Renacimiento o desintegración
«La gran incógnita es si seremos capaces de forjar una mayoría que prefiera ser protagonista de su destino a seguir siendo comparsa de su propia ruina»

Quema de una bandera de España.
España discurre hoy en dos planos que se cruzan sin apenas rozarse. El primero, ruidoso y agotador, es el de la política inmediata: la deriva institucional desatada por un presidente que ha optado por echarse al monte, respaldado por una mayoría parlamentaria cuyos intereses chocan frontalmente con los del país.
A ese plano se suma el viejo cáncer del secesionismo, una maquinaria tribal y etnicista que disfraza de liberación lo que no es más que un negocio para oligarquías provincianas con ansias de impunidad.
El primer plano es el de la España política instalada en el sobresalto permanente: autos judiciales, maniobras en las cloacas del poder, coacciones y chantajes, corrupción, mentiras sistemáticas y relatos urdidos para justificar lo injustificable. No cabe duda de que ese plano importa, porque socava los pilares del Estado de derecho y nos empuja a la división y el enfrentamiento.
Pero sería un error grave creer que ahí se acaba el drama. Esa es la superficie, la espuma de la urgencia. En las profundidades, la mar de fondo acumula una energía devastadora. Ahí, sumergido, se localiza el segundo plano, el de la crisis estructural que no estalla con estruendo, que no rompe de golpe, sino que erosiona sin pausa.
La crisis política desatada por el sanchismo podría resolverse en meses, quién sabe si en semanas; la crisis social, en cambio, exige una reconstrucción intensa, paciente y prolongada.
«Lo que está en juego no es un mero ciclo electoral, sino la continuidad o la disolución de una de las naciones más antiguas de Europa»
Ortega advirtió hace casi un siglo: «España es el problema y Europa la solución». Hoy España es el problema y solo España puede ser la solución, porque la Europa de Ortega dista mucho de la actual. Quizá por eso se habla poco de ese otro plano: porque obliga a mirarse al espejo y asumir que lo que está en juego no es un mero ciclo electoral, sino la continuidad o la disolución de una de las naciones más antiguas de Europa.
Este segundo frente no se libra en los despachos: se libra en el día a día de las familias. La vida ordinaria se ha puesto extraordinariamente cuesta arriba. El precio de la vivienda —por encima de los 2.600 euros el metro cuadrado en muchas zonas— no es solo un indicador económico: es un muro infranqueable levantado entre generaciones. Una barrera que impide a los jóvenes siquiera imaginar la propiedad de un hogar sin hipotecarse en esta vida y la siguiente. Lo cual es imposible.
¿Cuándo decidimos que formar un hogar dejaba de ser el punto de partida natural de la edad adulta para convertirse en un lujo inalcanzable? No hablamos de una «crisis de vivienda» abstracta y sectorial, sino de una crisis compleja y muy real que condena a una generación al letargo existencial. Quien no puede independizarse difícilmente hace planes de futuro; quien vive al día rara vez se atreve a comprometerse y tener hijos; quien carece de horizonte patrimonial solo puede aspirar a vivir con angustia el final de cada mes.
Con 318.000 nacimientos en 2024 y una tasa de fertilidad de 1,10 hijos por mujer, España es ya un país donde las cunas vacías se imponen a las promesas de futuro. Llevamos seis años consecutivos enterrando a más españoles de los que nacen; el reloj demográfico ha invertido su marcha y retrocede a gran velocidad. Hay quien dice con sorna que en los países modernos la natalidad cae porque los jóvenes prefieren tener perro a tener hijos. Al fin y al cabo, el perro es más barato y se le puede abandonar. Pero pronto no alcanzará ni para un perro.
«El espejismo del crecimiento se nutre de factores externos mientras la productividad retrocede y la competitividad se desploma»
Sobre el hundimiento demográfico se sostiene una economía que lleva demasiado tiempo enmascarando sus debilidades. El espejismo del crecimiento se nutre de factores externos —fondos europeos, presión fiscal abusiva, recaudación inflada por no deflactar el IRPF, depredación administrativa, un pluriempleo forzado que disfraza de repunte laboral la necesidad de sumar varios sueldos para llegar a fin de mes— mientras la productividad retrocede y la competitividad se desploma.
La imagen es crudísima: una sociedad que respira cada vez más agitadamente para obtener cada vez menos aire. Las empresas apenas se mantienen, los autónomos se ahogan, los trabajadores renuncian a cualquier aspiración entregándose a la economía del esfuerzo mínimo.
España se ha cargado de lastres: regulación asfixiante, costes laborales desbocados que no se traducen en mejores salarios, una maraña fiscal que castiga al que intenta prosperar y tolera —incluso premia— al que se conforma con malvivir.
La propaganda pretende que confundamos el ruido de la máquina con la potencia verdadera del motor. España recauda más y gasta más, pero no es más próspera; al contrario, se empobrece. Uno de cada tres empleos creados en los últimos años ha ido a parar al sector público, mientras el gasto estatal y autonómico alcanza cotas que harían sonrojar a un sátrapa caribeño.
