Peor que en el 96
«Los electores socialistas aceptan toda corrupción legal o moral de un miembro de su iglesia. Siguen votando a ‘los suyos’ para mantener su risible superioridad moral»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Algunos socialistas embozados afirman que están peor que en 1996, cuando el PSOE nos regalaba cada día un escándalo nuevo de corrupción. No lo dicen porque su partido esté dejando el país hecho trizas y les avergüence, con una desafección política en aumento y unos rupturistas envalentonados. Lo confiesan porque temen que tanta basura tenga repercusión en las urnas, y que los electores dejen al Partido Socialista con 60 diputados. No hay responsabilidad ni verdadero patriotismo, sino miedo a que se hunda «la PSOE», esa empresa da de comer a tanta gente sin oficio ni beneficio.
Quizá no deban tener tanto pánico a que naufrague el negocio. El PSOE perdió las elecciones de 1996 por una cantidad minúscula de votos. El PP de Aznar llegó al poder de puro milagro pese a los escandalosos casos de corrupción del felipismo. Los electores socialistas apenas se movieron en las elecciones generales, casi como hoy, haciendo que las similitudes sean alarmantes.
En aquel entonces fue crucial el papel de la prensa libre. Era un bombardeo diario. Las portadas de los periódicos y una multitud de programas de radio y televisión no paraban de informar y denunciar la corrupción: Filesa, Ibercorp, Time Export, Mariano Rubio, la Cruz Roja, Renfe, el hermano de Alfonso Guerra, y tantos otros. En aquellos días, el PSOE desautorizaba a esos periodistas llamándolos el «sindicato amarillo» al servicio de la derecha, como hoy el sanchismo habla de «pseudomedios» y «bulos» en beneficio de la «derecha y la ultraderecha». Parecía que robar a los huérfanos de la Guardia Civil o a través del BOE y de otras empresas públicas, o incluso montar una banda terrorista con fondos públicos como los GAL, era poca cosa. Recuerdo a votantes socialistas que celebraban los atentados del GAL como hoy aplauden el acuerdo del PSOE con Bildu.
Felipe González era intocable en esos días. Le llamaban «Dios» y «Number One» como hoy llaman a Sánchez el «puto amo» o «el guapo». Ese PSOE había sufrido la batalla del guerrismo con el cainismo propio de una empresa política que se disputa internamente, a cara de perro, cargos y presupuestos. El felipismo ganó y lo fue todo. Realizó una reconversión industrial a contrapelo de UGT, privatizó 80 empresas públicas cuando poco antes hablaba de socialismo autogestionario y marxismo, e hizo que España entrara en la OTAN.
Nada de esto hizo dudar lo suficiente al electorado «progre» ni a los que aspiraban a codearse con la beautiful people. Sus votantes prefirieron a sus corruptos y «traidores» antes que la abstención o votar a la oposición. Hasta resucitaron entonces a Franco para usarlo contra el PP, y en la última campaña electoral del felipismo pusieron al PP de Aznar como a un dóberman fascista que iba a devolvernos a la sociedad del nacionalcatolicismo.
«El felipismo fue un régimen que creó una mentalidad que sobrevive con mucha eficacia. Su pilar es el patriotismo de partido»
Ese PSOE del 96 siguió contando con los de siempre: el mundo de la cultura y de la subvención, el académico y escolar y, por supuesto, con los periodistas afines. El felipismo fue un régimen que creó una mentalidad que sobrevive con mucha eficacia. Su pilar es el patriotismo de partido. El éxito radicó en convertir al PSOE en una organización de culto. Lo santificaron como si jamás cometiera pecados de corrupción o carnales, ni pudiera ser criticado, porque su sola presencia nos salva a todos.
La ascensión a los altares del PSOE hizo que sus dirigentes se creyeran por encima de la moral y de la ley. De ahí el que cualquier desgraciado con cargo interno creyera que podía robar o ser un agresor sexual con sus compañeras sin que pasara nada. La pertenencia al PSOE sacralizado les convertía en intocables, porque si se denunciaba, la iglesia socialista sería la perjudicada. Lo mismo ha ocurrido con la corrupción individual o la financiación irregular del partido. Si todo quedaba en casa era como si no pasara.
Esta perturbación mental trascendió a sus votantes, enganchados a la disonancia cognitiva que suministra dopamina a sus cerebros para encontrar la paz. El resultado es mágico porque jamás se equivocan ni tienen responsabilidad. Por eso Pedro Sánchez ni María Jesús Montero aseguran desconocer a sus colaboradores estrechos cuando se descubre su corrupción, y su electorado se lo cree. Pasan de ser entrañables amigos íntimos a «esos señores de los que usted me habla», y cuela.
La perturbación ha pasado del PSOE a los electores socialistas, que aceptan cualquier corrupción legal o moral de un miembro de su iglesia. No solo eso: la justifican, la blanquean, y siguen votando a «los suyos» para mantener su risible superioridad moral. Pero tiene un lado oscuro para la democracia: esta anomalía les convierte en imbatibles, haciendo que la derecha no gane las elecciones salvo milagro o por una puñetera carambola.