
La máquina que escribe poemas
Se dice que el último rincón digno que nos queda ante las máquinas es el arte. Que los robots podrán hacer de todo (descubrir medicinas, calcular el infinito, simular la creación del universo) menos escribir poesía.
Se dice que el último rincón digno que nos queda ante las máquinas es el arte. Que los robots podrán hacer de todo (descubrir medicinas, calcular el infinito, simular la creación del universo) menos escribir poesía.
En 1832 Harriet Martineau publicó una colección de cuentos con el improbable título Illustrations on Political Economy. Los relatos exponían los principios, mecánicos y desalentadores, que David Ricardo había expuesto 15 años antes. Su éxito fue enorme; el título volaba de los escaparates de las librerías de toda Gran Bretaña. “Ahora se considera de gran elegancia entre las marisabidillas hablar de economía política”, dijo con desdén María Edgeworth. Seguro que la lectura de Martineau era menos agria que la del propio Ricardo.
En 1790, Noah Webster escribió un ensayo sobre la educación necesaria para una joven república. Exigía que sus alumnos conocieran la historia de su país y la de los grandes hombres que habían entregado su vida por la libertad. Sabía que, en una democracia, el adoctrinamiento es imprescindible para inculcar los principios de la virtud republicana en el corazón de los ciudadanos.
Quien sabe en qué estará pensando Chomsky ni qué queda de aquel Porto Alegre brasileño que iba a ser la nueva Roma de la antiglobalización. Lo que sabemos es que la aceleración del tiempo define nuestra época. La mentira como verdad existe desde siempre –con el paradigma de los ‘Protocolos de Sión’- pero la post-verdad es eso y algo más: su transmisión hiper-acelerada en el tiempo.
Cuando se dispone del poder que ostenta un presidente de los EEUU resulta peligroso que ocupe la poltrona un tipo como Donald Trump
Cuánto añoro las Navidades sin afeites ni plusvalías, aquellas en que sólo se celebraba eso, la Navidad
Las sospechas sobre la potencial colusión entre el equipo de campaña y Rusia para ganar las elecciones están llegando a un punto determinante. Pese al hermetismo del fiscal especial Robert Mueller, exdirector del FBI, así parecen indicarlo algunos hechos:
No se me equivoquen. La fotografía que acompaña esta columna no es del ‘mayo francés’. No es París ni hay sueños nobles bajo el aguanieve belga. Es Bruselas llena de indepes y sus cuñados. No es tampoco una masa pidiendo el adiós a las armas de los terroristas. No esperen nada de eso: acaso vean ustedes que son gente de posibles aprovechando los festivos y con una excusa para visitar los mercadillos navideños. Anduvieron las redes colapsadas de guapa gente de Tarrasa ‘selfieando’ el histórico momento: patriotas por la democracia y una vuelta a Europa en Ryanair. Igual hay adoquines, pero lo que se ve es a 45.000 españoles de aldea y campanario que se conoce que no tienen nada mejor que hacer un jueves de diciembre. 45.000 catetos en la Eurocapital en busca de una pulmonía de vuelta a El Prat. Quizá no tengan nada mejor que hacer. Quizá sea una de estas imágenes que a los ‘Jordis’ (ese esperpento mortadelesco de la sociología ‘taleguera’, anverso y reverso del ‘golpismo amb barretina’) les ‘pone’ cantidad. Bruselas no es lo que se dice París en el 68, ni Nueva York, ni la Gran Vía de Madrid. Bruselas es un poblacho complejo venido a más que lleva soportando pataletas españolas y embajaditas de la España plural.
“El sur era más democrático, pero el lado que tiene menos dudas, gana”, dice un anciano combatiente vietnamita en The Vietnam War, la serie documental recién estrenada por la PBS, la televisión pública norteamericana.