¿Por qué los jóvenes no votan a la ultraizquierda?
«Porque no les gusta que les traten como imbéciles. No compran relatos caducos. No se creen los problemas inventados por esta izquierda desnortada»

Jóvenes consultando sus móviles. | Freepik
Me van a permitir ser muy directo: porque no les gusta que les traten como imbéciles. No compran relatos caducos. No se creen los problemas inventados por esta izquierda desnortada. No es tan fácil engañarles como a los predigitales. No están anclados al siglo XX, a Gramsci, a Marx, a la lucha de clases, a la visión reduccionista y maniquea de la sociedad. Están hartos de escuchar discursos que no tienen nada que ver con su realidad percibida, con sus problemas reales.
La reacción de la izquierda, a través de todas sus antenas mediáticas y digitales, es intentar crear una sensación de emergencia política diciendo «los jóvenes votan a la ultraderecha» que, como saben, ultraderecha son todos aquellos a los que Podemos etiquetan de subversivo, a los que dicen que hay que «reventar» (quién sabe qué acepción interpretar del uso de ese verbo en política, la historia nos da ejemplos preocupantes). La reacción es tratar de invertir la carga de la prueba.
Durante años se ha repetido un cliché cómodo: «Los jóvenes son de izquierdas, cuanto más radical mejor; luego, con la hipoteca y los niños, se vuelven moderados». Era una narrativa funcional para una cierta izquierda: bastaba con esperar a que la siguiente generación pasara por la universidad, se indignara un poco y votara disciplinadamente a quien prometiera revolución en prime time.
Ese ciclo se ha roto. Las urnas lo dicen sin necesidad de entrar en porcentajes finos: la ultraizquierda pierde voto joven, pierde capacidad de arrastre, pierde credibilidad. Y, como ocurre siempre que una Iglesia pierde fieles, la tentación es culpar al feligrés: «Son hedonistas, individualistas, víctimas del algoritmo, fascistas en zapatillas, adoctrinados por un franquismo sociológico que se esconde en todas las esquinas». Es más incómodo aceptar la pregunta real: ¿Y si el problema no fueran ellos, sino el relato que se les ofrece? ¿Y si el problema fuese que tenemos la izquierda progresista más conservadora y nostálgica de la historia?
La generación posdigital —la que ha crecido con un móvil en la mano y una crisis a la vuelta de cada esquina— vive en una realidad mucho más dura y compleja de lo que sugerían los viejos panfletos revolucionarios. Saben que el alquiler se come la nómina, que el empleo es frágil, que la promesa de ascenso social se ha estrechado. Pero también saben algo incómodo para la ultraizquierda: que nadie les va a regalar una vida. Que su supervivencia pasa por combinar estudios con trabajos precarios, por aprender a programar mientras hacen de riders, por inventarse oficios que no existen todavía.
«Para pánico de la izquierda, son una generación que se moviliza sin necesidad de una ‘vanguardia’ que los tutele»
Saben que el problema no es discernir si hay 50 o 2.000 tipos de género, ni un «heteropatriarcado» en forma de eslogan, ni la existencia de una especie de «liga de las sombras» fascista que les manipula, ni esta especie de proyecto charocrático que les quieren vender. No. Su realidad es mucho más pegada al terreno. Y, para pánico y terror de la izquierda, son una generación que se moviliza sin necesidad de una «vanguardia» que los tutele o los pastoree, lo vimos en la dana, ver a los jóvenes ayudando a sus vecinos es una imagen de orgullo de país, dónde no había Estado, había acción, compromiso y corazón.
Aquí vemos la primera fractura. La ultraizquierda (y la izquierda) sigue hablándoles como si fueran sujetos pasivos a los que hay que «proteger» del malvado mercado, de los discursos «de odio», de la frustración, de la propia realidad. Les ofrece una mezcla de victimismo, subsidio y tutela moral. Les dice, en el fondo: «No puedes solo, Papá Estado pensará por ti, hablará por ti, se ofenderá por ti, te castigará cuando te portes mal, hará escarnio público contigo si no te comportas, te reeducará si has envilecido tu mente con propaganda heteropatriarcal capitalista».
Pero los jóvenes que han tenido que sobrevivir en la intemperie poscrisis no quieren ser menores tutelados. Quieren herramientas, no excusas; oportunidades, no coartadas. Entienden que el mundo es injusto, sí, pero también intuyen que la única salida digna pasa por aumentar su capacidad de decisión, no por reducirla. Cuando la ultraizquierda les promete un colchón infinito a cambio de obediencia ideológica, escuchan otra cosa: «Resígnate a no construir nada propio; renuncia a la ambición, al mérito, al riesgo».
