THE OBJECTIVE
Anna Grau

Para qué sirve la inteligencia en política

«Dice mucho de cierto tipo de clase política que sus insultos a la inteligencia no sean disimulados y por lo bajini, sino explícitos y hasta sorprendentemente descarados»

Opinión
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Para qué sirve la inteligencia en política

¿Es la política para los listos, no para los inteligentes? ¿Es un compromiso político explícito incompatible con una reputación, no digamos con una coherencia intelectual? ¿Mancha la política el pensamiento? ¿Embota el pensamiento demasiado sutil una acción política realista?

Una de las formas más precoces de populismo —casi de populismo avant la lettre…— que se ha vivido en nuestro país es precisamente el intento de elevar un formidable muro de desconfianza entre la política y la inteligencia. Recordemos los encendidos debates entre Clara Campoamor y Victoria Kent, cuando la primera defendía que el sufragio universal incluyera a las mujeres y la segunda, que no, alegando que las mujeres españolas de la época eran mayormente analfabetas, de derechas y católicas y que, si se las dejaba votar, fatalmente votarían lo que les mandara su confesor. Ahí es nada la sororidad de la superizquierda de la época, la de la por muchos tan añorada Segunda República, y que quizás con una pizca, solo una pizca, de sensatez y de comedimiento, habría podido tener un muy distinto final…

Pero no nos desviemos. Solo la insobornable luz de Clara Campoamor, su determinación de anteponer lo justo a lo políticamente «correcto», salvó en aquellos alborotados tiempos el sufragio femenino (por los pelos: salió adelante por cuatro votos en las Cortes). Emociona recordar el ahínco con que reivindicó que, en un país efectiva y abrumadoramente analfabeto como la España de los años 30, las mujeres, de toda clase y condición, también las más humildes, aventajaban en un 40% a los hombres en su afán por aprender a leer y escribir. Por tener claro que cultura era libertad, para ellas y para sus hijos. Acuérdense de la madre lavandera de Arturo Barea, el autor de La forja de un rebelde, y del propio Arturo Barea, un diamante en bruto de Lavapiés (cuando todavía lo llamaban El Avapiés…), quien se desarrolla intelectualmente con todo en contra, y cuando digo todo en contra, digo que, cuando encontró a su compañera vital definitiva, la que sería su segunda esposa, Ilsa Barea-Kulcsar, tuvo que ponerse las pilas antimachistas a una velocidad que ya quisieran hoy muchos mandarines y mandarinas del feminismo…

Ilsa, licenciada en Derecho y en Ciencias Políticas, llegó a finales de 1936 a España como voluntaria, huyendo de su Austria natal. Hablaba idiomas y por eso la destinaron a la Telefónica, a la oficina de censura de prensa extranjera, precisamente dirigida por Barea. No pocas veces le tendría que sacar del lío ella a él, que colmar sus carencias culturales. No pocas veces tendría él que sacrificar su orgullo español y viril para permitir que una mujer extranjera mejor formada le diese lecciones…¡y encima enamorarse de ella! Por supuesto, los dos acabaron en el exilio. En el de verdad, no en el de Puigdemont.

Dice mucho de cierto tipo de clase política que sus insultos a la inteligencia no sean disimulados y por lo bajini, sino explícitos y hasta sorprendentemente descarados. Yo recuerdo haberme tenido que recolocar la mandíbula en su sitio después de oírle gritar a Jordi Pujol en un mítin en los años 90: «¡Hay gente más lista que nosotros, gente que ha leído más libros que nosotros, pero nadie que ame a Cataluña más que nosotros!». Esto, dicho por un tipo que habla seis idiomas, que se burla cordialmente de los que «perdemos el tiempo» leyendo prensa y literatura —él no se apea de la filosofía, de la historia ni del Frankfurter Allgemeine…—, solo puede significar que tolera la inteligencia en sí mismo, pero no la aguanta en los demás. Ciertamente, pocos intelectuales de verdad sobrevivieron a su vera. Un día les contaré en detalle una bronca tremenda, pero tremenda, que tuvieron Pujol y Baltasar Porcel a propósito del Premio Internacional Catalunya… Bueno, Porcel tuvo que amenazar con dimitir y además…

