THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

Por qué ver el fútbol es de sabios

Ya empiezan a regresar los reporteros con sus resacas. Amigos, familiares, clientes — todos vuelven con las mismas buenas nuevas. Entre atragantos de agua fría cuentan su historia como el que recuerda entre bribones los desmanes de una noche anterior.

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Por qué ver el fútbol es de sabios

Ya empiezan a regresar los reporteros con sus resacas. Amigos, familiares, clientes –todos vuelven con las mismas buenas nuevas. Entre atragantos de agua fría cuentan su historia como el que recuerda entre bribones los desmanes de una noche anterior. “Los rusos han resultado ser buena gente, fíjate. Súper simpáticos. Putin brilló por su ausencia. Ahí todo el mundo –¡de tantos países distintos!– gozaba por igual. Es decir, demasiado. Hubo noches que se acabó el vodka en todo Moscú… Y todos nos tomábamos el pelo, nos burlábamos entre bromas dizque nacionalistas… Fue un vacilón”. Ya decía Schiller (el himno es de Beethoven) que en la alegría todos somos hermanos, pero esto es otra cosa.

Este Rusia 2018 que ya está en sus últimos partidos nos ha dado una lección impagable. Y muy sencilla: a propósito del fútbol todo ridículo es legítimo. Llorar, gritar, brincar, sufrir insomnio: todo por una pelota que, uy, quizás termina entre los guantes del arquero. La ebriedad futbolera es el auténtico país sin fronteras. Su única aduana es no tomarse en la vida nada demasiado en serio –exceptuando, claro está, la frenética observación de su arte, su, cómo llamarla, sinfonía de patadas. Es una vuelta a la niñez, un guiño a la tribu, un quitarse de corbatas, un sudar que nos regresa al estado más bárbaro –y por tanto más noble– de nuestra humanidad… (Ténganme paciencia. Les prometo que esto lo estoy diciendo muy, pero muy, en serio.)

Este hombre nuevo, insisto, el del fanático de fútbol, con su franela de colores, su cara pintada, su boca abierta en exceso, sus dedos bañados de grasa, el cristal de su teléfono agrietado y bañado en salsa, su religiosa ansia de otro mundo (aquel donde su equipo gana el mundial) intacta –¿acaso no inspira unas poderosas ganas de abrazarlo?–.Un “muy bien, amigo, de eso se trata”, un “ya mañana será otro día… no dejes de soñar, mi pana”. No es simple conmiseración: la implicación de esta simpatía es política. Contraste usted al más vociferante de los hinchas de fútbol con la quinta y amargada esencia del votante de derechas o al peatón utópico de izquierdas; si el fútbol fuera un partido, ¿no preferiríamos votar por él? Su base electoral representaría el promedio más verídico, aunque embarazoso, de lo humano. El paraíso que nos dibuja es uno donde por fin cabríamos todos.

La sabiduría del fútbol emana precisamente de su falta de ortodoxia. El caso del equipo francés que nos sirva de ejemplo. ¿Cuándo ha sido la inmigración no-europea, el multiculturalismo del siglo veintiuno, celebrado de manera más sincera? Vaya ironía, el truco que abría la puerta estaba en ver al inmigrante no como víctima, sino como héroe. Es decir, en pensarle no como ente político, sino como humano cualquiera, como el Ulises en potencia que somos todos. Mbappé es hoy la gloriosa cara de Francia no por cuota, sino por la más apasionada fascinación. Un logro no del activismo políticamente correcto, sino del fútbol a secas. De esta momentánea sociedad de hinchas enfebrecidos que está sacando la versión más buena y más ridícula de cada uno de nosotros.

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