The Objective
Andreu Jaume

Los discursos de Navidad

«No es casual que los mejores discursos de esta Navidad hayan sido de jefes de Estado que no tienen poder efectivo y no sienten la necesidad de jalear a su clientela»

Opinión
Los discursos de Navidad

Alejandra Svriz

Durante su intervención en el acto académico conmemorativo de los cincuenta años de la monarquía que se celebró en el Congreso el pasado mes de noviembre, el historiador y expresidente del Senado Juan José Laborda, viejo socialista, defendió que hay que «leer al Rey» porque a su juicio sus discursos son «filosofía moral y política». La observación es pertinente por cuanto apela a la dimensión orientativa y arbitral de todos los jefes de Estado que no tienen poder ejecutivo y que, como meros representantes simbólicos de un solo cuerpo civil, hablan para toda la ciudadanía sin reclamar su aprobación ni su voto. Gracias a esa función neutral, la palabra adquiere una especial relevancia libre de propaganda que permite abordar con calma —sine ira et studio, como decían los clásicos— los elementos intangibles que conforman un determinado sistema político.

Con la Navidad, llegan también los discursos a la nación de los distintos jefes de Estado, ya sean monarcas o presidentes de República, una costumbre que inauguró en 1932 Jorge V de Gran Bretaña, a instancias del director de la BBC, para que todo el imperio oyera la voz de su rey. El breve texto que entonces se escuchó, por cierto, fue redactado por Kipling, el poeta de la long recessional, la larga procesión de retirada de la era victoriana. Inmediatamente, Roosevelt se apropió de la iniciativa y en 1933 pronunció su primera alocución navideña. Desde entonces, todos los mandatarios se dirigen a sus conciudadanos a través de mensajes televisados a los que en este siglo internet ha dado aún mayor difusión.

Si uno repasa los principales discursos navideños de los países más importantes puede hacerse una idea de cómo va el mundo. Donald Trump hizo uno de sus habituales shows oligofrénicos, acompañado de la inefable primera dama, insultando a todo quisque y abundando en la ya clásica narración grosera y distópica de sus logros. Un ejemplo grotesco de cómo ha degenerado la política en Estados Unidos, donde la irresponsabilidad de republicanos y demócratas ha permitido que la más alta magistratura del país se degrade hasta esos niveles embarazosos y deplorables. En Europa, al menos, el nivel es aún aceptable y, en algunos casos, incluso sobresaliente. El presidente de la República Federal Alemana, Frank-Walter Steinmeier, uno de los pocos políticos adultos que quedan en Occidente, dio un discurso lleno de gravedad y solemnidad, preguntándose, para empezar, qué pasaría si no existiera la Navidad y vinculando luego el espíritu luminoso de las fiestas a la necesidad de superar las crisis que nos amenazan. «In der Dunkelheit erstrahlt ein Licht», «en la oscuridad irradia una luz», repitió varias veces el presidente, reivindicando la esperanza sin disimular las adversidades. (Steinmeier, por cierto, hizo también un magnífico discurso hace unas semanas para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento de Rilke. ¿En qué otro país se preocupan los jefes de Estado de estas cosas?).

En Inglaterra, Carlos III, bisnieto de Jorge V, emitió un discurso muy bello el día de Navidad, hablando de la idea de pilgrimage, de peregrinaje, muy arraigada en la tradición poética y teológica de su país. En su doble condición de monarca y de cabeza de la Iglesia de Inglaterra, Carlos III reflexionó sobre el viaje como metáfora de la previsión del futuro pero también del adentramiento en el pasado. Escrito al parecer por él mismo, en el texto brilló una cita de T. S. Eliot, perteneciente a los Four Quartets: «Indeed, as our world seems to spin ever faster, our journeying may pause, to quieten our minds – in TS Eliot’s words ‘At the still point of the turning world’ – and allow our souls to renew» («De hecho, cuando nuestro mundo parece girar más rápido que nunca, nuestro viajar quizá pueda detenerse —en palabras de T. S. Eliot, ‘En el punto muerto del mundo en su vuelta’— y dejar que nuestras almas se renueven»). A Carlos, a diferencia de lo que le ocurría a su madre, le ayuda su voz grave y de dicción perfecta, además de ese intenso sentido teatral que inspira toda forma de actuación pública en el Reino Unido

