The Objective
Juan Francisco Martín Seco

De nuevo, economía recomendada

«El liberalismo ha renunciado a parte de su credo. Ha pasado de rechazar el Estado a convertirse en su principal cliente»

Opinión
De nuevo, economía recomendada

Un avión de Plus Ultra.

Entre los muchos escándalos que surgen cada día, se ha abierto camino uno que considero especialmente significativo. Me refiero al rescate de Plus Ultra. Primero, porque con él comenzaban las ayudas de Estado y constituía ya, por tanto, un anuncio de cómo iba a comportarse el gobierno Frankenstein respecto a estas y a todos los fondos europeos de recuperación.

Segundo, porque cuando se acometió había plena conciencia ya de su ilegalidad o, al menos, de su irregularidad. Nadie podía aducir ignorancia. Álvaro Nieto y algunos de sus colaboradores, desde Vozpópuli, habían puesto negro sobre blanco, informaciones que los directivos de Plus Ultra tuvieron el descaro de denunciar, y cuyas demandas lógicamente han sido desestimadas.

Luis Garicano, entonces eurodiputado de Ciudadanos, señaló en Europa, sin éxito, la ilegalidad de la operación. Poco se puede esperar en este y en otros muchos casos de la Unión Europea (UE). Hubo artículos de opinión que pusieron en esta materia los puntos sobre las íes. Yo mismo, el 9 de abril de 2021, escribí un artículo titulado Economía recomendada en el digital republica.com, en el que colaboraba en esa época y que prácticamente transcribí en mi libro publicado después en El viejo topo, y al que titule Tierra quemada.

En dicho artículo no solo denunciaba las ilegalidades que se daban en este rescate, sino el precedente negativo que constituía para todo aquello que iba a venir más tarde unido a las operaciones de la SEPI y a los fondos europeos. Como así ha sucedido. Creo que el valor de ese artículo, mucho o poco, radica precisamente en haberse escrito hace más de cuatro años y medio, y tener un carácter premonitorio. Es por eso por lo que a la hora de analizar de nuevo el tema me ha parecido más práctico repetir casi en su totalidad aquel escrito, mostrando así que las cosas se hicieron mal y se continúan haciendo mal con plena conciencia de sus autores.

Comenzaba el artículo recordando que, en tiempos de la dictadura, un viejo profesor de Economía se preguntaba qué tipo de economía era la franquista. Y se respondía a sí mismo: «¿Socialista?, no, desde luego; ¿liberal?, tampoco puesto que la intervención estatal era muy elevada». Es una economía, decía, recomendada. Las decisiones económicas se encontraban en buena medida motivadas por los intereses privados, según la capacidad que tuviesen para influir en el régimen.

El sector público empresarial entonces alcanzaba un tamaño muy considerable. En él se incardinaban casi todas las grandes empresas del país, desde Campsa a Iberia pasando por Tabacalera o Telefónica, y otras muchas más. La mayoría de ellas, debido a su carácter de monopolio, con pingües beneficios, que se traducían en ingresos saneados para la Hacienda Pública. Pero, al mismo tiempo y junto a ello, al Instituto Nacional de Industria (INI) iban a parar bastantes de las empresas privadas que ya no eran rentables, de tal forma que el sector público empresarial se acabó convirtiendo en el estercolero del sector privado.

La Historia enseña a no repetir los errores -continuaba el artículo. Ahora que está tan de moda eso de la memoria histórica, tendría gracia que aquellos que se empeñan en resucitar el franquismo como instrumento para denostar a sus adversarios políticos sean propensos a repetir las mismas equivocaciones de la dictadura, controlando, por ejemplo, los alquileres o estableciendo una economía recomendada.

Las partidas importantes del gasto público caminan por derroteros distintos a los presupuestarios, con muchos menos controles, casi sin transparencia, disfrazadas de avales, créditos o participaciones en empresas, y a través de entidades interpuestas. Solo muchos años después terminan luciendo en las cuentas públicas. Por eso resultaba tan relevante —mucho más que los presupuestos— el hecho de que las decisiones sobre los llamados fondos de recuperación se adoptasen y se aprobasen con todas las garantías políticas.

