Quemar al escritor, salvar al político
«Más urgente parece comprometerse que indagar, más excitación produce protestar que reflexionar, más efectivo se antoja reformar la realidad que comprenderla»

Juan Soto Ivars. | Kevin Borja
Uno de los rasgos más sorprendentes de las sociedades contemporáneas es que se muestran excesivamente tolerantes con las conductas escandalosas de sus políticos, y, en cambio, expresan una hipersensibilidad hacia los escritores que intentan comprender, explorar o desmitificar un tema espinoso. A comienzos de este año Luisgé Martín fue cancelado por escribir una novela sobre el odio que condujo a José Bretón a matar a sus propios hijos, y ahora, a finales, a Juan Soto Ivars lo asedia la histeria por haber escrito un ensayo que desvela los incentivos perversos de una ley de violencia de género que se promulgó a lomos de una buena causa, no de un buen razonamiento. ¿Contribuyen estos dos escritores a promover el odio y a legitimar el machismo con sus libros? Por supuesto que no. Ambos están haciendo lo que hacen los intelectuales y los escritores. No tragar entero, no contentarse con la versión oficial de las cosas, ir un poco más allá, sumergirse en profundidades que pueden ser oscuras, pero que deben ser mapeadas.
En definitiva, Martín y Soto Ivars están pensando. Pero una sociedad más bien reacia a la reflexión, entregada al activismo y a la performance, no va a las cosas, como recomendaba Ortega, sino que prefiere verse reflejada en las consignas y en los relatos. Lo de menos es la comprensión de los fenómenos, lo que importa es arroparse con la etiqueta correcta o con la causa bien pensante. Más urgente parece comprometerse que indagar, más excitación produce protestar que reflexionar, mucho más efectivo se antoja reformar la realidad que tomarse el trabajo previo de comprenderla. Basta con cerrar los ojos, levantar el puño y dejarse ir: el feminismo es la solución, el ecologismo es la solución, el progresismo es la solución, la patria es la solución. Aferrarse a la consigna y, como decía Zavalita en Conversación en La Catedral, creer, creer en ella con todas las fuerzas porque «entonces la vida se organiza sola y uno ya no sentiría vacío».
Esta necesidad de creer en algo y de militar en las filas del bien o en el lado correcto de la historia está llevando a la gente de regreso a la iglesia católica o a sus equivalentes laicos, el patriotismo y el progresismo. La consecuencia de esto es que el individuo ha vuelto a plegarse a autoridades externas, que en los últimos dos casos son siempre los políticos. Las iglesias patriótica y progresista tienen sus propios popes que ofrecen esas consignas y esos relatos en los que la gente se quiere ver reflejada. Y quien compra esta mercancía y anhela el compromiso con una causa que le ordene la vida, que le imponga jerarquías en el mundo y una noción clara de lo bueno y de lo malo, acaba tragándose lo que haga el político.
Por eso, estos personajes pueden promover el odio y usarlo como estrategia política; pueden alimentar el miedo social, la desconfianza, la fragmentación; pueden incurrir en la más alevosa complicidad con el machismo y promover la carrera y las finanzas de puteros y babosos y no pasa nada. Los puños descienden en el aire, las miradas se desvían y cada uno se va a casa. El político es ahora el etiquetador general, quien decide quién obra bien y quién mal. Es su audiencia la escrutada, no él; es la sociedad la que debe rendirle cuentas al político, no a la inversa. El político se desengaña y se decepciona, sufre, la pasa muy mal, ni siquiera sabe si le compensa tanto esfuerzo. Él es el bien, siempre está en lo correcto: es la sociedad la que puede fallar.
Este grado de esquizofrenia es absolutamente nocivo. Incita a la hipervigilancia de quien no milita en ninguna iglesia. Anima a desconfiar de las intenciones -incluso a atribuirle unas perversas- de quien decide pensar e indagar en lugar de repetir consignas y sumarse a la performance y al activismo. Como si fuera poco, convierte al político en el referente del bien, de la buena causa y del compromiso, y decreta la dependencia ciega, la militancia obcecada y la cerrazón del entendimiento. No hay que pensar, hay que militar. Y militar significa honrar al líder y protegerlo del escritor que no se traga sus relatos.