Un año más
«Sólo quienes tienen presente su condición de mortales son capaces de la mayor heroicidad. Y ésta es vivir con dignidad y alegría el tiempo que nos toque»

Decoración navideña. | Nikolai Mikhalchenko (Zuma Press)
Todos los años suelo felicitar las fiestas a mis lectores y no va a ser 2025 una excepción. Ustedes leerán estas líneas el día 27, cuando ya haya pasado todo el tráfago, o casi, porque queda el fin de año y el 6 de enero, pero yo lo comienzo a escribir el día de Nochebuena. Y siempre con el mismo propósito: entender (yo el primero) que nuestra existencia no es una línea recta, sino una espiral a veces convulsa.
Por esta razón, cada año comienzo cantando la célebre copla de la noche: «La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más». No se lo tomen con tristeza porque es una verdad tan grande como una catedral. Y las verdades, cuando son ciertas, llevan siempre una semilla de esperanza. Esta verdad es la más indudable, quizás la única indiscutible, posiblemente la gran certeza que tenemos. Todo lo demás es argumentable.
Hay que tomarla como los héroes de la antigüedad cuando circulaban por el estadio tras la victoria y las masas les adoraban desde los círculos del teatro. Iban los héroes con la cabeza coronada de laurel y llevaban, a la espalda, un auriga. Era un conductor de carros, experto en el dominio de los caballos, y ceñía las riendas de la cuadriga mientras el héroe levantaba los brazos en signo de agradecimiento por el clamor de la multitud.
Falta el detalle absoluto: de vez en cuando el auriga le susurraba al héroe: «Recuerda que eres mortal». De ese modo, el semidiós momentáneo volvía sobre su condición de humano y, por lo tanto, efímero y mortal. Era un modo de evitar la hibris, la embriaguez del orgullo que conduce a la perdición, esa locura de considerarse por encima de lo humano que ataca y destruye a los mortales que se toman demasiado en serio.
Por eso cada año me complace repetir la copla, con su permiso, «la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más». Porque solo quienes tienen presente su condición de mortales son capaces de la mayor heroicidad. Y la mayor de las heroicidades es, sencillamente, vivir con dignidad y alegría el tiempo que nos toque. No dejarse llevar por el resentimiento, la soberbia, la tristeza o el delirio infame de quienes se consideran superiores.
«Solo los humanos que consideran con absoluto rigor su condición pasajera, efímera, mortal, son verdaderos héroes»
Dicho del modo más claro, solo los humanos que consideran con absoluto rigor su condición pasajera, efímera, mortal, pendiente de un hilo, son verdaderos héroes. En eso consiste la heroicidad, en aceptar que, sin la menor duda, nos iremos y no volveremos más, pero que, a pesar de ello, nada puede impedirnos la generosidad, la justicia y el gozo.
Esto decían nuestros abuelos paternos, los griegos y romanos, pero los otros abuelos, la rama materna, los judíos, también nos decían en el Eclesiastés que hay un tiempo para amar y otro tiempo para morir. Y ambas cosas hay que hacerlas bien y con grandeza. Hay que saber amar lo mortal y hay que aceptar la muerte como a un viejo compañero que nos ha ayudado a amar.
Felicidades, pues, a todos los héroes que me lean (lo cual ya es una heroicidad) y que tengan siempre presente su escasa importancia. A los que aman, a los que agradecen, a los que ayudan, a los que defienden la justicia, y a los que detestan la soberbia.