En España, Felipe VI apareció en el salón de columnas del Palacio Real de pie y caminando, en una actitud más distendida y menos solemne que en otras ocasiones, para hablar de los cincuenta años de la restauración monárquica y de los cuarenta del ingreso de España en la Unión Europea. El Rey se refirió asimismo al clima de antagonismo y bronca continua que envenena nuestra vida política y apeló a la concordia, a la integridad de la convivencia y al respeto a las ideas de los demás. Fue una alocución breve, sucinta, bien dicha y ajustada a la dignidad que representa. Las citas literarias o filosóficas, han desaparecido, por desgracia, de nuestro vocabulario público.

Para muchos, estos discursos no son más que palabrería, un adorno navideño sin ningún efecto y sin ninguna utilidad. Pero a menudo se olvida que la democracia está hecha fundamentalmente de ese sobrante que es la palabra no adscrita a ningún credo ideológico. El PSOE y el PP de momento coinciden en aprobar el discurso del rey, pero sin aplicarse el cuento de sus advertencias. Podemos ha salido en tromba a criticarlo, acusando a Felipe VI de no haber condenado la dictadura y de ser el «nieto político de Franco», lo que revela una ignorancia muy característica de esa formación, puesto que si algo distingue al actual Rey de sus antecesores en el trono es justamente su condición de monarca plenamente constitucional y democrático. Vox, por su parte, guarda silencio porque últimamente cree que Felipe VI debería estar a su servicio, otra forma de incultura política, además de una señal alarmante de irresponsabilidad y soberbia, marca indeleble del populismo, hoy como ayer.

No es casual que los mejores discursos de esta Navidad hayan sido de jefes de Estado —no importa ahora si son reyes o presidentes— que no tienen poder efectivo y que, por tanto, no sienten la necesidad de jalear a su clientela. Ya Tocqueville, en los albores de la era democrática, advirtió que el nuevo régimen no podría prescindir de instituciones aristocráticas que controlaran y regularan la soberanía popular. La democracia nació para integrar al conjunto de los ciudadanos en el gobierno del bien común, pero cada cierto tiempo, la propia inercia democrática, que por su misma naturaleza conduce al disenso, olvida y desvirtúa los objetivos que animaron la empresa colectiva, el pacto fundacional. Los partidos se convierten así en empresas que venden eslóganes cada vez más simples y demagógicos, formulados no en aras de un verdadero interés público, sino solo en beneficio de su propio negocio. Eso explicaría también la triste paradoja de que, en España, la generación que nació bajo el franquismo pudo auspiciar la democracia, mientras la nacida ya en libertad en buena medida la está destruyendo. La primera compartió, a pesar de sus diferencias, unos propósitos comunes, la segunda, en cambio, se ha hecho adicta a sus diversos particularismos. Cuando la democracia falta, todo el mundo se acuerda de los principios generales y filosóficos que luego, una vez conseguida, unos y otros se dedican a menoscabar. 

«Cuando cualquier intervención en el ágora está viciada de raíz, el discurso de un jefe de Estado democrático sin más poder que el puramente metafórico adquiere una especial trascendencia vinculante»

Llegados a este extremo, cuando cualquier intervención en el ágora está viciada de raíz, determinada por un cariz ideológico o publicitario que en sí mismo supone una forma de ceguera ante la realidad, que es siempre compleja, inestable y mutante, el discurso de un jefe de Estado democrático sin más poder que el puramente metafórico adquiere una especial trascendencia vinculante, sobre todo por su carácter gratuito, inútil, sin rentabilidad, a salvo del ruido y la furia, como custodio de un espacio constituido que, como tal, posibilita cualquier opinión. Como decía Julián Marías, a partir de 1976, en España se realizó la conversión de las opiniones privadas en opinión pública, algo que al mismo tiempo adulteró la percepción de la verdadera salud de la sociedad, sepultada a menudo bajo la losa de las noticias. Por ello, recomendaba el viejo Marías —de cuya muerte se han cumplido este diciembre dos décadas—, cada fin de año habría que publicar unos «balances vitales». Que cada uno lo intente consigo mismo, al menos. Feliz 2026.

Publicidad