The Objective
Javier Benegas

Cuando el Gobierno caiga

«España lleva décadas confundiendo la derrota ajena con la victoria propia. Pero ¿para qué sirve vencer si el terreno de juego sigue siendo un lodazal infame?»

Opinión
Cuando el Gobierno caiga

Pedro Sánchez. | Alberto Ortega (Europa Press)

Los españoles vivimos esos minutos finales que en fútbol llaman tiempo añadido, cuando el árbitro remolonea, mira el reloj dándose cierta importancia y todos saben que lo que queda es solo agonía. El Gobierno encara esos minutos acosado por la corrupción y por la sospecha de que, si cae, no dudará en arrastrar consigo el maltrecho andamiaje institucional. No está en juego el reparto del poder, sino la estructura misma sobre la que descansa nuestra convivencia.

La Transición nos legó un modelo político. Imperfecto, sin duda; mejorable hasta la extenuación. Pero es el único que tenemos. Aprovechar la coyuntura para empujar al vacío el edificio institucional puede parecer audaz, pero recuerda demasiado a aquellos burgueses del 68 que querían echar abajo el sistema para, según gritaban, sentirse libres… sin tener previsto ningún recambio. Hoy, esa tentación aparece tanto en buena parte de la izquierda, que culpa al marco institucional de su irrelevancia, como en sectores de la derecha que sueñan con un gran reseteo. Destruir es sencillo; sostener y transformar, infinitamente más difícil.

Mientras esa inestabilidad se convierte en un rumor sordo, el Gobierno continúa con su liturgia del gasto. Hace unos días, con el desparpajo de quien firma un cheque arrancado de un talonario ajeno, llegó el anuncio a bombo y platillo: funcionarios, pensionistas, perceptores de ayudas y rentas mínimas serán favorecidos con incrementos sustanciales. Se aprueban retroactividades, se acumulan subidas y se proyectan porcentajes que parecen diseñados más para comprar voluntades que para asegurar el futuro. En España siempre se gasta con solemnidad; la pregunta de quién paga llega más tarde, cuando la sala de prensa está vacía.

La economía política española ha devenido en liturgia. Cada año, el Gobierno anuncia con solemnidad nuevas subidas, nuevos compromisos y nuevos subsidios, como si bastara la promesa de un mayor gasto para conjurar el futuro. Primero se redacta el presupuesto como si fuera una película de género social y después, en los títulos de crédito, cuando el público abandona la sala, aparece la deuda en letra pequeña.

Llevamos años recaudando más que nunca y, sin embargo, seguimos instalados en el mismo agujero. La aritmética es dura: más de 190.000 millones destinados a pensiones, cerca de 150.000 a sueldos públicos, entre 40.000 y 50.000 a ayudas y subsidios. Oculta queda la partida que no se jalea en los mítines: 40.000 millones como servicio de la deuda. Es la lógica de una economía que se jacta de vivir del aire, como aquel personaje de Chesterton que presumía precisamente de eso, de vivir del aire, ignorando que para realizar un acto aparentemente sencillo como respirar hacen falta pulmones, y que los pulmones —cuando se maltratan— empiezan a fallar.

«El ciudadano ha interiorizado que su seguridad y prosperidad no dependen de su capacidad, sino del Boletín Oficial del Estado»

Con los restos, el Estado debe financiar todo lo demás: la justicia empantanada en procesos inacabables, el sistema sanitario que bate récords en listas de espera, la educación que produce analfabetos funcionales y los trenes que se parecen cada vez menos a los de una potencia europea y más a un vestigio ferroviario de la India poscolonial. España es como esas familias que derrochan en compromisos sociales y luego piden un préstamo para arreglar la caldera.

