The Objective
Benito Arruñada

Nuestro problema es el consenso, no la polarización

«Los españoles discrepamos mucho sobre cuestiones superficiales. Pero nuestros problemas nacen de aquello en lo que estamos de acuerdo»

Opinión
Nuestro problema es el consenso, no la polarización

Imagen generada con IA. | Benito Arruñada

Justo antes de Navidad, el Gobierno, siempre dispuesto a ejercer de Papá Noel por cuenta ajena, aumentó una vez más y de forma generalizada las principales rentas públicas: subió en torno a un 2% adicional los sueldos de más de tres millones de empleados públicos; aumentó el 2,7% las pensiones contributivas de cerca de diez millones de pensionistas; y, como este año que termina, subió mucho más —entre el 7% y el 11,4%— las pensiones mínimas, y el 11,4 % las no contributivas y el Ingreso Mínimo Vital (IMV). 

No fueron medidas aisladas. Mientras se indexan salarios públicos y pensiones, no se ajusta la escala del IRPF a la inflación, de modo que los impuestos suben de forma subrepticia por simple «progresividad en frío» cuando aumentan los ingresos nominales y no se ajustan las tarifas. El resultado es que de forma casi automática y sin apenas discusión suben las rentas que cobramos pensionistas y funcionarios mientras aumentan los impuestos que pagan los demás ciudadanos. 

Sería tentador despachar todo esto como una mera compra de votos por los partidos gobernantes. Pero el problema es más profundo, como revela el que la subida de sueldos públicos fue apoyada en las Cortes el pasado 11 de diciembre por todos los grupos parlamentarios (salvo Vox, que votó en contra y Junts que se abstuvo); y algo parecido (en este caso con el voto favorable de Junts) ocurrió en febrero de 2025 con la revalorización de las pensiones. 

Esta casi unanimidad en la decisión política más costosa del año encierra dos lecciones importantes. 

La primera desmiente la cantinela de la polarización. Es cierto que nuestra política está muy polarizada, pero la discrepancia se concentra en cuestiones identitarias y simbólicas. No lo está, en cambio, cuando se trata de fijar las reglas fundamentales de cómo nos repartimos el producto social y cómo financiamos ese reparto. Quizá por eso estas decisiones se adoptan con poca discusión y aún menos publicidad. Nuestros desacuerdos son muy ruidosos; los consensos, son tácitos. 

La segunda lección es aún más incómoda. Estas subidas no son ni justas ni sostenibles. Y no lo son por partida doble.

No son justas porque retribuyen a muchos beneficiarios muy por encima de lo que han aportado. Según las proyecciones actuariales de la Airef, tras la última reforma, con la indexación plena al IPC y la eliminación del factor de sostenibilidad, se ha elevado de forma sustancial la rentabilidad implícita de las pensiones, hasta situar el valor actualizado de lo que percibe un jubilado medio en torno a un 60 % más de lo que ha aportado. Nuestro sistema resulta así uno de los más generosos de Europa. A ello se suma que las pensiones no contributivas y el IMV crecen más que las pensiones contributivas, rompiendo la lógica básica de la «contributividad». También es difícil justificar que ajustemos fielmente las pensiones a la inflación, pero no los impuestos que pagan quienes las financian. Y lo es aún menos seguir elevando de forma generalizada los sueldos públicos cuando —sobre todo, en los puestos de menor cualificación— la remuneración esperada es muy superior a la de puestos comparables del sector privado. 

Como los puestos de trabajo no difieren solo en salario sino también en dedicación, seguridad y mil otras características, para saber lo bien que paga el sector público, además de los estudios ad hocque estiman una mayor retribución del orden del 24%, lo que triplica la media europea⎯, basta observar un contraste elocuente: la abundancia de candidatos para cada plaza pública que se convoca frente a las dificultades del sector privado para cubrir vacantes. Esta diferencia ⎯que resume salario, estabilidad, riesgo y expectativas⎯ confirma que la retribución neta del empleo público es muy superior. 

En ese contexto, subir los sueldos públicos de forma general y automática no corrige ninguna escasez ni mejora la asignación del talento. Solo refuerza rentas ya muy protegidas y traslada el ajuste a los asalariados privados y demás contribuyentes netos, que no solo han de pagar los impuestos, sino que además soportan su aumento, al no ajustarse las escalas del IRPF a la inflación. 

«La tranquilidad actual no es estabilidad: es aplazamiento»

Las subidas tampoco son sostenibles. Padecemos un déficit estructural elevado —en torno al 3-4% del PIB— que financiamos recurriendo de forma sistemática al endeudamiento. Tanto el Banco de España como la Airef coinciden en que esta senda de gasto exigirá un ajuste fiscal a partir de 2027. Con una deuda ya por encima del 103% del PIB, una eventual subida de tipos podría forzarnos en cualquier momento a elevar aún más los impuestos o a recortar de forma abrupta esas mismas rentas. La tranquilidad actual no es estabilidad: es aplazamiento.

Lo más pernicioso, con todo, no es vivir por encima de nuestros medios, sino los incentivos que consagramos. En los niveles más bajos de renta desincentivamos claramente la incorporación al mercado de trabajo. Pero, a todos los niveles, desalentamos el esfuerzo, la producción y el ahorro. El mensaje implícito es que conviene convertirse en rentista de un sector público que se presenta cada vez más como la mejor salida profesional. Premiamos la captura de rentas frente a la actividad productiva. 

Resulta inquietante que este consenso no se impone contra la sociedad, sino que la refleja. No nace de la polarización, sino de aquello en lo que coincidimos: proteger rentas, posponer costes y evitar todo ajuste incómodo. Por eso funciona en silencio y se reproduce sin apenas conflicto. 

Nuestro problema no es que discrepemos en exceso, sino que estamos demasiado de acuerdo en lo que no queremos discutir.

Publicidad