Amistad y política: mis tres 'razzias'
«El 14% de los españoles ha roto en el último año con amigos o familiares. Es un fracaso colectivo y es a la vez el diagnóstico de una enfermedad social»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Me voy quedando más solo que la una y me parece bien, porque eso es lo que se corresponde con la realidad. Con la realidad de mi desprecio. Desprecio que por otro lado intento llevar con ironía, para que no me coma. El desprecio es un terrible corrosivo interior. Tiene razón el célebre refrán: «El mayor desprecio es no hacer aprecio». Aunque un hilillo de cortesía me queda con mis despreciados: por ellos sacrifico mi sabiduría última.
He aguantado bastante. Me jactaba, escribí el domingo, de tratar con todo el mundo. Hacía una cuestión personal de mi idea de que la política es algo secundario. La amistad (incluso el lío amoroso, que he tenido hasta con alguna podemita y alguna independentista catalana) va por otro carril. Pero cuando la política se pudre termina aflorando la pestilencia. Constatarlo, y verme afectado por ello, ha sido para mí una derrota.
El embrutecimiento empezó en Cataluña. Bueno, antes en el País Vasco, con los «Guernicas» cotidianos que montaba ETA. En cualquier caso: en nuestras pozas nacionalistas. El nacionalismo es la manifestación inmediata de la podredumbre política. Hacia 2010, Eugenio Trías habló en un artículo de las discusiones en las cenas navideñas de Barcelona. En 2011 fue el 15-M y en los años siguientes el contagio populista nos alcanzó a todos. Un triunfo de los peores.
Ahora ha salido la encuesta de que el 14% de los españoles ha roto en el último año con amigos o familiares. Es un fracaso colectivo y es a la vez el diagnóstico de una enfermedad social. El nacionalpopulismo está destruyendo la convivencia.
He aguantado bastante, como digo. Aunque algún amigo más ideologizado sí había dejado de hablarme (acusándome de «facha», el fantoche), yo mantenía la amistad con los que se dejaban; de todo el arco: del podemismo al voxismo. El clic se produjo en mí el 23 de julio de 2023, por los que habían seguido votando a Sánchez cuando ya se sabía perfectamente qué era Sánchez. Aunque no rompí con nadie todavía.
Mis tres razzias, momentos de ira en los que no quise saber nada de quienes ya sí pasé a despreciar abiertamente, fueron las que siguen (su escenario fue Twitter, donde los nervios están siempre a flor de piel; allí silencié, dejé de seguir y bloqueé a mansalva en esas tres hornadas):
La primera, con el pogromo en Israel del 7 de octubre de 2023, en que buena parte de nuestra izquierda se destapó como nazi. Nazi supina: nazi de matar judíos o de jalear o excusar la matanza de judíos. Fue insoportable el renacido hedor del antisemitismo, que ahí sigue.
La segunda, en noviembre de 2023, cuando Sánchez pactó su investidura con Junts a cambio de la ley de amnistía. La obscenidad de ese comercio anticonstitucional (que convirtió en anticonstitucional al mismo Tribunal Constitucional, cuando este lo avaló; afirmación mía, claro) acabó con mi consentimiento de muchos psocialistas y afines; incluidos todos los del establishment cultural.
La tercera tuvo lugar el pasado febrero, por la humillante bronca de Trump a Zelenski en la Casa Blanca, jaleada por nuestros trumpistas, que son también nuestros voxistas. Algunos me hacían cierta gracia y me la dejaron de hacer. Corté mi comunicación con esos tipos (¡y tipas!) a quienes Trump ha hecho cómplices del descuartizamiento de Khashoggi y, hace tres días, del asesinato de Rob Reiner. Y encima quieren obligarnos a tragar el aceite de ricino del nacionalismo español. ¡Otros plastas del nacionalismo, al cabo!
Estas rupturas son un fracaso personal mío, que es un fracaso del mundo. La realidad no ha pasado mi corte, eso es todo.