Sería injusto atribuir este mecanismo tan perfectamente orientado al fracaso únicamente a las decisiones de los políticos. Hay una raíz sociológica más profunda. España ha vivido casi un siglo bajo la misma expectativa: el Estado como proveedor universal. Del paternalismo autoritario del franquismo se pasó, sin transición cultural, a la dependencia socialdemócrata que ha dominado la política las últimas cinco décadas. Han cambiado los gobiernos, los tonos y los símbolos, pero la cultura de fondo ha permanecido inalterada. El ciudadano ha interiorizado que su seguridad y prosperidad no dependen de su capacidad, sino del Boletín Oficial del Estado. «El hombre común no quiere libertad, quiere seguridad», escribió Mencken con su habitual crudeza. España es, en el sentido de la frase de Mencken, un país extraordinariamente vulgar.

Nuestra necesidad de seguridad no es un estado psicológico coyuntural, es una estructura mental. Una nación envejecida como España tiende al inmovilismo: prefiere la certeza, por cutre que resulte, al riesgo que podría salvarla. El paralelismo con Argentina, tantas veces referido como argentinización, es engañoso. Argentina, incursa en una revolución política arriesgada, conserva algo que España no tiene: juventud demográfica. Un país joven es más propenso a cambiar; un país envejecido se resiste como gato panza arriba. La paradoja es que cuanto más envejece una sociedad más urgente se vuelven las reformas, y simultáneamente más sociológicamente improbable es el impulso reformista. Pedimos a un país mayoritariamente envejecido que renuncie a la quietud que lo calma y abrace un esfuerzo que lo aterra.

Esa misma estructura mental explica, en parte, la dificultad de aceptar que dos partidos distintos —PP y Vox— compitan, se diferencien y se disputen el espacio político. Quien solo quiere estabilidad sueña con que la alternativa a la izquierda sea un bloque sólido, sin fisuras. Pero la política es más compleja que el deseo. Sin embargo, al mismo tiempo que muchos ciudadanos reclaman esa uniformidad que la juventud detesta, también se requiere cierta madurez para entender que, a la hora de gobernar, la legitimidad no es un acto de fe, sino de suma. O hay acuerdos, o no hay salida.

«La política no consiste en tener razón, sino en sumar: que sin mayoría no hay transformación, y que la pureza sin gobierno es estéril»

Es normal que los partidos de la derecha compitan, exageren diferencias o eleven el tono en campaña: sería absurdo exigir a dos fuerzas distintas que renunciaran a serlo. Ese juego pertenece al tiempo previo a las urnas. Después, cuando el escrutinio establezca la aritmética del poder, la sociedad española —que en parte desea continuismo y en parte intuye que ya no puede permitírselo— demandará algo más que una moderación gaseosa, siempre dispuesta a desvanecerse sin dejar rastro de reforma. Exigirá claridad, propuestas reconocibles y una voluntad real de alterar los rituales que han fatigado al país durante décadas. Al que aspire a crecer le tocará comprender que la política no consiste en tener razón, sino en sumar: que sin mayoría no hay transformación, y que la pureza sin gobierno es estéril. A unos y otros les corresponde un esfuerzo. Y ese esfuerzo —o su ausencia— será la verdadera medida de su compromiso con España.

Cuando este Gobierno caiga —porque caerá, por las urnas, por la acumulación de escándalos o por puro agotamiento— habrá quien brinde como si la historia hubiera concluido. Pero la celebración será inútil si, al despejar los escombros, la carcoma sigue intacta. España lleva décadas confundiendo la derrota ajena con la victoria propia, como si la política fuese un tanteo y no un destino. ¿Para qué sirve vencer si el terreno de juego sigue siendo un lodazal infame?

Tocqueville advirtió que el gran peligro para una nación no es la tiranía de unos pocos, sino la apatía de los muchos. Esa es la trampa: creer que la caída de un gobierno traerá consigo una especie de resurrección automática. Noventa años de dependencia y renuncia deberían bastar para entender que el final no es un simple desenlace. Que un país no se sostiene con expectativas ni con lamentos. Así pues, cuando este Gobierno caiga, o exigimos un proyecto de país, o nos conformamos con recolectores de escombros. Nosotros veremos.

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