«Formamos talento que emigra atraído por países que ofrecen lo que aquí se niega: salarios decentes, proyectos, estabilidad»
La Administración se expande depredando a quienes la sostienen. La economía privada ya no compite solo con el extranjero: compite con el propio Estado y sus metástasis por el espacio, por los recursos y por la mera supervivencia.
A esto se suma la pérdida acelerada de conocimiento y la creciente dificultad para desarrollar tecnología e industria en suelo español. Formamos talento que emigra atraído por países que ofrecen lo que aquí se niega: salarios decentes, proyectos ambiciosos, estabilidad normativa, reconocimiento.
Ingenieros, médicos, investigadores, técnicos y especialistas de sectores clave contemplan su futuro lejos de aquí. No hablamos de la clásica fuga de cerebros: es algo más profundo y extenso, un vaciado general de conocimientos y habilidades. El desangramiento de un país que ha decidido despreciar su capital humano. Las palabras de Unamuno, «¡Que inventen ellos!», llevadas a sus últimas consecuencias.
En el centro, un sistema educativo que ha abdicado de su misión: enseñar. Se ha sustituido la exigencia por la retórica buenista, el esfuerzo por la jerga pedagógica, la transmisión de conocimiento por el igualitarismo mal entendido. En nombre de una igualdad impostada, se rebajan los estándares y se devalúan los títulos. No se impulsa a los jóvenes hacia arriba: se los nivela hacia abajo. La escuela y la universidad han dejado de ser el ascensor social para convertirse en fábricas de zombis.
«Ningún Estado de bienestar puede sostenerse si una parte creciente de sus habitantes recibe más de lo que aporta»
Pero hay que decirlo todo, sin dejar nada en el tintero.
A este modelo incompatible con la supervivencia se suma la inmigración masiva, descontrolada y poco o nada cualificada. La realidad es obstinada: ningún Estado de bienestar puede sostenerse si una parte creciente de sus habitantes recibe más de lo que aporta. No es falta de humanidad; es aritmética. Incluso los países escandinavos —antaño paraísos de la integración— han cerrado la puerta y han pedido perdón por haberla abierto de más. España acoge sin integrar, promete sin calcular y deja expedita la entrada sin haber ordenado antes la casa. Así, lo que en un país ordenado ya resulta extremadamente problemático, aquí se convierte en una mezcla explosiva.
Qué decir de la transición energética abordada como consigna ideológica: se cierran centrales nucleares, se demonizan tecnologías por puro prejuicio, se encarece la luz en nombre de un futuro cien por cien inmaculado, cien por cien imposible. Vamos a salvar el planeta dejando España a oscuras.
El cuadro es demoledor, pero hay que pintarlo en toda su crudeza. España no está «un poco peor» que hace 20 años; ha entrado en una fase decisiva que no tiene por qué terminar en elegía. Cada una de las bombas de relojería —vivienda, natalidad, productividad, energía, educación, inmigración, pensiones— puede dar paso a una ventana de oportunidad si se desactivan con inteligencia.
«Una legislación que libere a empresas y trabajadores de trabas absurdas podría devolvernos a la senda del crecimiento»
Un país donde los jóvenes puedan acceder a la vivienda y escapar de la precariedad perpetua probablemente sería un país donde el drama de la natalidad dejaría de ser tan sombrío.
Una legislación que libere a empresas y trabajadores de trabas absurdas, que ofrezca seguridad jurídica y aligere la carga fiscal, podría devolvernos a la senda del crecimiento y la prosperidad.
Un sistema educativo que recupere el respeto por el conocimiento, que apoye a los que enseñan en lugar de adoctrinar, que incentive el esfuerzo y no la igualdad en la ignorancia, podría ser la base de un renacimiento intelectual y productivo.
Un modelo energético que combine con sensatez renovables, nuclear y las demás fuentes disponibles —sin prejuicios ideológicos— no sería un salto al vacío, sino un gran paso hacia adelante.
«El final gris o el renacimiento no dependen del tamaño de los problemas, sino de la voluntad de sumar»
Una política migratoria selectiva, realista y exigente podría transformar lo que promete convertirse en un gravísimo problema en un factor de dinamismo.
España ya hizo lo imposible una vez: plantarse en medio mundo con una mano delante y otra detrás. Si fuimos capaces de aquello con carabelas, debería ser mucho más fácil con 5G.
El final gris o el renacimiento no dependen del tamaño de los problemas, sino de la voluntad de sumar. Sumar verdad, primero: llamar a las cosas por su nombre, aunque duela. Sumar voluntades, después: políticos dispuestos a dejar de pensar solo en sí mismos; funcionarios que entienden que su lealtad es a la ley y al interés general; empresarios que asumen riesgos más allá de los renglones torcidos del BOE; maestros que curten los mimbres del futuro; periodistas que no sirven a consignas; ciudadanos que deciden dejar de ser espectadores indignados para convertirse en protagonistas exigentes.
La desintegración no está escrita. El renacimiento tampoco. La gran incógnita no es si tenemos talento, recursos o historia. Los tenemos. La gran incógnita es si seremos capaces de forjar una mayoría que prefiera ser protagonista de su destino a seguir siendo comparsa de su propia ruina.