The Objective
Manuel Fernández Ordóñez

Pablo Iglesias, la Koplowitz del 15-M

«Es el comunismo que viaja en business, el de Moët Chandon, ese que toma un Uber para ir al Starbucks a tuitear soflamas anticapitalistas desde su iPhone 17 Pro»

Opinión
Pablo Iglesias, la Koplowitz del 15-M

Alejandra Svriz

La traición moral es casi poética: Pablo Iglesias, aquel adalid de «la gente», entrando en la sala VIP de un aeropuerto mientras proclama en público, sin rubor, que puede permitirse «un estilo de vida propio de gente rica». La frase no la firma un empresario del IBEX ni un tiburón financiero, sino el mismo político que construyó su carrera sobre la denuncia moral de los privilegios. El mismo que inventó el concepto de «la casta» para señalar a otros mientras sus votantes eran incapaces de sospechar que acabaría completando el círculo con precisión casi geométrica para convertirse, precisamente, en casta. Alguien que se creyó Mújica, pero siempre quiso ser una Koplowitz.

La nueva izquierda —la que nació parasitando el 15-M, la de las promesas de regeneración— se ha convertido en el espejo perfecto de aquello que decía combatir. Y lo ha hecho además con un mérito peculiar: mientras predica sacrificios y exige renuncias morales a los demás, sus propios líderes se deslizan con comodidad hacia los placeres que únicamente proporciona el capitalismo. Es el comunismo que viaja en business, el que cotiza ideas revolucionarias entre matcha lattes con espuma de soja orgánica; es el comunismo caviar, el de Moët Chandon, ese que toma un Uber para ir al Starbucks a tuitear soflamas anticapitalistas desde su iPhone 17 Pro.

La noticia de Iglesias en una sala VIP ha generado ruido porque condensa, en un fotograma, la decadencia moral de un proyecto político que nació prometiendo una regeneración ética. Pero la cuestión de fondo no es la sala VIP: es el paquete completo. Es el «yo nunca me iré de Vallecas»; es el chalet de lujo adquirido con dinero de procedencia, cuanto menos, nebulosa; es el crowdfunding para montar una taberna mientras te das homenajes en restaurantes de élite; es trabajar para medios de comunicación privados cuando declarabas que no deberían existir, es el contraste obsceno entre el relato de humildad y la realidad de privilegio.

Esta contradicción no es casual: es la evolución natural de un movimiento que renunció a sus principios en cuanto pisó moqueta. Porque no eran principios, sino medios para alcanzar el poder. La nueva izquierda llegó prometiendo «democracia real» y ha terminado ofreciendo una versión casposa del viejo manual comunista del siglo XX: miseria para la mayoría y confort para la cópula (perdón, cúpula) ideológica. Lo vimos en la Unión Soviética, donde los jerarcas del Partido vivían en dachas lujosas mientras la población hacía colas para conseguir pan. Lo vimos en la RDA, donde los dirigentes disfrutaban de productos occidentales que su propio pueblo tenía prohibidos. Lo vemos en Venezuela, donde los esbirros de Maduro se compran edificios enteros en el barrio de Salamanca mientras su gente se muere de hambre. Y lo vemos hoy en esta izquierda infantilizada y analfabeta, heredera estética y emocional de aquel modelo: una élite que disfruta de la abundancia mientras mira desde arriba la miseria de aquellos a los que dice defender.

Pero quizá el acto de hipocresía más doloroso no es el de sus dirigentes, sino el efecto que esta mentira ha tenido sobre una generación completa. Aquellos jóvenes que salieron a la Puerta del Sol en 2011 denunciando que jamás podrían comprarse una vivienda, hoy no pueden ni alquilar una habitación sin comprometer la mitad de su sueldo. La juventud que creyó en la promesa de un cambio profundo ha sido traicionada por quienes se erigían en sus portavoces. Desde que esta izquierda alcanzó el gobierno, la degradación de las condiciones de los jóvenes en España no ha hecho más que acelerarse: salarios menguantes, precios inasumibles, una fiscalidad confiscatoria y un mercado laboral asfixiante.

El sueño del 15-M terminó convertido en un proyecto de supervivencia personal para sus líderes. La Ley de Hierro de las Oligarquías, que acabó admitiendo el malogrado Monedero. De la épica a la estética; del activismo a la inmobiliaria; de la revolución a la sala VIP. Lo que nació como una revuelta contra la «casta» ha acabado fabricando una casta nueva, más moralista e insufrible que la anterior, pero igualmente acomodada. Una casta que no solo hereda privilegios, sino que se los fabrica a golpe de discurso y rentabilidad política. Y si no miren el fondo de armario de Yolanda Díaz, antes y ahora.

«Prometía defender a los de abajo, pero se ha dedicado a expoliar su futuro a base de políticas fallidas»

La tragedia es que, en su impostura, esta nueva izquierda ha dejado un país más pobre, más fracturado y más desesperanzado. Prometía abrir las instituciones a la ciudadanía, pero acabaron usando el Falcon para irse de vacaciones a Nueva York. Prometía vivienda para todos, pero acabaron haciendo negocio con la vivienda de protección oficial porque papá era consejero en Caja Madrid. Prometía defender a los de abajo, pero se ha dedicado a expoliar su futuro a base de políticas fallidas. El resultado es muy evidente: los jóvenes viven peor que antes, el acceso a la vivienda es un espejismo y los salarios demuestran, cada vez más, que vamos camino de ser un Estado fallido. Y les extraña que los jóvenes vayan a votar en masa a Vox.

Quizá la imagen del aeropuerto no sea un detalle trivial. Es una metáfora perfecta: Iglesias entrando en una sala a la que la mayoría de sus votantes jamás podrá acceder. Un símbolo involuntario, pero revelador, de la distancia entre lo que predican y lo que practican. Una instantánea que resume lo fallido de un proyecto que fue siempre una quimera, como todo lo que la izquierda promete. En realidad son la peor casta de todas, la que explota la miseria y la indignación para labrarse un futuro burgués; la que se disfraza de proletariado para vivir como señoritos. No es compromiso social, es saqueo emocional. No es política, es simplemente un negocio.

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