura territorial del partido al tercero. Pasa todos los días.

Sánchez ha improvisado una suerte de doctrina filosófica: en la vida, en la política y en los trayectos largos, nunca conoces del todo a nadie. Ni siquiera a quien compartió contigo noches, maniobras internas y ascensos. Si Ábalos —el hombre con quien compartía noches en vela— era un extraño… ¿qué será para él España? ¿Otra desconocida más? ¿Una sombra en la escalera? ¿Una relación exclusivamente política, pero no personal?

Quizá, quién sabe, dentro de unos meses oigamos al presidente decir:
—«España era una gran desconocida para mí».

Y ahí sí que nos habremos enterado de todo.

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