Watergate y 'Sánchezgate'
«Lo del Watergate fue algo menor. No hubo enriquecimiento ilícito, ni prostitutas pagadas con dinero público, ni financiación ilegal del partido republicano»

Alejandra Svriz
Hace año y medio publiqué en THE OBJECTIVE un artículo comparando el escándalo del gobierno de Pedro Sánchez con el famoso escándalo del Watergate (nombre del hotel en Washington donde se produjo un robo de material político) en Estados Unidos durante el mandato del presidente republicano Richard Nixon. Varios lectores que comentaron el artículo me recordaron que Estados Unidos y España son países muy diferentes; y tenían razón. Yo he vivido allí muchos años, como estudiante y como profesor, y sé que, si bien muy variopinto y cambiante, Estados Unidos tiene niveles de ética pública bastante más altos que España. Aunque las excepciones sean muchas, y aunque Trump esté contribuyendo eficazmente a hundir los niveles éticos allí, no en vano es España la cuna de la picaresca, mientras que Estados Unidos fue fundada por disidentes puritanos. Y, además, aunque Nixon no fuera precisamente un modelo de veracidad y rectitud, casi lo parece en comparación con Sánchez; con todo, se difundió por entonces en Estados Unidos un cartel con una foto de Nixon y su sonrisita falsa, y junto a él una frase: «¿Compraría usted a este hombre un coche de segunda mano?»
Pues yo no creo que en España nadie le comprara un Peugeot de segunda mano a un hombre como Sánchez, que, después de más de diez años de estrechísima colaboración política, en la oposición y en el gobierno, fuera y dentro del partido socialista, fuera y dentro del mismísimo Peugeot, dijera de su alter ego, de su hombre de confianza, del que defendió en las Cortes la moción de censura que llevó a Sánchez a la presidencia (a la que desde entonces vive aferrado como una lapa), de José Luis Ábalos, en una palabra, que «en el plano personal le era un gran desconocido», frase que ha dejado estupefactos incluso a sus más fieles valedores. Y es que, si a Nixon le llamaban Tricky Dick, a Sánchez se le compara frecuentemente con un trilero, lo que viene a ser muy parecido.
En vista de todo esto, me parece que vale la pena profundizar un poco en los paralelos y las diferencias entre ambos escándalos, teniendo siempre en cuenta, naturalmente, que Watergate quedó zanjado para siempre con la dimisión de Nixon, que durante dos años y pico resistió en la Casa Blanca con tenacidad parecida a la que exhibe Sánchez aquí ahora.
El escándalo de Watergate fue durante dos años una comidilla nacional e internacional, lo cual hace que se le recuerde como algo mayúsculo y vergonzoso. Sin duda lo fue; pero a poco que reflexionemos veremos, que comparado con el llamado caso Koldo, que en realidad debe llamarse caso Sánchez, o Sánchezgate, lo del Watergate fue algo muy menor. En primer lugar, no hubo enriquecimiento ilícito, ni estuvieron implicados miembros de la familia de Nixon, ni hubo prostitutas pagadas con dinero público, ni financiación ilegal del partido republicano, ni comisiones ilegales, ni empresas pantalla, ni tráfico de influencias, ni el enorme racimo de ilegalidades, prevaricaciones y latrocinios en el que están enredados, como una maraña, los miembros de todas estas familias, naturales y políticas, en torno al partido socialista y a los gobiernos de Sánchez. ¿Ah, no? Pues entonces, ¿qué fue exactamente el caso Watergate?
En esencia, fue un caso de espionaje político, que conllevó una irrupción delictiva por un pequeño grupo de sicarios en un local de partido demócrata con objeto de llevarse información escrita o digital y de plantar micrófonos para seguir obteniendo ilícitamente los republicanos información de sus rivales políticos. En realidad, todo venía determinado por las próximas elecciones presidenciales, que iban a tener lugar en noviembre de 1972 y en las que Nixon aspiraba a renovar su mandato (como efectivamente ocurrió). Al asalto a la sede rival se añadía la apropiación de dinero público para pagar a los delincuentes y más tarde para sobornar a los detenidos y comprar su silencio.
Pero casi lo más grave del caso Watergate fue lo que se hizo para encubrir las responsabilidades de los políticos que había organizado la banda de asaltantes y que, para ocultar su culpabilidad, mintieron descaradamente y destruyeron pruebas. Aquí sí hay un claro paralelo con el caso del fiscal general español, que borró las conversaciones grabadas en su teléfono, como la oficina de Nixon borró las partes más comprometedoras de unas cintas donde se habían grabado conversaciones telefónicas.
Un asunto muy feo, sin duda, pero muy poca cosa en comparación con los casos Sánchez, Koldo, Ábalos, etcétera. Lo único que no parece haber en el entramado socialista es el asalto a la sede del partido rival. Pero en cambio hay muchas otras cosas.
