The Objective
José Luis González Quirós

La dignidad perdida

«Este Sánchez arrastrado ante el poder que le falta para garantizarse unos meses de presidencia sólo puede ser el líder de unos ciudadanos que se desprecien»

Opinión
La dignidad perdida

Ilustración de Alejandra Svriz.

Un tema recurrente en la literatura clásica es la contraposición entre la dignidad, o la virtud, y el poder. La palabra dignidad se usó con frecuencia, en el Quijote, por ejemplo, para designar una forma de aparecer en público, un hábito o vestimenta, y en ese contexto el contraste surgía entre la apariencia y la realidad, en hasta qué punto alguien podía confundir al público con su dignidad aparente sobre su vileza real.

Más tarde la idea se interioriza y la dignidad pasa a ser un atributo de la conciencia, no tanto una muestra aparente de la calidad de cualquier cargo, como una prueba del aprecio que cada cual siente por sí mismo, de modo que la dignidad pasa a ser un atributo universal, algo que nadie puede negar a nadie por principio, pero también algo que puede perderse cuando la conducta contradice lo que cabe esperar de su comportamiento. En una época en la que ya casi nadie se distingue por las vestimentas, la dignidad es un atributo que otorga la fama, no la fama efímera de los media sino el acuerdo general sobre que la conducta de la persona digna merece admiración y respeto.

Por mal que juzguemos a la época en que vivimos, y hay legiones de autores que se empeñan en vilipendiarla, no cabe dudar de que la mayoría de las personas prefieren ser dirigidas por gobernantes dignos, lo que en este contexto significa que harán aquello que prometieron hacer, que por personas que no lo son y eso implica que, por complejas que puedan ser las circunstancias, una enorme cantidad de votantes de izquierdas, como suelen denominarse, acabará por repudiar el voto que en algún momento otorgaron al PSOE y a Pedro Sánchez porque el actual presidente ha perdido el derecho a ser confiable, su dignidad, a chorros.

Si le quedaban a Sánchez algunos céntimos de dignidad los perdió cuando se fue a Cataluña a postrarse, literalmente, a los pies de Puigdemont confesando públicamente sus pecados y desobediencias ante el altísimo dirigente en la confianza de obtener su perdón. Este Sánchez arrastrado ante el poder que le falta para garantizarse unos meses de presidencia sólo puede ser el líder de un país masoquista, de unos ciudadanos que se desprecien, que no valoren en nada su propia dignidad y consientan en someterse a los dictados de un personaje que reside en Waterloo porque no se atreve a someterse a la ley común y exige un trato no ya excepcional sino a la medida de su augusta persona.

Alguien podrá pensar que lo que Sánchez pierde con esa humillación, una conducta que no puede ser fingida, en el conjunto de los votantes españoles, lo ganaría en Cataluña, pero, aparte de que la desproporción resulta evidente, parece indudable que, para desgracia de Sánchez, ni Puigdemont ni otros muchos catalanes parecen tan cándidos como para comprar el arrepentimiento de Sánchez, pues bien conocen su acreditadísima capacidad para hacer mañana lo contrario de lo que solemnemente proclama hoy.

«El inquilino de la Moncloa se afana extraordinariamente en hacer crecer la planta del fanatismo para ocultar sus vergüenzas»

No es la primera vez que Sánchez escupe contra el viento pensando que sus fieles le perdonarán la humillación vicaria que les endosa, entre otras cosas porque el inquilino de la Moncloa se afana extraordinariamente en hacer crecer la planta del fanatismo para ocultar sus vergüenzas, se trata, por el contrario, de un patrón de conducta que, dada su continuidad, no admitirá la excusa de un momento extraordinario de debilidad o de lamentable despiste. 

Los votantes de izquierda han asistido con estupor, por citar sólo algunos ejemplos, al abandono súbito de la defensa de los derechos de los saharauis por medio de una carta mal redactada por alguno de los asistentes de la corte alauita, sin que el autoproclamado gran líder de la mayoría progresista se haya dignado dar la menor de las razones que le podrían asistir para legitimar ese giro histórico en la diplomacia española. Tal vez sea esa la causa última por la que Sánchez se ha extremado en la cuestión de Gaza intentando avivar un fuego sobre el que había echado agua sucia en su torpe, estéril y cobarde sumisión al Sultán. Si así fuere, habría que añadir la miopía a la indignidad.

Creo que parte importante de las izquierdas decentes, no las que se cubren con ese marbete para abusar de las mujeres a su alcance, se sentirán también ofendidas con la desfachatez de Sánchez en los asuntos que no es que suenen a tolerancia con la corrupción, sino que resuenan todavía peor, en especial porque Sánchez consiguió su victoria inicial tras proclamar rotundamente ser una persona decente y negar esa condición esencial a su empequeñecido rival en ocasión tan notable.

La decencia es una de las cualidades que se exigen de la conducta de cualquiera que quiera seguir siendo considerado digno y en este punto Sánchez ha dado muestras suficientes de carecer de disculpas, no puede seguir afectando desconocer a la cuadrilla de incompetentes trincones, familiares o amicales, que nimban su efigie con una maloliente corona de mierda.

«Para mandar ha tenido que obedecer a Otegi y al PNV, a Rufián y a ERC, a cualquiera que tuviese un poder decisivo»

El sometimiento humilde a las peticiones más abusivas de Puigdemont supone la cúspide de una política general que se ha regido por una norma inflexible que Sánchez ha seguido con fidelidad perruna a lo largo de estos años de poder casi omnímodo si no fuera, en el fondo, por esa misma maldita regla que le ha obligado a someterse al dictado de las minorías más poderosas y mejor pertrechadas en perjuicio de los intereses más generales del conjunto de la Nación. Para mandar ha tenido que obedecer a Otegi y al PNV, a Rufián y a ERC, a cualquiera que tuviese un poder decisivo por minúsculamente representativo que fuere del interés general.

Como Sánchez es hábil y persistente puede que todavía consiga convencer a quienes desde la izquierda se avergüencen de su creciente indignidad con argumentos de trapería, pues de eso se trata su teoría de que para frenar a la derecha, que es lo mismo que la ultraderecha, pero más peligrosa que ella, hay que acabar en el derribo total del acuerdo constitucional de 1978 y hacer de una España unida y diversa pero solidaria una España distinta y desunida, una república confederal de la que él, o si no Zapatero a saber qué sería peor, acabase siendo presidente para que los enemigos de la España «franquista» gocen, por fin, de la libertad que les niega una ley común y unas instituciones en las que no siempre se decide lo que ellos dictan.

Las personas que han perdido cualquier dignidad suelen caracterizarse no porque sus conductas se adecúen a su conciencia, sino porque trabajan sin descanso hasta conseguir que su conciencia no moleste ni obstruya las malicias que le dicta su egoísmo, su interés y su indecencia. Hay que esperar que ese ejemplo tan rotundo de indignidad y desvergüenza no obtenga el menor respaldo electoral cuando llegue la hora, que llegará.

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