The Objective
Pablo de Lora

Los pobres también deben

«La ley de segunda oportunidad es una de esas normas promulgadas en los últimos tiempos, que, plagadas de buenas intenciones, tienen efectos contraproducentes»

Opinión
Los pobres también deben

Ilustración de Alejandra Svriz.

Uno de los programas televisivos que más me fascinaba en mi infancia se titulaba La segunda oportunidad. En realidad, no era el programa en sí lo que me prendía a la televisión sino su cabecera. Con una música de fondo trepidante aparecía a toda velocidad un flamante deportivo —un Daimler XJ Mk.I— por una carretera desierta, en la que, tras una curva se extendía una larga recta en medio de la cual se erigía una piedra enorme. Lejos de disminuir la velocidad, el coche se estampaba violentamente y ese impacto brutal se repetía a cámara lenta y desde distintos ángulos. Entonces, una voz en off apuntaba el leitmotiv del programa, el manido: «El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra». En ese momento se rebobinaba la escena y el coche disponía de una segunda oportunidad al enfilar la recta, oportunidad que era aprovechada en una hábil maniobra esquivando la piedra. Se había aprendido la lección. A continuación, de la mano del legendario Paco Costas, se instruía al temerario españolito a comportarse más prudentemente al volante.

Desgraciadamente, en la vida real la moviola no siempre está disponible, aunque a veces sí. Es el caso de la asunción de riesgos financieros, inevitables en sociedades prósperas en las que tiene sentido articular mecanismos para conceder segundas oportunidades a quienes sufrieron infortunios en sus empresas, o, al menos, ayudarles a recomponerse (reestructurarse, que se dice en la jerga del ramo). Y no solo por sentido mínimo de compasión cristiana o de mera humanidad, sino también por razones prudenciales, de eficiencia económica: aferrarse a un absolutismo deontológico del tipo «páguese lo que se deba aunque perezca el mundo» puede ser un muy mal plan para todos. Por decirlo a la pata la llana y en corto, se trata de hacer posible el estado de cosas en el que se maximiza el número de acreedores que podrán decir: «Más vale pájaro en mano que ciento volando». Como también se afirma con brocardo eficaz: «Cuando alguien debe 10 euros tiene un problema; cuando debe 1.000 millones lo tenemos todos».

Sobre ese fundamento, entre otros varios, se edifica el Derecho concursal, ese sector del ordenamiento que, mediante un conjunto de instituciones, principios, reglas y procedimientos, regula la quiebra de las empresas. Pues bien, ese régimen recientemente se ha extendido en España a las personas físicas mediante una reforma fechada en 2022 que es conocida como «ley de segunda oportunidad». Sobre ella ha escrito un estimulante ensayo el fino jurista y juez Álvaro Lobato (El mito de la segunda oportunidad, Almuzara, 2025).

Lobato sitúa esta reforma en el gran santoral de piezas legislativas promulgadas en los últimos tiempos, que, plagadas de buenas intenciones, tienen efectos contraproducentes, o mal medidos; tanto desde el punto del perjuicio al sistema económico en su conjunto —la disponibilidad del crédito para grandes capas de la población— como de la justicia.

Por encima de los detalles técnicos, las razones son asequibles para cualquiera, en especial si el cabotaje en esos acantilados conceptuales y normativos se hace de la mano de Lobato. La ley de segunda oportunidad permite a ciertos deudores la exoneración de sus deudas, salvo excepciones muy tasadas y sin discriminar por el tipo de gasto en el que se incurrió o para el que se solicitó el préstamo.

«Basta haber tenido ‘buena fe’ al solicitar y ver concedido el préstamo, y superar una tramitación que acredite la insolvencia»

El mecanismo es el de la EPI —«Exoneración del Pasivo Insolvente», en la jerigonza de la ley— un procedimiento expeditivo, pues se trata de un «concurso sin masa» (algo así como una pizza sin base), es decir sin activos con los que el deudor pueda responder. Basta para ello haber tenido «buena fe» a la hora de solicitar y ver concedido el préstamo, y superar una tramitación documental que acredite la insolvencia y otros extremos de la situación financiera (nivel de ingresos, cargas, etc.) del deudor, de lo cual se encargan las decenas de «despachos» y plataformas que con ese objeto han proliferado desde la entrada en vigor de la ley, y por lo que cobran sus correspondientes tarifas y comisiones. Toda una pujante industria de la indulgencia financiera aupada con los reclamos publicitarios de Los Morancos y Bertín Osborne y la apelación a una cartera de valores seguros y relatos ganadores por almidonados entre los que destaca la virtud de poder «reinventarse», «empezar de nuevo», «caminar juntos sin dejar a nadie atrás», etc.