No parecía que fuese ese el camino que iba a seguir el Gobierno. El dinero aún no había venido de Europa e incluso los fondos estaban todavía sin aprobar, y se habían comenzado ya a gastar y a conceder ayudas de Estado a través de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI).

El primer caso, el de los 53 millones canalizados hacia la compañía aérea Plus Ultra, constituía, afirmaba yo, un ostensible escándalo, pues parece que no se cumplía ninguna de las condiciones establecidas para recibir la aportación. No era una empresa estratégica, estaba muy lejos de ser viable, no estaba acreditado que fuese española y sus principales accionistas, emparentados con la cúpula de la dictadura venezolana, daban lugar a todo tipo de sospechas acerca de la objetividad en la concesión.

Después de todo el proceso de privatizaciones, la SEPI había quedado casi vacía de contenido y se mostraba incapaz, por tanto, por sí misma de cotejar el cumplimiento de los requisitos por parte de las empresas a participar.

En el caso de Plus Ultra, la SEPI recurrió a tres informes que etiquetaba de independientes. El primero, de la auditora Deloitte que, tras el penoso papel que las auditorías privadas jugaron en la pasada crisis bancaria, daba poca tranquilidad. El segundo, el de una compañía casi desconocida que se definía como consultora y a la vez banco de inversiones, regida por un antiguo cargo socialista, León Benelbas, y buen ejemplo de puertas giratorias, que no ofrecía mucha garantía ni de competencia ni de objetividad. Y, por último, el de la Agencia Estatal de Seguridad Aérea (AESA), dependiente del Ministerio de Transportes, cuyo titular en ese momento era Ábalos, famoso entre otras razones por pasearse por el aeropuerto de Barajas del brazo con la segunda de Maduro y por ayudarla a transportar no se sabe cuántas maletas.

Con tales informes, el consejo rector de la SEPI dio el visto bueno y elevó la propuesta al Consejo de Ministros, que concedió la ayuda de 53 millones de euros, aunque nunca sabremos –escribía yo- si la decisión fue debida a los informes o más bien los informes fueron elaborados a la carta, en función de una decisión previamente adoptada.

El escándalo de Plus Ultra pone en cuestión, sostenía en el artículo, todo el fondo de ayudas a las empresas canalizado por la SEPI y suscita al mismo tiempo múltiples interrogantes. Quizás la primera pregunta era cómo encaja en la misma corporación la doble condición de nacional y estratégica. Creíamos que después de privatizar las grandes empresas del país ya no quedaban empresas nacionales que se pudiesen llamar estratégicas.

¿Cómo calificar de nacional a una empresa privada? ¿Acaso es suficiente que los accionistas tengan la nacionalidad española? En presencia de la libre circulación de capitales, los accionistas cambian y no hay nada que garantice que la participación del dominio en las empresas permanezca. La línea divisoria a menudo es muy tenue y difícil de reconocer, como se observaba, por ejemplo, en el caso de Plus Ultra en el que los defensores de la concesión fundamentaban el cumplimiento en el hecho de que la esposa de uno de los dueños venezolanos tenía la nacionalidad española.

Nos venían diciendo que ya no existían empresas nacionales, que todas eran europeas. Pero lo cierto es que lo mismo se mencionó sobre los bancos y es claro que a la hora de la verdad cada país continuaba asumiendo las pérdidas de sus entidades financieras. La UE, aplicando uno de sus principales dogmas, la libre competencia, prohibía toda ayuda de Estado, precepto cuyo cumplimiento se ha exigido con todo rigor a lo largo del tiempo. Pero en Europa todo es relativo y sometido a los intereses de los grandes países, especialmente de Alemania. El país germánico, nada más comenzar la pandemia, sin esperar ninguna autorización de la Comisión, se lanzó en apoyo de sus grandes empresas. Bruselas se vio en la obligación de autorizar lo que antes prohibía.

