The Objective
Ignacio Vidal-Folch

Las canciones del peluquero chamán

«Quizá es como esos mentirosos, conozco algunos, que mienten porque se aburren, la vida corriente es poco para ellos, y contándote grandes bolas se entretienen»

Opinión
Las canciones del peluquero chamán

Las canciones del peluquero chamán.

Podrá gustarte o no Bob Dylan, pero de lo que no se puede dudar es de que tiene ingenio, y es de respuestas rápidas. Contaré dos anécdotas, quizá ya las conoces. La primera data de los años 70, cuando en una fiesta en Los Ángeles se le presentó Robert Plant y le dijo:

Hola, Bob, soy Robert Plant, dirijo Led Zeppelin.

Dylan le respondió:

—¿Te vengo yo con mis problemas?

Led Zeppelin era entonces la banda de moda, lo petaba. Plant se quedó sin habla. Por cierto que esta anécdota recuerda un poco a Alejandro Magno preguntándole a Diógenes qué podía hacer por él. Respuesta del filósofo:

—Que te apartes un poco, que me tapas el sol.

La otra anécdota de Dylan data de los años sesenta. Un periodista de Playboy le preguntó por qué llevaba el pelo tan largo. «Es mejor no llevarlo dentro», respondió. «Cuanto más pelo saques de tu cabeza, mejor para liberar la mente». Se gustó en esa réplica, y más adelante la repetía: «Cuanto menos pelo sobre la cabeza, más dentro de ella. Ve con la cabeza rapada, y tendrás todo ese pelo dentro, enredado alrededor del cerebro».

Pese a tanta sabiduría, en estas fechas, las peluquerías están desbordadas. Uno va a comer con su madre —en fin, si aún la tiene— y quiere presentarse ante ella con aspecto perfectamente domesticado. Bueno, pues le va a costar, si no ha reservado hora con antelación. Todos han pensado lo mismo, todo el mundo está cortándose el pelo.

Me pasó a mí en víspera de Navidad. A última hora encontré una peluquería en la que milagrosamente me aceptaron. Era el último cliente. Estábamos solos el barbero y yo. Me senté en el trono mientras él le decía a su mando a distancia:

—Qué tiempo tan feliz. Matt Monro.

El altavoz respondió con su voz de algoritmo:

—El tiempo hoy en Barcelona va a ser frío. Se anuncian lluvias y viento. Las temperaturas…

—No, no —interrumpió el barbero—. Qué tiempo tan feliz, canción de Matt Monro.

Es una canción bien conocida, pero la maquinita no entendía. Le sugerí al barbero:

—Pruebe con Those were the days, My Friend.

Así lo hizo, y en seguida oímos la voz angelical de Mary Hopkin y vimos en una pantalla su rostro de manzana sana, cantando ese himno, animado pero nostálgico, a la amistad juvenil, a los días de entusiasmo y de grandes proyectos. Cuando se acabó le pregunté:

—¿Por qué ha pedido específicamente esta canción?

—Porque me gusta mucho —explicó el barbero.

¿Pues sabe que la produjo el gran Paul McCartney? ¿Y que es una canción rusa? Escuche esos acordes, típicamente eslavos… —Resulta que el año pasado leí no recuerdo dónde un reportaje sobre el tema. Mientras el barbero me rapaba le expliqué todo lo que memoricé: la canción en realidad no se llama Qué tiempo tan feliz ni Those Were the Days, My Friend, sino Dorogoi Dlinnoyu, que en ruso significa «El largo camino».

La compuso Boris Fomin en 1924. Fomin (1900-1948) era un compositor prolífico y exitoso y un comunista convencido. Cayó en desgracia, pasó un año en una cárcel de Moscú. Cuando lo soltaron,  compuso muchas canciones para animar a los soldados durante la Gran Guerra Patriótica (la Segunda Guerra Mundial). Luego cayó en el ostracismo, víctima de la «campaña antiromántica» del estalinismo que consideraba que ciertas melodías son disolventes. Murió de tuberculosis. Su viuda contaba que a pesar de todo no perdió nunca el optimismo, que estaba seguro que con el tiempo las autoridades se darían cuenta de que habían cometido con él un error, y sus canciones se volverían a escuchar. En fin, una vida típicamente soviética.

A principios de los sesenta, Eugene Raskin, cambió la letra de El largo camino, la registró a su nombre, y desde que McCartney decidió producirla vivió holgadamente el resto de su vida gracias a los derechos de autor.

Quizá agradecido por tanta información valiosa, el peluquero, que era un tipo harto excéntrico y locuaz hasta lo delirante, con cabello cuidadosamente alborotado y grandes patillas de hacha, de origen sirio y muchos años en Suramérica, me recomendó a su chamán. El chamán de hecho es muy conocido aquí en Barcelona, en círculos esotéricos. Se llama Clemente, tiene su consulta en el barrio de La Verneda, visitarle cuesta 26 euros, pero te rejuvenece cinco años en cada visita. 

—A ver, ¿qué edad me echas? —me preguntó el peluquero.

—No sé… ¿56?

Torció el gesto.

—¿Cuántos tiene? —pregunté.

—57…

Yo creo que tiene sesenta y tantos, pero evidentemente el chamán Clemente le ha rejuvenecido. Parece que es un hombre muy sabio. Esos 26 euros, además no se los queda para sí, sino que dice que los envía a los pobres de Tahití.

—¡En Tahití no hay pobres! —exclamó, tras contarme eso, el barbero.— ¡Tahití está al lado de Las Marquesas, donde se retiró Jacques Brel, es el paraíso terrenal! Le dije al chamán: «Usted confunde Tahití con Haití, donde sí que hay mucha pobreza». Él me respondió: «Tahití, Haití… qué más da una letra». ¡Tienes que ir a verle!

Se reía solo.

—Además, es muy sabio. Fue el primero que dijo que la tierra es plana.

—¿Y usted se lo cree?

—Claro. Es plana —Pero se sonreía.

—Pero entonces ¿cómo se explica que nadie ha contado que ha visto el borde?

—¡Hombre! Porque los que llegan allí caen al abismo.

—Entiendo.

Es un hombre disparatado, no se acaba de saber en qué cree y en qué no. Quizá es como esos mentirosos, conozco algunos, que mienten porque se aburren, la vida corriente es poco para ellos, y contándote grandes bolas se entretienen.

Acabada la faena, me puse el abrigo.

—Cuando vuelvas a Barcelona —dijo—, ven a cortarte el pelo y luego vamos a ver al chamán. Apúntate mi teléfono.

Así lo hice y le pregunté cómo se llama. Su nombre de pila es oriental, difícil, así que, mientras se colgaba al cuello una guitarra, me dijo:

—Tú apunta «peluquero chamán».

Me despidió cantando Por qué te vas, de Perales-Jeanette. Alteraba la letra para que dijese «Por qué te vas, Ignacio».

Espero sentado, pacientemente, en casa, a que el pelo me vuelva a ir saliendo poco a poco de dentro de la cabeza, para que no se me enrede en el cerebro y me confunda las ideas.

Cuando haya crecido otra vez, tendré la excusa para volver a Barcelona, a seguir conversando con el peluquero chamán.

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