En efecto, el Sánchezgate es mucho más variado y frondoso que el Watergate. La esposa de Nixon, por ejemplo, se abstuvo de intermediar entre empresas solicitantes de subvenciones y el gobierno de su marido, y no utilizó la influencia de este para obtener un puesto de profesora en una universidad sin tener la más mínima cualificación para ello. Ni ningún hermano de Nixon encontró empleo público por intermediación del partido republicano, ni se alojó subrepticiamente en la Casa Blanca para evadir impuestos, ni colocó a su pareja japonesa en un extraño empleo público. Tampoco los directivos del partido republicano (nombrados a dedo por Nixon), de acuerdo con un ministro de Fomento, adjudicaron irregularmente enormes contratos de obra pública a determinadas empresas, cobrando por ello suculentas comisiones. Tampoco se enriquecieron los ministros y allegados de Nixon con la venta de mascarillas de pésima calidad a precios desproporcionados en momentos de emergencia médica y altas tasas de mortalidad. Tampoco un alto cargo en el Ministerio de Justicia norteamericano violó la ley de secretos oficiales para calumniar con datos reservados a la pareja de un rival político para, entre otros fines, distraer la atención del público de la investigación judicial a la que estaba siendo sometida la esposa del presidente por los desmanes antes citados. Tampoco apoyó Nixon a este alto funcionario, animándole a no dimitir a pesar de estar imputado por un juez de instrucción, ni persistió en proclamar su inocencia antes, durante y después del juicio que le condenó e inhabilitó para el cargo. Ni tampoco los altos cargos del partido de Nixon, de acuerdo con un ministro del gobierno, tras embolsarse las pingües comisiones antes referidas, crearon sociedades ad hoc para blanquear ese dinero ilícitamente adquirido, ni gastaron parte de él en comprar los servicios de prostitutas a las que además colocaban en empresas públicas o semipúblicas, sin obligación de hacer más trabajo que complacer a esos altos cargos.
Ni se puede acusar a Nixon de que él y sus compinches entraran a saco en el presupuesto nacional y se enriquecieran por tanto a costa del pueblo norteamericano mientras subían los impuestos sin siquiera tener en cuenta la alta tasa de inflación, que dejaba entre dos fuegos (impuestos e inflación) al sufrido contribuyente norteamericano. Pues bien, todos estos desafueros y delitos que Nixon no cometió, los cometió Sánchez medio siglo más tarde.
En ambos casos, sin embargo, se dio una descorazonadora indiferencia del electorado. En Estados Unidos, pese al descubrimiento y prisión de los espías asaltantes, Nixon ganó cómodamente las elecciones de noviembre. En la España de hoy, las encuestas no muestran un desplome del partido socialista, aunque sí una muy leve tendencia a la baja, junto a un desplome, eso sí, de su partido asociado Sumar. En conjunto, eso es cierto, de ser veraces las encuestas, la izquierda perdería el poder que de hecho ya no ostenta, a juzgar por sus repetidos fracasos en las votaciones de las Cortes.
En el caso del Watergate, el éxito electoral de Nixon se debió, sobre todo, a la falta de información y al desinterés de los votantes. Lo cierto es que los asaltantes detenidos tardaron algún tiempo en «cantar la Traviata», de modo que solo los muy interesados en política, entre los cuales me contaba yo, aunque fuera extranjero, eran conscientes del bloqueo sistemático de información relevante que el gobierno de Nixon fue capaz de imponer en los meses previos a las elecciones. La Traviata empezó a sonar poco después de estas y en cuestión de poco tiempo el público fue percatándose de las enormes mentiras que habían venido profiriendo el Gobierno y el Partido Republicano, las encuestas cambiaron y, aunque las elecciones ya habían pasado, el tono de la opinión se tornó muy hostil hacia el gobierno de Nixon, lo cual influyó en el Congreso. Ante la creciente posibilidad de una moción de censura (impeachment), Nixon dimitió en agosto de 1974.
«También habría mucho que decir sobre la invasión por el Gobierno de instituciones como el Constitucional, el Banco de España, el INE y tantos otros, en clara violación de la separación de poderes»
Habría mucho más que decir sobre los paralelos y las diferencias entre el Watergate y el Sánchezgate. La diferencia más clara me parece ser la gravedad y entidad mucho mayores del Sánchezgate. También habría mucho que decir sobre la invasión por el Gobierno de Sánchez de instituciones como el Tribunal Constitucional, el Banco de España, el Instituto Nacional de Estadística y tantos otros, en clara violación de la separación de poderes, requisito fundamental de la democracia, algo que Nixon apenas intentó. Pero estos y otros gravísimos atropellos al Estado de derecho por parte del Gobierno de Sánchez no están hoy sub iudice. Son escandalosos, deben ser contrarrestados, pero aún no forman parte del enorme embrollo del Sánchezgate. Otra clara diferencia entre este y el Watergate es que, mientras el Watergate concluyó hace medio siglo, el Sánchezgate sigue vivo y su fin es aún incierto.
Para terminar, manifestaré el deseo y la esperanza de que el Sánchezgate concluya como el Watergate. Esto significaría que los niveles éticos de España no son tan bajos como yo temía.