The Objective
Benito Arruñada

Dieta blanda para Europa

«Innovación y mercado interior se invocan para reforzar Europa, pero sin afrontar los costes que exige su supervivencia»

Opinión
Dieta blanda para Europa

Imagen generada con IA. | Benito Arruñada

Europa empieza por fin a hablar de supervivencia. Tras constatar la amenaza de Rusia y su creciente irrelevancia política y económica, proliferan los remedios que apelan a la competitividad, la innovación y el mercado interior con la esperanza de recuperar posiciones en la escena internacional. 

Los dos ejemplos más notorios son los informes de Mario Draghi y Enrico Letta. Pese a ser muy distintos, comparten un mismo trasfondo: la presencia de un elemento mágico en la medida en que se presentan como compatibles con la estructura social y económica. Persisten así en la estela de las grandes iniciativas europeas de décadas anteriores, desde la ampliación de la Unión hasta la creación de la moneda única. Son, por ello, muy conservadores, porque prometen grandes beneficios con costes mínimos, sin alterar derechos adquiridos ni afrontar costes políticos relevantes. Que, pese a ello, se los presente como atrevidos y rompedores, da idea de la distancia que nos queda por recorrer para empezar a asumir la realidad de nuestra situación. 

Ambos evitan la pregunta que llevamos esquivando durante décadas: ¿cuánto del actual bienestar europeo es compatible con más competencia, más riesgo y mayores exigencias estratégicas? Sea cual sea el valor del Estado del bienestar y la economía social de mercado, debemos preguntarnos si un sistema diseñado para amortiguar todo tipo de pérdidas puede sostenerse en un entorno que exige aceptar fracasos personales, quiebras de empresas, reasignaciones de recursos y conflictos distributivos visibles.

Ni Draghi ni sus imitadores afrontan esta cuestión. Presentan la innovación como una cura indolora: más crecimiento y productividad, más recursos para defensa y medio ambiente, todo ello sin tocar derechos adquiridos ni asumir costes sociales reconocibles. Vista así, la promesa resulta atractiva porque evita el conflicto y es políticamente digerible. Permite hablar de cambio sin discutir sacrificios ni señalar perdedores. 

Pero la innovación auténtica no es un proceso ordenado. Implica destrucción creativa: entrada y salida de empresas, quiebras, pérdida de rentas establecidas, reasignación de capital y trabajo, aumento de la incertidumbre. Exige aceptar que algunos ganan y otros pierden, y el Estado no puede amortiguar todas las caídas sin acabar sofocando el proceso innovador. Presentar la innovación escamoteando las fricciones que ocasiona falsea su naturaleza. Más aún cuando se propone impulsarla masivamente con fondos públicos, como si la disrupción pudiera planificarse y subvencionarse. Si no es disruptiva, no transforma; y si lo es, genera costes que alguien debe asumir. Peor aún, cuando la innovación pasa por el filtro de comités públicos, se acaba premiando la influencia, no la asunción de riesgos. 

Algo similar ocurre con el mercado interior, cuya profundización defiende Letta. Desarrollarlo significa intensificar la competencia y ello conlleva aceptar que desaparezcan las empresas menos eficientes, que los agentes se sometan a la disciplina de precios y salarios y que aumente la exposición a rivales extranjeros. Sería una buena noticia para consumidores y productividad, pero no para quienes viven de barreras, excepciones o regulaciones a medida. También aquí hay ganadores y perdedores. Fingir lo contrario es otra forma de ocultación. No se completa el mercado interior sin cierres de empresas ni reasignación de recursos.

El problema no es que estas propuestas no puedan generar cambios. Tienen potencial para hacerlo, pero al ocultar sus costes —o presentarlas como procesos de bajo coste social— corren el riesgo de convertirse en papel mojado. Tenderán a aplazarse y diluirse, concretándose en versiones incompletas e ineficaces: se suavizará la competencia, se evitarán las quiebras y se sustituirán decisiones de mercado por decisiones políticas en beneficio de buscadores de rentas. Se acabará innovando con subvención y ampliando el mercado interior con nuevas trabas y condiciones, es decir, abundando en la retórica del cambio mientras se neutralizan sus efectos más incómodos y se hurtan sus beneficios principales. Basta contemplar la reciente desregulación de las directivas de sostenibilidad, que se está quedando en una mera «simplificación» que mantiene en vigor la mayor parte de su parasitismo rentista

Resulta revelador, en este sentido, el silencio de estas propuestas sobre las cargas fiscales. El informe Draghi apenas las menciona y, en el informe Letta, los impuestos aparecen como un problema técnico de fragmentación que conviene suavizar, no como una de las decisiones políticas más fundamentales para definir nuestro modelo productivo. Ambos informes hablan de incentivos, inversión y financiación, pero rara vez tratan la presión fiscal efectiva y la estructura del gasto como restricciones centrales. En el fondo, pretenden renovar Europa manteniendo el timón social en manos de los mismos Estados que la han llevado a la postración. Se promete competitividad sin discutir cuñas fiscales; se invoca la innovación sin preguntar quién paga los incentivos; se habla de recursos como si su escasez y asignación fueran cuestiones técnicas y no políticas. A la falta de dinero se responde con crédito. Y cuando algunos países ya no tienen margen presupuestario, en vez de recortar gastos se propone mutualizar deuda para que puedan seguir gastando. Que estas salidas se presenten como indoloras dice mucho sobre la decisión que se quiere evitar.

Ese sesgo no es casual. Responde a una cultura política que ha aprendido a rechazar pérdidas visibles y a exigir protección como norma. En sociedades así, la competencia se tolera solo mientras no cierre empresas; la innovación se celebra solo mientras no destruya rentas; y la reforma se acepta solo si no altera equilibrios heredados. Con estas preferencias, el silencio fiscal no es un olvido, sino una condición necesaria: permite prometer recursos sin factura explícita y desplaza las decisiones hacia deuda, subsidios y excepciones. 

Con este trasfondo cultural, cualquier intento de cambio acaba convertido en gestión del aplazamiento: esto es, en la administración ordenada de un declive que se prefiere no nombrar. Ese aplazamiento deja huellas claras: más deuda común, más excepciones, más subsidio y menos competencia. La innovación funciona cuando puede fallar; el mercado interior funciona cuando deja de proteger; y la política funciona cuando pondera los costes en vez de ocultarlos. Sin la honestidad para abrir esos costes al debate público, Europa no se reforma: solo se administra, y los resultados de esa administración están a la vista. 

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