Pedro Sánchez, el Estado y la política
«El presidente Pedro Sánchez está obsesionado con el poder, con conservarlo y extenderlo. Su intervencionismo en el Estado es solo para apropiárselo para su proyecto personal»
En el capitalismo tardío, la distancia entre la política y el Estado es muy grande. La primera es una fachada teatral y un simulacro. El segundo es una estructura inmensa cuyo principal objetivo es garantizar su propia supervivencia. Si hay estabilidad macroeconómica y geopolítica, las cosas en la sala de máquinas del Estado no cambian mucho aunque cambie el gobierno. En la sala de máquinas, las cosas se mueven por inercia y piloto automático. La política raras veces consigue modificar el funcionamiento del Estado. Cuando Podemos llegó al gobierno, hubo quienes se preocuparon por su falta de experiencia en el funcionamiento interno del Estado; otros alegaron eso mismo para transmitir tranquilidad: no sabrán tocar nada, la maquinaria y sus inercias los sepultarán.
Con la pandemia, se produjo un breve acercamiento entre la política y el Estado. El contexto exigía algún tipo de entendimiento. Había que tomar decisiones que alteraban el curso normal y convencional de la sala de máquinas. En España, ese acercamiento entre política y Estado demostró las carencias de nuestros gobernantes. El presidente Pedro Sánchez está obsesionado con el poder, con conservarlo y extenderlo. Su intervencionismo en el Estado es solo para apropiárselo para su proyecto personal. Cuando tuvo que entrar en la sala de máquinas para hacer algo más que extender su poder en las instituciones, se observó con más nitidez que nunca su incapacidad de gobernar. A pesar de su insistencia por vender una imagen de estadista, se demostró que es simplemente un político (obsesionado con el corto plazo, las encuestas y la polarización), es decir, un actor con ansias de poder.
Hasta entonces, no había necesitado gobernar. Estuvo en funciones durante 254 días, con los presupuestos del gobierno anterior (algo que todavía no ha cambiado), sin cambiar nada sustancial, viviendo de las rentas.
Llegó la crisis y la pandemia y el traje de estadista le quedó aún más grande. Había que tomar decisiones, y muchas de ellas eran más importantes para la supervivencia del Estado que para su propia supervivencia. Delegó cuando no tenía que hacerlo y fue autoritario cuando tuvo que delegar. Ahora, gracias a que colocó a su ministra del Interior como fiscal general (en un acto de una desvergüenza casi encomiable), la Fiscalía ha rechazado todas las querellas presentadas contra el gobierno por su gestión de la pandemia, alegando que no existe una relación causa efecto entre las decisiones del gobierno y las muertes por el virus (con argumentos realmente débiles). Al hacer esto, la Fiscalía ha devuelto el favor al presidente y ha contribuido a ocultar su ineptitud, pero sobre todo lo ha protegido de una rendición de cuentas y una auditoría necesarias tras una pandemia que se ha llevado más de 50.000 vidas.