The Objective
Ignacio Vidal-Folch

Calle Fuencarral, sábado, las seis de la mañana

«Uno no es sólo un tipo anónimo antes de que amanezca, dando sorbos a un café que se enfría en su vaso de plástico, sino el vasto continente de su pasado»

Opinión
Calle Fuencarral, sábado, las seis de la mañana

Plaza de los Chisperos de Madrid. | X

Como el piso no es muy grande, y lo tenemos lleno de invitados, incluso una amiga durmiendo en el sofá del despacho, al despertarme a las cinco me acordé de que de joven, en la Costa Azul, Nabokov, que compartía la habitación de hotel con su mujer y su hijo, escribía de noche en el lavabo, sobre un tablero. Qué vocación. ¿Escribía sentado en el suelo, con las largas piernas cruzadas? ¿Y dónde apoyaba el tablero? ¿En el retrete? ¿En el bidet? Qué voluntad, qué determinación, qué vocación.

Yo no quería molestar o despertar a los huéspedes encendiendo lámparas y haciendo ruido, así que me vestí a la luz del teléfono móvil y salí de casa, con un libro en la mano y en busca de alguna cafetería. Hacía frío, pero había tomado la precaución de llevar una chaqueta de invierno.

En la plaza de los Chisperos de Madrid parecía haberse librado una batalla campal, tal era el desorden, solo que en vez de lanzas rotas y algún escudo abandonado todo, como cada sábado, eran botellas vacías, envoltorios de plástico y de papel grasiento, colillas aplastadas y, al pie de los bancos, botellas y latas de cerveza.

Esas latas de cerveza abandonadas siempre me recuerdan la obra All the good times we spent together. La obra consiste precisamente en dos latas de cerveza Júpiter, minuciosamente pintadas por Alexandre Lavet, el artista minimalista. Una lata de cerveza tumbada y la otra, a su lado, de pie, y en la pared la cartela: «Todos los buenos ratos que pasamos juntos».

Esta obra se expuso recientemente en un museo holandés, en el suelo, junto a una pared, y se hizo famosa porque la limpiadora, tomando las latas por desperdicios de algún visitante maleducado, las tiró a la basura.

Al día siguiente, descubierto el desastre (pues la pieza es valiosa), el director del museo hurgó en los cubos y las recuperó. Esto le pareció muy divertido a los filisteos, salió en todos los periódicos del mundo. Se comentaba con indisimulada satisfacción:

—Jeje, esos dizque artistas de hoy…

Esto es lo que queda de nuestras fiestas de ayer: trabajo extra para los barrenderos y basureros. ¿Y quiénes serían esos «chisperos» que les han hecho un monumento en medio de la plaza? Fuencarral abajo, bares y restaurantes tenían ya las luces encendidas, pero las sillas aún sobre las mesas, y las puertas cerradas.

Encontré abierto un chiringuito de bufé, de esos en que te meten en un gran panecillo todo tipo de ingredientes francamente poco apetitosos, recién salidos de los frigoríficos, y te los calientan en un microondas.

Allí una chica extranjera, bastante rolliza, vestida de fiesta y calzada con bambas —el maquillaje había sobrevivido intacto a la bravura de la noche—, indicaba al taciturno y adormilado camarero los ingredientes que quería entre su pan:

And onion. Some olives. Tomato. Yes, tuna. And…

El camarero seguía sus instrucciones, serio, adormilado. Como siempre que me fijo en un camarero, recordé la canción La ricostruzione dil Mocambo, de Paolo Conte: Il curatore sembra un bon diavolo,/oggi mi ha offerto anche un caffé./Mi ha poi sorriso dato que ero un po’ giu/e siam rimasti li, chiusi en noi/sempre di piú. El apetito de la chica extranjera parecía insaciable. A cada instrucción que daba, el bocadillo iba adquiriendo proporciones más monstruosas y hasta repulsivas, pero claro, el corpachón de la joven no podía, de ninguna de las maneras, saciarse con menos. Se percibía cierta ilusión, auspicios positivos en la manera engolosinada con que miraba el ir y venir de las pinzas en la mano del servidor, desde los metálicos alveolos de los alimentos hasta el pan abierto. Conseguí un café en un vaso de papel, y se me indicó que tenía que tomármelo fuera.

En la puerta, un grupo de jóvenes comían y bebían, prolongando el final de la fiesta, hablando en voz muy alta, riendo, en la alegre camaradería de los que en la larga noche que se había acabado no habían logrado ligar, que como todo el mundo sabe es para lo que se sale de noche, pero ya les importaba poco, igualmente se lo estaban pasando fenomenal. Otra vez será, volveremos a intentarlo el próximo viernes. Y ahora, por lo menos, estamos con el puntito.

