The Objective
Daniel Capó

Contra la amnesia general

«Hacemos mal al instrumentalizar políticamente la memoria, poniéndola al servicio del resentimiento identitario. Pero también nos equivocamos al borrarla»

Opinión
Contra la amnesia general

Muro de las lamentaciones en Jerusalén | Viktor Solomonik (Unsplash)

A finales de los años sesenta, Julián Marías visitó Israel por primera vez. Conocía someramente el país por un viaje anterior de 1933, cuando estaba bajo el  mandato británico de Palestina y no era aún un Estado. Le interesaba la densidad del tiempo, sus estratos cronológicos imbricados con el paisaje. La geografía, la historia, el presente y el futuro son también la consecuencia de la voluntad de los hombres, de su estructura social y económica, de su inteligencia aplicada; en definitiva, de su libertad. Se preguntaba, inquieto, si el pueblo judío, que había sido levadura de tantos otros pueblos en la diáspora durante dos mil años, sabría ser ahora masa en una sociedad nueva, más justa y más próspera.

A raíz de aquel viaje, escribió Israel: una resurrección, un librito que aún hoy tiene su interés. En sus primeras líneas se resume la intuición central del autor: «Yo creo que la fuerza del pueblo judío radica en su capacidad de desconsuelo». Es una idea sugestiva, en la que asoma otro concepto característico de la antigua Grecia: el de lo inolvidable, pero con matices quizás más cercanos a la ética y a la justicia. En sus memorias, el filósofo español ya observó que una de las debilidades principales del hombre es la capacidad de consolarse: «Siempre he sentido que la realidad se palpa cuando se ve que hay algunas cosas de las que es imposible consolarse».

Y, en lo que concierne al pueblo judío, insiste en que «el no haberse consolado nunca de la dispersión y la destrucción del Templo, de la pérdida de Jerusalén, ha conservado su identidad, le ha permitido seguir siendo, durante casi dos milenios, el mismo; ha hecho que sea, siglo tras siglo, no solo una fe, sino algo muy distinto: un pueblo. Los judíos de tantas generaciones se han sentido inconsolables de algo que nunca habían tenido… Se podría decir que el pueblo judío ha vivido desconsolado del futuro, del que le ha sido arrebatado y no ha llegado a vivir».

Sería fácil, al leer estas frases, caer en la confusión identitaria; pero Marías no lo hace. A él no le interesa el historial de agravios que se convierten en resentimiento. No le interesan las severas mitologías de los nacionalismos que se instrumentalizan con fines de exclusión étnica y cultural. La memoria del desconsuelo que subraya es más filosófica que política. Es una esperanza vigilante que persevera en el tiempo y no un resentimiento militante. Se trata de una diferencia sutil, pero decisiva: el resentimiento busca enemigos contra los que definirse; el desconsuelo, en cambio, pregunta qué perdimos para saber qué hemos de edificar. En este sentido, podríamos hablar de una categoría antropológica que liga nuestro pasado con el presente y a este con un proyecto vital, con un futuro compartido.

«Sin una memoria de lo inolvidable y sin una liturgia de lo inconsolable, ¿qué permanece de las naciones?»

Sin una memoria de lo inolvidable y sin una liturgia de lo inconsolable, ¿qué permanece de las naciones?, ¿el Estado del bienestar, unas políticas públicas exitosas, el peso de las instituciones y de las leyes? Es posible, pero dudo que todo esto sea suficiente. El hombre se ha entendido siempre a sí mismo a través de un relato. Lo necesita para saber quién es y adónde se dirige. Y, sin lo inconsolable, las sociedades tienden gradualmente a la amnesia y a la mera supervivencia, sin proyecto ni tarea histórica, sin raíces ni porvenir, sin solidaridad entre generaciones ni responsabilidad compartida.

Solos y aislados en un vacío histórico, los pueblos que dan la espalda a su pasado se sostienen durante un tiempo hasta que la indiferencia y la disolución cultural cumplen con su labor demoledora. Hacemos mal al instrumentalizar políticamente la memoria, poniéndola al servicio del resentimiento identitario. Pero también nos equivocamos al borrarla. La prueba  –lo sugiere Marías– se halla en la diáspora: el pueblo judío pervivió sin Estado durante dos mil años precisamente porque no se consoló. Esta puede ser también una lección para nosotros.

Publicidad