La cuestión es que no hay muchas sociedades españolas que puedan considerarse estratégicas. ¿Podemos mantener –me preguntaba yo- que para nuestro país las compañías aéreas Plus Ultra o Wamos Air tienen tal carácter, después de haber privatizado Iberia? ¿Podemos asegurar que los nichos de mercado que ahora ocupan esas dos entidades no serían ocupados de inmediato por otras compañías? Resulta difícil no sospechar, continuaba escribiendo, que en España muchas de estas ayudas iban a ir encaminadas a empresas en situación crítica, en muchos casos con dificultades económicas anteriores a la pandemia, a la que se pretendería utilizar como pantalla para salvar entidades poco viables, pero con intereses políticos o partidistas por medio, que en otras circunstancias Bruselas nunca hubiese permitido reflotar.

Plus Ultra nunca ha dado beneficios y su patrimonio neto ha sido casi permanentemente negativo. Todo el activo de la Compañía se reducía a un avión en propiedad, ya que el resto los tenía en alquiler. Incluso, en 2017 estaba en situación de concurso de acreedores, de la que según parecía se había librado mediante un préstamo participativo de origen muy dudoso concedido por Panacorp, un banco panameño rodeado del oscurantismo propio de un paraíso fiscal. Eso explica ahora las sospechas de que los 53 millones de euros del estado español haya servido para lavar recursos muchos más oscuros, procedimiento que ha explicado muy bien Javier Rubio Donzé desde estas mismas páginas. 

El problema de solvencia trascendía, en mi opinión, el caso de Plus Ultra para cuestionar gran parte de las ayudas que la SEPI estaba concediendo. Existe el peligro, afirmaba en el artículo, de intentar mantener empresas zombis que, sin viabilidad, antes o después, se viesen obligadas a cerrar y que fuese imposible que el Estado recuperase su participación o su préstamo. Pensemos, por ejemplo, en Duro Felguera. Podemos retornar una vez más a una economía recomendada, en la que el sector público empresarial se transforme otra vez en un cementerio de muertos vivientes. Parece bastante incontestable que el sanchismo ha estado utilizando la pandemia como pretexto y excusa con los que justificar lo que en otras circunstancias nunca hubiera podido realizar. Pero presiento, continuaba el artículo, que determinadas empresas también van a utilizar la crisis sanitaria para ocultar una situación económica estructuralmente crítica y su falta de viabilidad, con el covid y sin el covid.

Pienso que la socialdemocracia se suicidó hace tiempo, pero hay que afirmar que el neoliberalismo también se está transmutando. Continúa, sí, arremetiendo contra los impuestos y la presión fiscal. Reniega de la función redistributiva del Estado y de los gastos sociales, pero al mismo tiempo reclama enérgicamente su intervención en la economía para que subvencione a las empresas y estas, igual que garrapatas, se agarran a él como tabla de salvación. Ha desaparecido ese discurso que representaba la piedra angular de la teoría del liberalismo, el de la mano invisible, el de la autonomía del mercado y su capacidad para autorregularse. ¿Qué subsiste de la afirmación de que las crisis tenían un efecto beneficioso porque servían de depurativo, capaz de purgar y limpiar la actividad económica?

El liberalismo, en una especie de darwinismo económico, ha defendido siempre que el mercado y la competencia expulsarían a las empresas no rentables y consolidarían a las viables. De ahí que la UE, construida claramente bajo principios liberales, prohibiera toda ayuda de Estado. ¿Dónde ha quedado ahora todo ello? El liberalismo ha renunciado a parte de su credo. Ha pasado de rechazar el Estado a convertirse en su principal cliente.

Parece lógico que aquellos comercios y negocios que se hubiesen visto obligados a cerrar por una decisión administrativa recibiesen una compensación pública. Pero no parece igual de razonable que tenga que ser el Estado el que salga en ayuda de empresas dependientes de holdings o de fondos de inversión o en manos de importantes accionistas, cuando sus propios dueños no están dispuestos a capitalizarlas.

¿Si estos no apuestan por su viabilidad, debe hacerlo el Estado para cargar con los desechos del sector privado? Por otra parte, terminaba yo el artículo afirmando que cuando la elección se hace por procedimientos poco transparentes siempre queda la duda de qué hay detrás, qué intereses están ocultos, cuánto existe en definitiva de economía recomendada. Parece ser que los hechos están dando respuesta a todos estos interrogantes. 

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