Las parcas
«Ahora son las grandes madres del funcionariado las que dictan las leyes del deseo femenino y las que ponen castigos y recluyen a las hembras que no les obedecen»

Detalle de 'Las parcas', de Francisco de Goya y Lucientes. | Wikimedia Commons
Lo cierto e indudable es que Catherine carecía de atractivo físico. No era una mujer fea, para eso están los millones de su padre, ella es elegante y goza de un carácter dócil y encantador. Otro punto indudable es que no tiene un pelo de tonta. Se conoce a sí misma, conoce a su padre, el severo doctor que vive en un palacete de Washington Square, y sabe de sobras quién se le acerca a ella y quién no y por qué. En ningún momento se engaña.
Y esa es la agudeza de la historia, la que va a lo más profundo de las mujeres sin mucha gracia física, pero evidentes cualidades mentales. Ella, que es mucho más inteligente que su padre y que su pretendiente, entiende a la perfección por qué le hace caso el joven y atractivo Morris Townsend, pero, lo que es más interesante, entiende también que no trata de engañarla. Es ciertamente un negocio entre gente con la conciencia limpia y modos civilizados. Yo te estoy ofreciendo esto y tú sabes que lo ofrezco a cambio de aquello que tú tienes de sobras y yo nunca podré tener.
Y tal es el dramático momento en el que interviene el severo doctor y amante padre de Catherine, el cual ha visto cómo se iba aproximando el taimado Townsend y se ve en la obligación de advertir a su hija sobre las malas intenciones del cazador de fortunas. Por su bien, evidentemente: los padres y sus simulacros siempre actúan por el bien de las niñas. Sin embargo, las respuestas de Catherine a su padre son tan admirables que cuesta creer que sean conscientes. De hecho, es muy posible que se esté haciendo la tonta, pero ¿por qué? ¿Qué está escondiendo la rica heredera? ¿Por qué rechaza la opinión de su padre?
Finalmente, el padre, vencido por el lado de la Naturaleza, se encara con el refinado y astuto Townsend y en un portentoso intercambio que sólo alguien con el talento de Henry James ha podido concebir llegan a un entendimiento, que no a un acuerdo. Ambos se engañan y se dicen la verdad con formas perfectas. El padre queda aterrorizado ante la sinceridad del seductor, pero Townsend no cede ni un centímetro porque confía en la naturaleza sana y fuerte de Catherine.
Ya hacia la conclusión del relato también habrá un escalofriante intercambio entre la joven heredera y el busca vidas, a cuál más clarividente y astuto. El lector se queda pasmado en ese abismo dramático de intensidad trágica. A estas alturas, el lector ya se ha golpeado la frente y ha exclamado, «¡Pero, por Dios, si ella lo sabe todo perfectamente!», y comienza a ver una nueva y abismal lucha, la de la hija contra el padre, otro conflicto amoroso de distinta naturaleza.
«Los moralistas no pueden aceptar la complejidad de la sexualidad femenina sin aprovecharla para sus fines»
No se trata de desgarrar el final del relato porque es indiferente: lo asombroso de la literatura, su inmortalidad, es que pone de manifiesto aspectos de nuestra vida que habíamos dejado en la oscuridad por pereza, por inercia, por cobardía, por estupidez. Así que nos descubrimos a nosotros mismos gritándole al padre: «¡Pero déjala en paz, la estás destruyendo!» Simplemente porque no es fácil para ningún varón aceptar la complejidad del deseo en las mujeres. Y el orgullo del padre no puede admitir algo tan simple como que le puede comprar a su hija todo cuanto esta desee, sea lo que sea, si ella lo pide, y que la muchacha no espera nada más. Del mismo modo que Catherine no se sentiría comprendida y sufriría una horrible culpabilidad si actuara en contra de la dignidad familiar y social. Y ese es un punto innegociable.
En resumidas cuentas, en este relato conocemos buena parte del fracaso de nuestra sociedad actual. Han desaparecido los padres tiránicos del escenario casi por completo, o han sido ridiculizados, pero han hecho su aparición los simulacros. Las herederas de los tiranos antiguos son ahora las grandes madres del funcionariado, las Parcas, las que tienen entre sus huesudas manos los hilos de la vida de las mujeres y pertenecen a la administración del Estado.
Ahora son ellas las que dictan las leyes del deseo femenino y las que ponen castigos y recluyen en conventos a las hembras que no les obedecen, ellas son las que ordenan cuántos hijos han de tener, cuándo los han de raptar, cómo deben vivir su sexualidad, y así sucesivamente. Llevan muchos nombres, aunque el más conocido entre nosotros sea el de «Ministerio de Igualdad» que oculta una segunda parte: «… de igualdad con nosotras, las dueñas del sexo femenino, las grandes madres tiránicas del Estado». Porque si no eres como ellas, te aplastarán.
Es muy duro, para gente tan orgullosa como los antiguos Padres tiránicos y las modernas Madres progresistas aceptar que sus súbditas les digan: «¡Naturalmente que viene por mi dinero! ¡Pero mi cuerpo lo agradece exactamente igual!» Y les mande taparse la boca con los harapos de su ideología. Y esto es insoportable para las Parcas, simplemente porque los moralistas no pueden aceptar la complejidad de la sexualidad femenina sin aprovecharla para sus fines. Si asumieran la complejidad por sí misma, no podrían gobernar desde un ministerio. Y entonces, ¿qué harían ellas con sus huesudas manos y su tiránico control?