Demoler, demoler, demoler
«Los nuevos chamanes políticos buscan la desunión, la división sectaria, la mutación perversa de la sociedad civil en tribus y del ciudadano en pueblo»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Desde 2008, cuando la crisis económica rebajó las expectativas de los jóvenes y cubrió de nubarrones la idea de futuro, Occidente se ha dedicado a mirar al pasado. América Latina se encandiló con el ancestralismo y la romántica añoranza de todo lo que tuviera un origen o una procedencia indígena, vernácula, auténtica, pura, y Europa vive una racha de tradicionalismo y patrioterismo que también la devuelve al pasado, a la búsqueda de orígenes y soportes de la identidad nacional. La izquierda latinoamericana, alguna al menos, la decolonialista, quiere salir de Occidente por considerarlo la fuente de todos los vicios; la derecha europea, al menos la antiglobalista, más que salir de Occidente, pretende redefinirlo. Ya no asocia a esta región del mundo con los valores liberales ni con la democracia, la universalidad y los derechos humanos, sino con la etnicidad blanca, la religión judeocristiana y las naciones con identidades definidas y puras.
Los radicalismos de izquierda y de derecha comparten eso hoy en día: están obsesionados con el pasado y con la identidad. No tienen proyectos de futuro ni consiguen ilusionar. Hablan de recuperar grandeza, de volver a tomar el control, de reivindicar a las identidades oprimidas, de redimir al pueblo verdadero, y en ninguna de sus peroratas asoma el optimismo liberal o la reforma y el proyecto de futuro. La receta que manejan para seducir al votante recurre, más bien, a las emociones tristes que tan bien ha estudiado el ensayista colombiano Mauricio García Villegas: el odio, la desconfianza, el agravio, el resentimiento, el miedo, la venganza, pasiones que se activan buscando en la historia el momento en que fuimos ofendidos, traicionados, desplazados.
Y en esta revisión del pasado, tanto la izquierda como la derecha están atacando los momentos en que los bandos políticos e identitarios dejaron de serlo y se diluyeron en algo más amplio y más sano, que bien podríamos llamar sociedad civil. El consenso que se logró en esos periodos diluyó el sectarismo y el fanatismo ideológico, la identidad y la tradición, la herida y el rencor, porque la prioridad fue otra: modernizar los países, mirar hacia adelante, resolver problemas concretos y materiales —salud, educación, producción, infraestructura—, en lugar de seguir fomentando las reivindicaciones espirituales y simbólicas.
La Transición española, la Constitución colombiana de 1991 o los tratados de la Unión Europea son el resultado de esos momentos de consenso modernizador que hoy están bajo la mira de los nuevos fanáticos de la identidad. Como si fueran arqueólogos de las emociones tristes, buscan en las capas profundas el rencor que debe revivirse, el agravio que no fue resarcido, la traición a las esencias ideológicas o identitarias que debe denunciarse. La izquierda colombiana tiene en su mira el único momento de consenso y acuerdo nacional reciente —«La Séptima Papeleta», una iniciativa estudiantil— que dio como resultado una Constitución que integró y modernizó al país; y lo mismo están haciendo la izquierda y la derecha española con la Transición y la Constitución de 1978, y el trumpismo y la nueva derecha con el multilateralismo, la ONU y la Unión Europea.
«Demoler, demoler, demoler», cantaban Los Saicos peruanos en 1964, y su estribillo, punk avant la lettre, es el ruido de fondo de nuestros tiempos. Los nuevos chamanes políticos buscan la desunión, la división sectaria, la mutación perversa de la sociedad civil en tribus y del ciudadano en pueblo. Buscan la erosión y la deslegitimación de estos momentos de cordura y responsabilidad pública que permitieron a las sociedades mirar hacia adelante, dejar el pasado y sus miserias atrás para mejorar la vida de la gente. Su misión no fue reparar la autoestima, curar la hipoglucemia ideológica o defender las identidades étnicas o nacionales. Fue resolver problemas. Fue modernizar los países con ideas y una visión esperanzadora del futuro, nada de lo cual abunda en el presente. Y ya se sabe: a falta de ideas y de futuro, la solución es volver al pasado. Demoler, demoler, demoler los consensos modernizadores y volver al odio, a la caza del opresor del pueblo o del traidor a la patria.