La segunda fractura es cultural. La ultraizquierda sigue anclada en un repertorio simbólico del siglo XX: lucha de clases en blanco y negro, consignas de facultad, eslóganes de ONG global. Mientras tanto, la vida de un chico de 20 años ocurre en un ecosistema de Twitch, TikTok, videojuegos, microemprendimientos, identidades híbridas y contradicciones cotidianas.
«No es que esta generación sea ‘menos solidaria’; es que detecta muy rápido la impostura»
No es que esta generación sea «menos solidaria»; es que detecta muy rápido la impostura. El joven que ve a un dirigente denunciando el capitalismo desde un ministerio, que escucha sermones sobre decrecimiento pronunciados desde un coche oficial, entiende enseguida que está ante una liturgia vacía. Sabe que puede haber cambio climático, y que hay precariedad y soledad, pero también ve cómo ciertos problemas se convierten en excusa para ampliar burocracias, controlar el lenguaje o blindar pequeños feudos de poder. Esa operación le resulta, como mínimo, sospechosa.
Aquí entra un rasgo generacional clave: el radar antibulo. No el que se legisla desde arriba, sino el que se fabrica abajo, en chats y memes. La generación posdigital vive rodeada de desinformación, pero también ha desarrollado una inmunidad irónica: compara fuentes, se ríe de las consignas, desmonta clips manipulados, scrinea el discurso oficial como si fuese otro contenido más. Y cuando la ultraizquierda pretende monopolizar la verdad científica, moral y política al mismo tiempo, suena menos a pensamiento crítico que a catecismo. Los posdigitales detectan a kilómetros los intentos de manipulación, tienen demasiadas ventanas al mundo para comparar el discurso con su realidad, esa asimetría es letal para los que aún siguen anclados al siglo XX. El cambio es ontológico y estructural.
La tercera fractura es moral. Buena parte de la ultraizquierda ha abrazado un discurso que convierte a las personas en agregados de identidades victimizadas: eres joven, precario, mujer, migrante, queer, cualquier interseccionalidad que se les ocurra y, por tanto, el mundo te debe algo y quien lo ponga en duda es un enemigo no un adversario. A primera vista puede parecer un gesto de protección; en la práctica, es una forma sofisticada de control, de cosificación y destrucción de la individualidad. Si todo lo malo que te pasa es culpa de «el sistema», no hay nada que puedas hacer salvo esperar y apoyar a la revolución o mendigar el próximo subsidio.
Los jóvenes no se han vuelto conservadores en el sentido clásico; se han vuelto alérgicos a la desmeritocracia. Pueden aceptar impuestos, regulación y Estado del bienestar, pero no un sistema que convierte la renuncia en virtud y la ambición en pecado. La ultraizquierda les habla de redistribución sin crear riqueza, de derechos sin deberes, de seguridad sin riesgo. Ellos viven exactamente lo contrario en su día a día: saben que, si no aprenden, si no se mueven, si no prueban, se quedan fuera.
«Una parte importante de esta generación ni siquiera se siente representada por el eje izquierda-derecha»
¿Significa todo esto que los jóvenes se han desplazado masivamente hacia la derecha? No necesariamente. Muchos no votan a la ultraizquierda porque la perciben como una izquierda envejecida, moralista y burocrática, no porque hayan comprado el paquete completo de la derecha clásica. De hecho, una parte importante de esta generación ni siquiera se siente representada por el eje izquierda-derecha: se reconocen más en la oposición entre infantilismo y responsabilidad, entre postureo y autenticidad, entre relato y realidad.
El problema de fondo no es que los jóvenes no voten a la ultraizquierda; es que una parte de la izquierda, acostumbrada a la masa predigital fácilmente manipulable, ha renunciado a tratarles como sujetos maduros. Ha preferido el camino rápido del eslogan, del enemigo abstracto, del identitarismo, antes que el esforzado trabajo de ofrecerles un horizonte exigente: estudiar más, trabajar mejor, crear empresas, innovar, equivocarse, rehacer la biografía varias veces, participar en la vida pública sin convertirla en una guerra de santos contra demonios.
Tal vez la verdadera línea de fractura política del próximo ciclo no será entre izquierda y derecha, sino entre quienes se empeñan en infantilizar a las nuevas generaciones y quienes decidan apostar por ellas como la única fuerza capaz de reconstruir un país cansado. Los primeros seguirán prometiendo consuelos simbólicos y subsidios temporales. Los segundos tendrán que hacer algo mucho más difícil: decirles la verdad.
Cuando aparezca una propuesta política que se atreva a hablar así a la generación posdigital —sin gritar, sin sermonear, sin tratarles como menores eternos— veremos algo interesante: no será necesario preguntar por qué los jóvenes no votan a la ultraizquierda. La pregunta, más bien, será qué fue de aquella izquierda que decidió dejar de hablar con ellos y empezó a hablar solo de ellos.