The Objective
Javier Santacruz

Desacelerar sin caer: el verdadero reto económico de 2026

«Decisiones que desincentivan el ahorro a largo plazo, como facilitar rescates anticipados en planes de pensiones, agravan el problema»

Opinión
Desacelerar sin caer: el verdadero reto económico de 2026

Ilustración de Alejandra Svriz.

No estamos ante una crisis, pero tampoco ante una economía que crezca sobre unas bases «sanas». El rasgo definitorio del momento actual es más incómodo que el colapso o la euforia: una desaceleración sostenida del ciclo económico, generalizada y persistente, que obliga a tomar decisiones en un entorno de menor margen de error. El crecimiento sigue siendo positivo en las principales economías desarrolladas, pero cada año lo es un poco menos. Y todo apunta a que 2026 consolidará esa tendencia.

Tras la recuperación fulgurante posterior a la pandemia y el shock inflacionista desde el verano de 2021 hasta mediados de 2023 que obligó a endurecer la política monetaria, la economía global ha entrado en una fase de enfriamiento ordenado. Estados Unidos ha pasado de crecer cerca del 3% a moverse en torno al 2,5%. La Eurozona, que aspiraba con optimismo al 1%, cerrará previsiblemente 2025 por debajo de ese umbral. Incluso el crecimiento mundial podría situarse por debajo del 3%. No es una recesión, pero sí un aviso.

España participa de este escenario, aunque con rasgos propios. El impulso reciente se ha apoyado fundamentalmente en el consumo —alimentado por el crecimiento de la población y el gasto público— y en el sector exterior, con más de 90 millones de turistas. El problema es que este patrón equivale a quemar hoy parte del crecimiento de mañana: cuando el consumo presente se convierte en el motor principal, se estrecha el espacio para la inversión y se debilita el crecimiento potencial a medio plazo.

La evolución de nuestros principales socios comerciales refuerza esa fragilidad. Alemania ha logrado esquivar por poco un tercer año de recesión, un alivio relevante para una economía como la española, muy dependiente del núcleo europeo en términos de bienes, pero también desde el punto de vista financiero. Junto con Francia, Italia y Reino Unido, el mercado alemán explica más de dos tercios de nuestras exportaciones de bienes. Si a ellos se suman los países nórdicos, Estados Unidos y los grandes emisores de turistas, se entiende por qué España mantiene superávit exterior desde 2012: son los clientes que han mantenido el motor en marcha.

En el mapa global, los focos de dinamismo son escasos. India sigue siendo la gran economía claramente expansiva. Japón muestra una mejora gradual, aunque irregular. China empieza a ofrecer señales más consistentes de recuperación, especialmente a través del comportamiento de sus grandes tecnológicas. Pero el tono general es el de una economía mundial que avanza, sí, pero con el freno puesto.

El caso francés merece una mención aparte. La actual crisis política no es un accidente, sino la manifestación de un problema estructural: décadas de déficits públicos acumulados. Más del 60% de su economía gira en torno al sector público, lo que alimenta un círculo vicioso de gasto, deuda y dependencia del Banco Central Europeo. Cuando un país se acostumbra a gastar sistemáticamente por encima de sus posibilidades, el ajuste termina llegando, primero en los mercados y después en las urnas.

Estados Unidos afronta un desequilibrio fiscal de otra naturaleza. El «privilegio del dólar» le permite sostener déficits colosales sin una reacción inmediata del mercado. Pero incluso ahí existen límites. El repunte del bono a diez años hasta el 5% fue un recordatorio claro: el margen no es infinito.

«No hay burbuja inmobiliaria, pero sí un mensaje claro del mercado: el ciclo no se ha roto, pero se ha vuelto más exigente»

En este contexto, conviene separar el ruido de lo relevante. Tres indicadores resultan especialmente útiles: la fase del ciclo económico en cada país, el tipo de interés a largo plazo y los indicadores adelantados de actividad. Hoy no anticipan un giro brusco, sino una profundización de la fase actual: crecimiento más débil, inflación más contenida, pero aún incómoda.

En España, esa incomodidad se llama energía. La tasa de inflación se resiste a converger al 2%, lastrada por el coste eléctrico y por un modelo de respaldo energético caro, que se traslada directamente a los precios. Más de un tercio de la cesta de consumo está tensionada. El resultado es una combinación conocida: pérdida de poder adquisitivo, menor competitividad y presión sobre el ahorro.

No es casual que la tasa de ahorro española siga por debajo de la media europea. Tras una inflación acumulada cercana al 25% desde 2018 y sin avances significativos en productividad, la renta real ha vuelto al punto de partida de finales de los noventa. El crecimiento se ha vuelto extensivo —más población, más actividad—, pero no intensivo. Y eso tiene consecuencias.

La paradoja es clara: se consume más, se ahorra menos y se invierte poco. Decisiones que desincentivan el ahorro a largo plazo, como facilitar rescates anticipados en planes de pensiones, agravan el problema. Sin ahorro no hay inversión, y sin inversión no hay crecimiento sostenible.

El buen comportamiento del IBEX 35, en máximos no vistos desde 2007, no contradice este diagnóstico. Al contrario: refleja que los sectores que lideran el índice son precisamente los que mejor funcionan en una fase de desaceleración. No hay burbuja inmobiliaria, pero sí un mensaje claro del mercado: el ciclo no se ha roto, pero se ha vuelto más exigente.

2026 no será el año de la crisis, pero tampoco el de las inercias cómodas. Crecer menos obliga a elegir mejor. Y esa, quizá, sea la señal económica más importante de todas.

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