The Objective
Gabriela Bustelo

PSOX

«Si algo ha quedado claro con las elecciones extremeñas es que Sánchez trabaja para sustituir al tradicional PP de centroderecha por el ultraderechista Vox»

Opinión
PSOX

Ilustración de Alejandra Svriz.

«¿Qué dirá de mí la historia?», preguntó Pedro Sánchez a Màxim Huerta en junio de 2018, cuando el ministro más breve de la democracia española fue a Moncloa a presentar su renuncia. Sánchez, ya entonces, solo quería hablar de sí mismo. «¿Qué dirán de mí?», le insistía al atónito dimisionario.

«¿Qué dirá la prensa occidental sobre España?», me preguntaba yo hace unos días. Había visto una portada rojinegra del Economist sobre la ultraderecha europea y fui al quiosco de Plaza Castilla a comprar la revista. «Si hablan del voxismo tendrán que hablar del sanchismo, porque no hay uno sin otro», murmuré camino al puesto de periódicos, uno de los pocos que quedan en Madrid. El astuto quiosquero me preguntó si quería solo el último número, o también la edición especial sobre el año 2026. Ansiosa de despedirme del hiperventilado año 2025, me llevé los dos. Una vez en casa, leí el informe del Economist sobre la derecha populista europea, que lleva el subtítulo ¿Es posible frenarla?

Conforme pasaba las páginas, cuál no sería mi asombro al descubrir la ausencia total de España en el briefing del semanario británico, que analiza los partidos equivalentes a Vox en Reino Unido, en Alemania y en Francia: el Reform de Neil Farage, el AfD de Alice Weidel y el Rassemblement de Marine Le Pen. En la imagen de la portada salen todos ellos, junto a la italiana Giorgia Meloni y el galo Jordan Bardella. Ni en ese fotomontaje, ni en el editorial, ni en el monográfico, ni en el análisis de Mark Leonard sobre lo que debe hacer Europa ante el desafío trumpista, aparecen mencionados Vox, ni Santiago Abascal, ni Pedro Sánchez, por ninguna parte. De hecho, España parece no existir como país europeo cuyo devenir político pueda interesar al millón y medio de lectores de la revista.

Es en el número especial del Fin de Año del Economist donde España figura de manera genérica en la sección El Mundo en Cifras, con un gráfico del imparable turismo que recibe nuestro país, factor que mantiene el crecimiento económico español, superior a la media europea. Con el mordaz laconismo que caracteriza a la publicación, anticipa así la España de 2026: «Los riesgos para el crecimiento de las exportaciones persistirán. Los escándalos de corrupción han debilitado al gobierno, que se mantendrá renqueante hasta las elecciones de 2027».

En el universo paralelo español todo esto da igual, porque Pedro Sánchez todavía nos tiene hipnotizados con su jiu-jitsu gubernativo. Conforme se estrecha la espiral de acusaciones a su alrededor, estas Navidades le obsequian un Congreso troceado y un desplome en las encuestas personales. Por si esto fuera poco, hace apenas unas horas el fracaso extremeño le ha quitado su último y más preciado activo político: la cantinela de la misión sacrosanta de detener a la ultraderecha franquista. Durante siete años y medio, todo el despliegue propagandístico —cada discurso, cada rueda de prensa, cada post en redes— ha sido una variación sobre el tema del escudo antifacha. Esta narrativa simplista, terriblemente eficaz en la España polarizada, no trata al PP como un adversario político, ni como un colega democrático, sino como un trampolín hacia la amenaza Vox. En el neomundo del sanchismo antipluralista, todos los partidos conservadores del planeta son enemigos que jamás debieron existir y deben suprimirse de la faz de la Tierra.

«El autoproclamado mesías antifascista funciona de hecho como el gestor de imagen de Vox»

Pero la obsesión anti-PP no es nueva en España. Tenemos un antecedente en la peripecia de Albert Rivera, digna de entrar en la colección de moralejas de La Fontaine. En 2019, su partido Ciudadanos, cargado de una renovadora energía liberal, se disparó hasta los 57 escaños. En aquella ocasión la cruzada autoimpuesta era modernizar a la derecha española, guiarla hacia un futuro cosmopolita y europeísta, y finalmente enterrar al PP. (El enemigo verdadero era el PSOE, pero España nunca ha sabido de dónde vienen las balas.) El centrismo riverista lanzó una opa hostil contra la derecha estándar y fracasó estrepitosamente, cayendo al pozo del olvido. La lección parecía obvia: el PP, como un olivo machadiano —no son precisas rosas ni claveles, solo seguir serenamente en pie— estaba demasiado arraigado como para dejarse sustituir por un arbusto de diseño.

¿Qué datos políticos, qué cifras, hubiera evaluado el Economist si España tuviese categoría de democracia veterana, como Reino Unido, Francia y Alemania, tres países europeos cuyos gobiernos actuales son, a fin de cuentas, izquierdistas? El semanario ni siquiera lo ha intentado, pese a que los terminales mediáticos españoles publicitan a Pedro Sánchez como el gran baluarte contra las oscuras fuerzas del conservadurismo neofranquista. ¿Cómo explicar a los periodistas y analistas del prestigioso Economist que el presidente español infla y potencia el voxismo que dice estar frenando? Si algo ha quedado claro con las elecciones extremeñas es que Sánchez trabaja para sustituir al tradicional Partido Popular de centroderecha por el ultraderechista Vox. Con cada trazo grueso que dibuja al votante medio del PP como un intermediario de la fachosfera, Sánchez destila una alquimia electorera que los propios estrategas de Vox solo acarician en sueños.

Pero claro, vete a explicar a la redacción del Economist que el presidente socialista, el autoproclamado mesías antifascista, funciona de hecho como el gestor de imagen de Vox. Quien tuviera dudas sobre este hecho acadabrante, las ha disipado con las autonómicas extremeñas. Al convertir a Vox en el protagonista de su propio universo político, Sánchez otorgado a los ultraconservadores una dimensión y una potencia ya van refrendando en las urnas. Con tan solo 33 escaños, Vox domina ahora el debate nacional con la fuerza gravitatoria de un partido el doble de grande, todo gracias al megáfono del líder nacional que anuncia sin cesar su amenazante llegada. Rivera tenía 57 escaños y una campaña mediática eficaz, pero nunca tuvo la legitimación constante de un presidente que lo declarase enemigo público número uno. Es el patrocinio definitivo: «Esta gente es tan fuerte y peligrosa que solo yo, Pedro Sánchez, puedo contenerles». Para un partido que prospera con una narrativa de persecución y lucha antisistema, no hay mejor publicidad.

Además, el Gobierno de Sánchez, dependiente de los votos de los independentistas catalanes y vascos, suministra a Vox un chute perpetuo de combustible de alto octanaje. Cada concesión, cada negociación, cada frase ambigua sobre integridad territorial, llega a la puerta de Vox envuelta en papel regalo.

Tras el descalabro extremeño, si rebobinamos y volvemos a aquel día de 2018 en que Pedro Sánchez preguntó «¿Qué dirá de mí la historia?», la respuesta sería: «La historia dirá que no has salvado a España de nada. Has despejado el terreno a la extrema derecha. Cuanto más tiempo sigas en Moncloa, más votantes izquierdistas se abstendrán o votarán a la derecha. En cuanto al PSOE, pasarás a la historia como el líder que lo sepultó». Tal vez por eso dimitió Màxim Huerta. Porque lo sabía ya entonces.

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