The Objective
Benito Arruñada

Cómo refundar un pacto constitucional

«La Constitución, que nació enferma por su falso idealismo presentista, agoniza en manos del Gobierno. Urge ponerle remedio»

Opinión
Cómo refundar un pacto constitucional

Imagen generada con IA. | Benito Arruñada

Vuelve a extenderse estos días la idea de que el sanchismo ⎯como el separatismo catalán hace años o el vasco desde siempre⎯ se comporta con deslealtad hacia el marco convivencial que representa la Constitución. Pero es un error propio de idealistas perezosos pensar estos asuntos en términos de vicios morales. 

En particular, la lealtad es una virtud útil para organizar pequeñas tribus primitivas, pero tiene escaso valor para organizar grandes sociedades modernas. Si la Constitución pereciese por deslealtad, sería porque sus redactores habrían manejado ⎯en el mejor de los casos⎯, una visión idealista y errónea de la naturaleza humana. La ley debe escribirse a prueba de deslealtades. Más aún en un país donde la integridad emocional de la nación constituyente es incierta.

La generosidad del legislador constitucional se ha interpretado a menudo con benevolencia, pero cabe también entenderla como una mera excusa para sacrificar la convivencia futura en beneficio del bienestar presente. Ese idealismo constitucional escondería entonces el egoísmo presentista que suele llevarnos a aplazar los problemas, en vez de afrontarlos. 

Sucedió con el País Vasco: lo sensato hubiera sido posponer la autonomía hasta el cese de la violencia, pero tanto el Gobierno de Adolfo Suárez que configura el «ente preautonómico» en enero de 1978 como los padres de la Constitución optaron por favorecer al separatismo que había propiciado esa misma violencia, regalándole el poder autonómico y concediéndole además un trato fiscal privilegiado. Insistimos en el mismo error en 2017, al aplicar en dosis homeopática el artículo 155 al procés catalán, en vez de posponer indefinidamente la restauración de la autonomía, como hace ⎯aunque con notables matices⎯ el Reino Unido en el Ulster. 

La historia nos dirá qué respuesta asegura una convivencia más pacífica y productiva a largo plazo. Pero, en estos años, cientos de miles de vascos no nacionalistas han abandonado su tierra, que además permanece atrapada en un bucle de subvención estatal permanente. Todo ello mientras los promotores y sucesores de los violentos tienen más poder que nunca, no solo en el País Vasco sino en Madrid. Hoy por hoy, la igualdad de derechos civiles brilla por su ausencia tanto en el País Vasco como en Cataluña, y no solo entre vascos y catalanes, sino respecto a los demás españoles. 

Se dirá que los padres de la Constitución no podían haberse distanciado de los deseos de los ciudadanos y que debían respetar sus deseos. Por supuesto. Caben pocas dudas de que sus redactores fueron obedientes tanto a los valores mayoritarios —al privilegiar los derechos distributivos sobre los productivos—, como a ciertos valores minoritarios, pero políticamente dominantes —al contemplar una descentralización territorial con un alcance que es de hecho superior al propio de los estados federales—. 

Probablemente, ambos resultados fueron necesarios para lograr un grado de consenso tan alto —y quizá excesivo— como el alcanzado en 1978. Cabe preguntarse si los legisladores constitucionales pecaron de excesiva obediencia, de ingenuidad o de egoísmo en cuanto a otros asuntos capitales sobre los que cabe suponer que disponían de cierta discrecionalidad. Si es así, podrían haber acertado más si hubieran ido un poco por delante de los ciudadanos en cuanto a su racionalidad, valores, preferencias e intereses. 

Me refiero, en concreto, a varias cuestiones interrelacionadas, de índole más procedimental u organizativa, relativas a, por un lado, asegurar la separación de poderes y la militancia democrática de los participantes en el juego político; y, por otro, a equilibrar libertad y responsabilidad en todo tipo de áreas, desde las universidades a la financiación de las comunidades autónomas. 

Desde la ventaja que proporciona el paso del tiempo, no parece que los redactores de la Constitución supieran o quisieran aprovechar su margen de discrecionalidad para diseñar un sistema equilibrado en ambas cuestiones, quizá por ser tan ingenuamente idealistas y poco pragmáticos como los propios ciudadanos, o tal vez porque les convenía presentar como solución lo que solo era un falso consenso construido a base de concesiones innecesarias. En consecuencia, por la acción de la izquierda y la omisión del centroderecha, en sintonía con una opinión pública mayoritariamente pasiva y cómplices todos ellos del separatismo, la Constitución se ha desplegado con «efecto trinquete», moviéndose en una sola dirección: hacia más intervencionismo social, más progresismo cultural y más separatismo regional. Esta uniformidad implica que hayamos asistido durante décadas a una reforma constitucional encubierta. Una reforma lenta, pero no por ello menos radical, que, de no ser reversible, constituiría una auténtica mutación constitucional.