El diablo, pues, se esconde en los detalles de la buena fe alegada y supuestamente comprobable, pero los datos que proporciona Lobato relativos al número de EPIS concedidas muestran que es rarísimo localizarlo: del 90% en el 2023 hemos pasado al 96% en 2024 y a una proyección del 98% para este año 2025 (más o menos como el porcentaje de «aprobados» para el acceso a la Universidad). Una media de 50.000 euros de exoneración por solicitante para un total de 2.500 millones de euros de condonación.

A todo ello coadyuva una pléyade de factores que Lobato disecciona con la precisión del patólogo. El primero, y frente a lo que nos muestra el régimen que se ha implantado en otros países, la decisión de nuestro pastoral legislador de «no permitir entrar a valorar» para qué consumos se solicitó el préstamo. Añadan una negligente o temeraria laxitud en el juzgador a la hora de interpretar la noción de imprudencia o temeridad financiera —si se admite el retruécano— que conduce frecuentemente a «sobreponderar», o ponderar sin más las «necesidades» del deudor con los niveles de endeudamiento asumidos, y no con los niveles de ingresos que hacían ex ante desaconsejable el crédito adquirido. Sumen al cóctel los sesgos del juzgador, su carga de trabajo y un ethos no precisamente dispuesto a reprochar al pródigo, al incumplidor, al chorizo, al pillo y al rufián, y más si la cosa va supuestamente «contra la banca». Qué les voy a contar.

Lobato combina con amenidad la ejemplificación macro y lo micro, los datos y estadísticas pertinentes y las historias dramáticas de quienes se endeudaron imprudentemente. Y es que la recreación, convenientemente anonimizada, de algunos expedientes produce escalofríos: con ingresos mensuales netos que frisan los 1.500 euros anuales, se pagan ocios peligrosos, coches de alta gama, televisores de muchas pulgadas, vacaciones de ensueño, prostitución y juego. Qué les voy a contar. Algún malévolo conocedor de la terminología filosófico-política lo llamaría «igualitarismo de la fortuna». Financiada, claro. El riesgo moral, esto es, la posibilidad de que cunda el (mal) ejemplo es obvio y obviamente desastroso para ese interés general que tanto se cacarea y al que tan escasamente se propende llegado el momento.

«La propia ley de segunda oportunidad limita a 10.000 euros la exoneración frente a la Hacienda Pública y la Seguridad Social»

Si, de acuerdo con el análisis de Lobato la inmensa mayoría de esas exoneraciones lo son de deudas imprudentes o temerarias, urge preguntar: ¿quién acaba pagando los platos rotos? Y me temo que la respuesta no puede ser otra que la que acostumbra a repetir Carlos Rodríguez Braun: «Usted, señora, usted…».

La banca nunca pierde, que dice también con verdad el adagio popular; el Estado mantiene créditos privilegiados y la propia ley de segunda oportunidad limita a 10.000 euros la exoneración frente a la Hacienda Pública y la Seguridad Social. Así que no nos quedan más que usted, yo, la señora de Rodríguez Braun (y el propio Rodríguez Braun), esto es, todos los deudores solventes (confío en que también usted lo sea, amigo lector) que pagamos la barra libre en forma de mayores intereses, primas, cuotas, costes financieros al cabo. Huelga decir que en ese juego hay perdedores netos: para empezar todos aquellos —emprendedores o particulares— que verán más dificultoso el acceso al crédito, con lo que verán más dificultoso desarrollar su industria y por ende más dificultoso contratar, aumentar su producción. Qué les voy a contar.

Es el bien conocido «efecto bola de nieve» producido por esta indulgencia plenaria que supone la ley de segunda oportunidad al efecto bola de nieve que han sufrido los insolventes finalmente exonerados: y es que la quiebra del deudor deriva en la mayoría de casos del encadenamiento de decisiones imprudentes que tuvieron un primer pecado original (préstamos para poder afrontar préstamos que se pidieron temerariamente para lo que no era estrictamente necesario).

«Es un nuevo jalón en la revolución progresista: que de las necesidades de los infortunados, nos ocupemos los privados»

Estamos, así, ante un nuevo jalón en esta novedosa revolución social a la que nuestros gobiernos progresistas nos tienen ya bien acostumbrados: que de la urgencia de las necesidades de los infortunados o vulnerables, de la redistribución al cabo, nos ocupemos los privados, mientras el poder público elabora estrategias y planes; sufraga observatorios; habilita agencias y oficinas y promulga leyes con exposiciones de motivos bien pintureras e inclusivas. Pasa con la vivienda también. Qué les voy a contar.

Y ya se pueden imaginar qué efecto tiene que de las bolas de nieve gigantescas que se acumulan repentinamente en el camino del deudor insolvente se acabe ocupando el primero que pasa por allí y tiene una pala a mano: no necesariamente será el mejor capacitado para despejar el camino o al que antes le habría de tocar hacerlo. 

Imaginen además su cara, o la suya, o la de usted, señora, usted, cuando en mitad del esfuerzo levanta la vista y comprueba que junto a la carretera hay una gigantesca quitanieves a la que, quizá ya solo por vicio, seguimos llamando Estado social.

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