The Objective
Guadalupe Sánchez

Por qué Sánchez no se quiere ir

«No se queda porque crea que España lo necesita. Se queda porque él lo necesita. La gobernabilidad le importa un comino. Lo único que le ata al cargo es su impunidad»

Opinión
Por qué Sánchez no se quiere ir

Ilustración. de Alejandra Svriz.

Pedro Sánchez no adelanta elecciones porque no puede permitírselo. No hay más. No es una cuestión de encuestas ni de cálculo político, sino de supervivencia política. Hoy, el poder no es para él un instrumento de gobierno, sino un seguro de vida.

Sánchez ha hecho del cargo una posición defensiva. No gobierna para avanzar en un programa, ni para desarrollar determinadas políticas. Gobierna, simple y llanamente, para evitar ser un ciudadano más, para no tener que enfrentar la acción de la justicia como lo haría cualquier españolito de a pie. Cada día que pasa está más débil políticamente, pero también es más dependiente del puesto. Esa es la paradoja del sanchismo: cuanto peor pinta la continuidad de su gobierno, más necesita seguir gobernando.

Estar en Moncloa y en el Congreso levanta una barrera real entre Sánchez y los tribunales. No es una metáfora, es una barrera jurídica. Mientras siga ahí, la justicia no puede actuar de forma directa. Cualquier investigación requiere trámites previos, autorizaciones políticas y decisiones que no dependen de los jueces. El cargo obliga a pasar por instancias interpuestas que ralentizan los procedimientos y permiten bloquearlos o desactivarlos por la vía parlamentaria. No se trata de protección simbólica, sino de control efectivo sobre cuándo, cómo y si la justicia puede avanzar.

Esa barrera se sostiene sobre tres pilares: la inmunidad, el aforamiento y el suplicatorio. La inmunidad impide su detención salvo delito flagrante. El aforamiento desplaza la competencia de cualquier eventual investigación a la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Y el suplicatorio convierte al Congreso en portero de discoteca del Poder Judicial: sin permiso de la Cámara, no hay investigación ni actuación judicial posible contra el Presidente.

Por eso confieso haber sonreído estos días leyendo a tantos comentaristas celebrando las detenciones de Leire Díez, la fontanera, o del expresidente de la SEPI, y preguntándose cuándo le tocaría el turno al presidente del Gobierno. Porque esa escena, sencillamente, no puede darse. No mientras Sánchez siga donde está. El presidente no puede ser detenido ni investigado como lo están siendo personas de su entorno: porque el cargo lo coloca fuera del alcance inmediato de la acción policial y judicial. Y eso, en los tiempos que corren, no tiene precio.

«Si el Supremo solicitara un suplicatorio para investigarlo, la decisión pasaría al Congreso. Y ahí Sánchez dispone de margen de maniobra»

Además, en este contexto generalizado de corrupción en su Gobierno y en su partido, el cargo no solo le protege: le confiere una posición activa. Si el Supremo solicitara un suplicatorio para investigarlo, la decisión pasaría al Congreso. Y ahí Sánchez dispone de margen de maniobra para bloquearlo o dejarlo morir. Una decisión que en absoluto sería inocua. El rechazo del suplicatorio obliga al Tribunal Supremo a acordar el sobreseimiento libre, es decir, a absolverlo sin investigación, sin juicio y sin sentencia. Y eso, para alguien cercado por los escándalos, es un incentivo más que suficiente para no moverse de donde está.

Pero las prerrogativas parlamentarias no son la única razón, ya que a ellas se suma una segunda, igual de decisiva: el control de la Fiscalía. No como institución abstracta, sino como herramienta concreta. En los asuntos que afectan a su entorno más íntimo, el comportamiento del Ministerio Fiscal ha dejado de ser el de acusador público para adoptar, con alarmante naturalidad, el papel de un abogado defensor que demuestra una actitud beligerante contra los jueces instructores que investigan a sus familiares. Sánchez no puede permitirse perder ese control. Un relevo en el poder implica un relevo en la cúspide de la Fiscalía General del Estado. Y con él, un más que probable cambio de criterio. Eso sí que sería un riesgo real.

La tercera razón es el control de la cúpula de los cuerpos policiales que investigan la corrupción. Saber qué se investiga, a quién y por dónde va el asunto permite anticiparse: preparar estrategias jurídicas, ajustar el discurso político y cerrar filas antes de que el caso estalle. Y, cómo no, hacer desaparecer o manipular pruebas. Este acceso temprano a la información no deja rastro en los sumarios, pero altera por completo el equilibrio del proceso. Quien sabe antes, juega con ventaja, porque quien controla Interior controla los tiempos. Y quien controla los tiempos, controla el relato, que ha sido, es y será la gran preocupación de Pedro Sánchez.

Por último, queda la bala en la recámara: los indultos. Una prerrogativa que Sánchez, como Presidente, ya ha demostrado estar dispuesto a utilizar sin rubor cuando conviene a su supervivencia política. Mientras gobierne, existe la posibilidad de concederlos. Para parientes, para aliados, para subordinados. Fuera de Moncloa, esa posibilidad se evapora.

Así que no, Sánchez no se queda porque crea que España lo necesita. Se queda porque él lo necesita. Aguantará hasta 2027 si puede. Aunque tenga que dinamitar instituciones, tensionar la separación de poderes y vaciar de sentido las reglas del juego. Para Sánchez, la gobernabilidad importa un comino. Lo único que de verdad le ata al cargo es su propia impunidad. Y por eso no se quiere ir.

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