Pero, de nuevo, no nos desviemos. Ni nos remontemos tan atrás, que tampoco hace falta. Esta misma semana hemos asistido a otras dos perlas cultivadas de la relación entre política e inteligencia: por un lado, un vicepresidente segundo del Gobierno que parece creer que hay un antes y un después de él en las cátedras de Ciencias Políticas en este país, que le oyes hablar y parece que fuese el Unamuno de la Complutense… Aunque dudo mucho que Unamuno hubiese dejado pasar a nadie la comparación entre los exiliados del régimen franquista y el Erasmus de oro de Puigdemont… Por otro lado, tenemos a una consellera de Salut de la Generalitat de ERC, de cuyos méritos profesionales no se duda en este artículo, pero que parece que sí siembra dudas de la de los demás en cuanto ve una bata blanca: esta señora ha conseguido pelearse con el epidemiólogo estrella de Quim TorraOriol Mitjà se largó dando un portazo y llamándola inútil—, y hace dos días dijo en sede parlamentaria que se le «hinchaban los ovarios» (sic) por tener que debatir con un diputado de C’s, Jorge Soler, al que acusó de «clasista rancio» por ser… ¡médico!

En fin. Que cuando la política y la inteligencia, la capacidad y el talento se repelen mutuamente, como hace poco y a propósito de la aprobación de la ley Celáa también lamentaba una de las mentes más lúcidas de este país, la del director y editor de la Revista de Libros, Álvaro Delgado-Gal, yo creo que no es apocalíptico sugerir que hemos tenido, que tenemos o que tendremos un problema. Siempre es importante estar gobernados lo mejor posible. Por dignidad. Pero en momentos como el actual, a la dignidad le salen unas alarmantes lucecitas de emergencia… O aquí empieza a mandar gente capaz, sobre todo gente capaz de escuchar a los que más saben, o que la COVID-19[contexto id=»460724″] y la crisis nos cojan confesados…

Por supuesto el maridaje política/intelecto es un camino bidireccional. Los políticos tienen que atender a los que saben. Y los que saben se tienen que mojar. Lo cual no significa ni hacer la pelota a nadie, ni hacer el trepa, ni incurrir en lobotomía ni en sumisión. Significa no tener nunca miedo de decir lo que se piensa, ni de pensar lo que se dice.

Por todo eso, a mí me parece muy importante, a la par que enormemente emocionante y conmovedor, que una serie de intelectuales, los primeros que en 2005 vieron venir el drama del procés catalán y se atrevieron a levantar su voz en contra, y a quien le picara, que se rascara, hayan vuelto ahora a saltar al ruedo en defensa del proyecto político de Ciudadanos—al que yo misma acabo de sumarme, cada vez con menos vértigo y más ilusión—, del que en un momento dado se distanciaron porque entendieron que tenía que ser así. Con la misma responsabilidad libérrima con que ahora han entendido que tenía que ser lo contrario.

Lo más grande del manifiesto de apoyo a Ciudadanos de los que fueron sus padres fundadores es que lo han hecho porque les da la gana. Ni Francesc de Carreras, ni Albert Boadella, ni Arcadi Espada, ni Xavier Pericay, ni Félix de Azúa, ni Teresa Giménez-Barbat, ni Ana Nuño, ni Ponç Puigdevall, ni Sevi Rodríguez Mora, ni Ferran Toutain pidieron contrapartidas ni prebendas por el riesgo intelectual, político y civil asumido en su momento, ni mucho menos las esperan ahora, por razones obvias. Esa es la característica más maravillosa de la verdadera inteligencia: que suele manifestarse a las duras más aún que a las maduras. Y que es clarividente. El futuro empieza en la cabeza y en el corazón de los mejores.

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