Busqué en la plaza de Barceló dónde sentarme a beber el café. Varios de los bancos estaban ocupados por vagabundos con sus bolsas, sus fardos y sus carritos cargados con sus pertenencias. Alrededor de los bancos desocupados, grandes grupos de palomas picoteaban frenéticas migas y abundantes despojos, habían encontrado un filón. ¡Otra vez la Voluntad, la determinación!

¿Por qué estas cosas, y no otras? ¿Por qué estas palomas y no, por ejemplo, garzas, o grullas, o mejor aún, rosados flamencos?

Hablando de voluntad y de garzas, Nabokov, cansado de que los americanos le llamasen Nabokóv, compuso estos versitos a modo de ejemplo: «The quelorous gawk of/a heron at dawn/prompted Nabokov/to write. El quejumbroso gañido de una garza al amanecer impulsó a Nabókov a escribir».

Me senté al pie del monumento llamado La fuente de la Fama. Como siempre que paso ante ese monumento me acordé, claro, de Goicoechea, autor de La fuente de la Fama, un paseo por el Madrid del barrio de las Letras y aledaños, y del trabajo que yo le daba para encontrar fotos de poetas polacos desconocidos —esos poetas que eran fiebre, espiritualidad, cabello canoso despeinado, ojos hinchados por la vigilia y el vodka— para ilustrar mis artículos en Tiempo. Ahora Goico es jefe de prensa del Thyssen, institución sólida donde las haya. La revista ya no existe. ¡Con lo bien que me lo pasaba escribiendo allí…!

Como aún estaba oscuro, y no podía leer el libro que llevaba conmigo, recurrí otra vez, para distraerme de ciertos pensamientos inoportunos, al móvil. Qué aparatito más práctico. Se estaba divinamente. Leí un artículo sobre los años finales y más malvados de ETA, el asesinato de Buesa, el de Tomás y Valiente, el de Lluch, el de Blanco, todo aquel horror volvió a mi memoria, el dolor de muchos y también el silencio y la complicidad de muchos. No pude evitar recordar a una de aquellas víctimas, a la que conocí…

El artículo me recordó además que uno no es solo un tipo anónimo antes de que amanezca, en una plaza desafecta, al pie de un monumento tontorrón, dando sorbos a un café que se enfría en su vaso de plástico, sino el vasto continente de su pasado, donde siguen de pie (o ahora, durmiendo tranquilamente) tantas personas queridas. ¡Hola a todos vosotros! ¡Os saludo desde la Fuente de la Fama! ¡Parafraseando el verso de Valentí Puig, allá donde estéis, por favor, recordadme!

Luego leí en THE OBJECTIVE un artículo sobre el sinsentido de la Historia, a propósito de un libro de Edgar Morin. Sí, sobre el error de creer en la dirección de la Historia hacia la armonía universal que algún día llegará. Pensé que si eso no sucede en el ser humano particular, con el individuo, sino que, al contrario, todos caminamos hacia el colapso, por qué debería pasar lo contrario con el conjunto, con la Humanidad.

Claro que tiempo atrás, cuando me sometí a una resonancia magnética, estrepitosa, pero al mismo tiempo escuchando por unos auriculares las Gymnopedias de Satie, sentí que el ingenio colectivo, capaz de inventar un aparato tan sofisticado y de componer música así, y, con la suma de técnica y música, crear una experiencia semejante, es muy superior al ingenio personal.

Oh, no era un pensamiento muy profundo, pero ya me parecía bien y bien sabe Dios que a veces es mejor así. Abandoné la plaza. Por fin abrió una cafetería, donde otro camarero soñoliento me sirvió otro café y un zumo de naranja, y me sentí como lo que soy, un ser privilegiado que nunca ha pasado hambre ni frío y que, encima, ya está despierto.

Me puse a redactar estas líneas, aun siendo consciente de que estas cosas ya se han sentido y expresado miles de veces. Pero, en fin, al final estoy garabateando, en la confianza de que algún lector se dirá: «Mira, este es como yo», y se sentirá acompañado, confortado.

Por la puerta abierta de la cafetería veo que ya se ha levantado la mañana. Pasan por la calle mujeres suramericanas, bien abrigadas en sus anoraks, con el bolso en bandolera, camino a sus empleos. Probablemente, van pensando en… yo qué sé en qué van pensando.

Esta es la mañana de un nuevo día por estrenar. A ver qué pasa. Puede que no pase lo peor. Hay el 50% de posibilidades de que no pase lo peor. «Un sí, un no, un punto, una raya». ¿Quién dijo esto? ¿O no era exactamente así?

Vuelvo a casa, volveré a pasar ante la obra maestra de Lavet, le prepararé el desayuno a esos dormilones, y mientras se lo toman veré si Goico explica en su libro quiénes eran los chisperos de Madrid, por qué les han levantado ese monumento.

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