Un ángel de la guarda
«La Navidad nos recuerda que todo lo importante sucede sin retórica ni falsos espectáculos, tanto en el interior del hombre como en la alegría compartida»

Navidad
Cuando llegan las Navidades, me gusta escuchar los viejos villancicos que me ponía mi madre de niño. Regreso así a mi infancia, que era también la suya y la de mis abuelos suecos –mormor y morfar–, ya antes de la guerra: un mundo que nunca conoceríamos si no fuese por el arte y la memoria familiar. La Navidad nos lleva aún más lejos: a una gruta de Belén, a un país remoto, situado en la última frontera del Imperio romano. El relato del Nacimiento se sostiene sobre una serie de extraños paralelismos: un Dios que renuncia a su omnipotencia para hacerse hombre; una luz («Lumen de Lumine», rezamos en el Credo) que se oculta en la oscuridad; una palabra (esa Palabra, al inicio del Evangelio de san Juan, define la naturaleza del Dios cristiano) que se acalla para tornarse infans, es decir, un niño aún incapaz de hablar. En este humus, cultivado durante milenios por la fe cristiana, se forjará gran parte de la sensibilidad, la ética y la moral europeas.
Mi villancico preferido celebra esta memoria de lo que el hombre occidental ha considerado sagrado a través de los siglos. Lo compuso, muy joven, Jan Sibelius a partir de un poema en sueco de Zacharias Topelius titulado Giv mig ej glans, ej guld, ej prakt. Me gustaba oírselo cantar a mi amigo Martti Wallén, que durante mucho tiempo fue el primer bajo de la Ópera de Estocolmo y que falleció, demasiado pronto, hace ahora año y medio. Dice así:
No me des brillo, ni oro, ni pompa
en esta bendita Navidad.
Dame la gloria de Dios, un ángel guardián
y paz sobre la tierra.
Dame una fiesta que alegre más
al Rey que invité como huésped.
No me des brillo, ni oro, ni pompa,
Dame un hogar en mi tierra natal,
un abeto con niños en ronda,
una tarde iluminada con la palabra del Señor
y oscuridad alrededor.
Dame un nido con paz de conciencia,
con gozosa confianza, esperanza y fe.
Dame un hogar en mi tierra natal
y la luz de la palabra del Señor.
Al alto, al bajo, al rico, al pobre,
ven, santa paz navideña.
Ven alegre como un niño, ven con cálido corazón
en el invierno del mundo.
Tú, el único que no mudas,
mi Señor y mi Rey, ven.
Al alto, al bajo, al rico, al pobre,
ven alegre y con cálido corazón.
Es un villancico de raíz luterana, sobrio, casi ascético, centrado en la interioridad, que muy poco tienen que ver con el consumismo desenfrenado de nuestra época. Reclama apenas unos pocos dones, como la luz de la palabra para aprender a mirar y la alegría de la paz para saber habitar aquello que se ama. Luz y paz en el corazón de los hombres.
Pero la canción no nos habla sólo de luz y de paz, como tampoco lo hace la Navidad. «Dame –leemos en el poema– un ángel guardián»; esto es, una custodia, una protección. También el Dios hecho niño en Belén necesitó de la protección de una madre y un padre para sobrevivir al frío y al hambre, para crecer y llegar a ser un hombre. Esta es una idea muy hermosa, que refleja la realidad: nadie se basta a sí mismo. Antropológicamente, necesitamos un amparo que sólo concede el amor: ser queridos, sabernos amados. Incluso cuando aún no hay palabras y el niño recibe ese amor en silencio. La Navidad nos recuerda que todo lo importante sucede sin retórica ni falsos espectáculos, tanto en el interior del hombre como en la alegría compartida. ¡Feliz Navidad a todos!