Esta reflexión adquiere hoy, si cabe, mayor urgencia, pues en manos del sanchismo nuestra democracia afronta una crisis que en cualquier momento puede transformarse en existencial. No conforme con reescribir el Código Penal a las órdenes de quienes han facilitado su investidura y promulgar una amnistía sin mayoría reforzada, el actual Ejecutivo lleva tres años gobernando sin presupuestos, ha puesto a su servicio a un Tribunal Constitucional que actúa de facto como órgano revisor de decisiones de la jurisdicción ordinaria, y amenaza con eliminar todo atisbo de separación de poderes mediante una reforma judicial. 

Ante ese riesgo, no debemos confiar en una mera alternancia de gestión que, además, ya empieza a estar en peligro. Sin los gestos teatrales al uso, pero con firmeza, los españoles debemos declarar incumplido el pacto de la Transición, y proponer explícitamente la restauración de sus principios.

Ese nuevo pacto constitucional debe atender a tres objetivos. Primero, reforzar la igualdad de todos los ciudadanos, organizaciones y entidades públicas y privadas ante la ley, independientemente del lugar de residencia, el origen étnico y el sexo de las personas, el tamaño de las organizaciones o el contenido de sus creencias y opiniones. 

Segundo, fortalecer la separación de poderes mediante mecanismos de ejecución automática ante situaciones tasadas de crisis constitucional (como la convocatoria de elecciones ante incumplimientos constitucionales notorios, por ejemplo cuando el Ejecutivo gobierna sin presupuestos durante varios años), ampliando para ello las funciones moderadoras de la Jefatura del Estado. 

Y, por último, equilibrar libertad y responsabilidad a todos los niveles y ámbitos del sector público, incluidos no solo el autonómico, local y universitario, sino también el nacional, para evitar que cualquier gobierno siga abusando de la pertenencia a la eurozona para comprar votos aumentando el gasto y la deuda pública a niveles que nos condenan a efectuar ajustes presupuestarios recurrentes, traumáticos y arriesgados. 

En el fondo, estos tres objetivos buscan lo mismo: reconstruir un marco de reglas impersonales, reversibles y resistentes al abuso, capaz de frenar tanto la deriva identitaria como el clientelismo fiscal. Todos ellos responden a una misma urgencia: devolver al sistema incentivos que premien la responsabilidad y permitan corregir las derivas que hoy parecen unidireccionales.

Ciertamente, lograr estos objetivos confronta notables dificultades, por muy deseables que puedan parecer a muchos ciudadanos. Probablemente, algunos de ellos cuentan con el apoyo de una sólida mayoría, pero relativamente débil; y se enfrentan a una oposición mucho más fuerte, concentrada y organizada de intereses minoritarios, tanto en lo territorial como en lo ideológico. 

Ejemplifica bien ambos fenómenos el deseo de que la unidad de redistribución que garantiza cierta igualdad de derechos entre ciudadanos se articule a escala nacional. Esta aspiración cuenta con apoyo mayoritario entre la ciudadanía, pero durante más de cuatro décadas esa misma ciudadanía ha tolerado casi sin quejarse que las comunidades forales explotasen a las demás. No es menor el riesgo de que el fenómeno se repita, al menos hasta que no acabe por estallar el desequilibrio fiscal del Estado. 

Pero tampoco conviene olvidar dos cuestiones procedimentales. Por un lado, con el tipo de interpretación elástica que viene realizando el actual Tribunal Constitucional, no está claro que haga falta una reforma constitucional para desarrollar los elementos que pudieran tener cabida más difícil en su actual redacción, bastando con promulgar leyes que la reinterpreten en la dirección deseada. 

Por otro lado, sería bueno estar preparados por si se produce alguna sorpresa que redefina el rango de propuestas aceptables. Máxime cuando, en nuestro caso, la probabilidad de sorpresa es elevada, tanto en el terreno político —por la propia deriva constitucional—, como en el económico —por la amenaza latente de que entren en crisis nuestras finanzas públicas—. 

Estamos a tiempo, pero el margen se estrecha. Las instituciones, como los edificios, parecen firmes hasta el día en que una grieta menor desencadena el colapso. Necesitamos un pacto constitucional capaz de restaurar reglas reversibles y frenar la deriva antes de que alcancemos un punto de no retorno. No sería un gesto simbólico, sino una garantía práctica de convivencia futura. 

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