The Objective
Jon Viar

Los políticos y nosotros

«¿No es deseable que los políticos estén muy bien remunerados? ¿No lograremos así atraer a los mejores? ¿Una suerte de meritocracia es posible?»

Opinión
Los políticos y nosotros

Ilustración de Alejandra Svriz.

El poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger nos advirtió hace tres décadas que quizá había llegado el momento de que dejásemos de insultar a los políticos. Ya entonces, según decía el autor, la clase política de todo el mundo parecía caracterizarse por un dominio de la mediocridad, fracaso de discernimiento, pensamiento a corto plazo, ignorancia conceptual, obsesión por el poder, codicia, nepotismo, corrupción y arrogancia. Puede que todo esto fuera cierto, pero no es descartable que, en el fondo, la clase política no sea más que un reflejo fidedigno de la sociedad. ¿O son acaso una pléyade de «reptilianos» infiltrados entre nosotros? Enzensberger advertía también que, en muchos casos, las acusaciones contra los políticos —no siempre ciertas— revelan la envidia de los acusados. «Cobran demasiado», dicen algunos. Es cierto que, si comparamos los sueldos de los diputados con los del mercado, parecen bastante más altos. Y, sin embargo, ¿no es deseable que los políticos estén muy bien remunerados? ¿No lograremos así atraer a los mejores? ¿Una suerte de meritocracia es posible? Y, como no tengo respuestas, sigo haciéndome preguntas: ¿quizá fuese deseable un sistema de listas abiertas en los partidos? Ustedes dirán.

Durante las famosas jornadas del 15-M de 2011 se manifestaron miles de personas de diversas sensibilidades ideológicas —y otras muchas sin ideología— exclamando «no nos representan». Menuda majadería —pensé entonces—. El problema es que los políticos que nos han fallado son precisamente los que nos representan. «Democracia real ya», decían, como si fuese un spot publicitario. «Esto lo arreglo yo en dos patadas», que diría aquel. Se hablaba entonces de la necesidad de una democracia participativa. Debo de ser muy vago, pero la idea me generó siempre una terrible pereza. Prefiero una democracia representativa, con dirigentes bien remunerados, para no tener que ocuparme yo de todas esas cuestiones relativas a la «cosa pública». Si apenas tengo tiempo de trabajar, hacer las tareas domésticas y sobrevivir, ¿cómo voy a ocuparme de la «res publica»? Es cierto que hoy todos somos expertos en política internacional, crecimiento económico, cambio climático o derechos humanos, pero sigo aspirando a vivir en una democracia aburrida en la que no tenga que estar manifestándome o posicionándome permanentemente. Ah, qué estúpida ingenuidad, lo sé, pues solo desde la idiocia se puede vivir al margen del mundo. 

Con la crisis de representación debida en mi opinión al empobrecimiento de la clase media, el bipartidismo voló por los aires. Muchos pensaron entonces que las alternativas serían mejores. A la política llegarían, por fin, los buenos. Llegó el momento de los salvapatrias. La oleada populista. Nadie entendería un discurso de tipo marxista, que pusiese el foco en las contradicciones históricas, la lucha de clases, el ejército industrial de reserva, la plusvalía… Todo eso es muy complicado, y no lo entiende casi nadie. Había, por tanto, que atizar las pulsiones más bajas, simplificar el discurso político a un esquema binario, simple, irrefutable: «los de abajo contra los de arriba». En otras palabras: los buenos contra los malos. La infantilización del debate político dio sus frutos, pero en cuanto esos nuevos salvadores defraudaron al pueblo, llegó el momento de un populismo de signo contrario. Dicen que se avecina un «pendulazo» histórico. No me siento capaz de corroborarlo, pero al ver el nivel patibulario de tertulianos y reporteros me pregunto; ¿cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo es posible que hoy muchos jóvenes españoles elogien la dictadura franquista? Y, ¿cómo es posible que otros muchos crean que Bildu es un referente progresista con el que se debe pactar la gobernabilidad del país? 

No tengo tiempo para seguir detalladamente la actualidad política. Y lo que descubro me aterra. Por salud mental, procuro no estar al tanto de estas cosas, pero esto es como el reguetón, aunque no quieras escucharlo, te acabas sorprendiendo a ti mismo tarareando alguna frase musical abominable. Ahora resulta que asistimos a una lucha de los partidos por arrojarse acusaciones de acoso sexual. Lo más sorprendente ha sido la que se ha vertido contra el que fuera Presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Todo parece una competición para ver quién es más corrupto, más acosador, más odioso.

«La identificación ideológica tiene una carga afectiva tan potente que hace que justifiquemos cualquier tropelía de ‘los nuestros’»

Las palabras de Enzensberger son más actuales que nunca: «Como siempre, cuando ya no queda nada por desvelar, el sacar algo a la luz se convierte en una rutina industrial. Produce beneficios siempre que se trate de incrementar ediciones o cuotas de audiencia. Pero incluso este beneficio es efímero; el interés da paso al hastío, la indignación se consume a sí misma, y el desprecio consensuado se conforma con encogerse de hombros». El escritor Daniel Gascón siempre nos recuerda que «toda parodia es eufemismo». No sé si, como dijo Enzensberger, debemos dejar de insultar a los políticos. Lo que tengo claro es que a los artistas nos han hecho competencia desleal. Y mientras tanto, los problemas no se solucionan, las condiciones materiales de los trabajadores no mejoran, y la famosa «polarización» se acrecienta. 

En Freud, la identificación es un proceso psicológico primario donde un sujeto incorpora rasgos o atributos de otro. Su teoría explica cómo las ideologías se asimilan como identificaciones con figuras parentales o grupales. Podríamos decir, pues, que la identificación ideológica tiene una carga afectiva tan potente que hace que justifiquemos cualquier tropelía de «los nuestros», y, sin embargo, seamos implacables con el adversario ideológico. Cuando lo que se juzga no es la idea, sino la procedencia de la idea, estamos perdidos. Cuando lo que importa es el quién, y no el qué, la convivencia es imposible. 

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