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David Mejía

Rojo cayetano

«No conozco a Álvarez de Toledo, pero he comprobado que posee uno de los atributos que más valoro en una persona: le interesa la verdad»

Opinión
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Rojo cayetano

Juan Carlos Hidalgo | EFE

«¿Cómo un tipo como tú, que se dice de izquierdas (¡votante de Izquierda Unida en tus años inmortales!) puede respetar tanto a Cayetana Álvarez de Toledo?». Mi amigo Ibai tiene algo de razón: es rubia, pija, aristócrata, tiene apellido compuesto y, a diferencia de Pardo de Vera, es del PP, un partido al que nunca he votado, y no sólo por prejuicio: jamás me he sentido representado por su proyecto político, ni por la amalgama de reaccionarios y santurrones democristianos que lo encarnaban. Por eso mi querido Ibai se sorprende cuando la defiendo, y no tarda en llamarme «rojo cayetano».

Discrepo en muchas cosas con Álvarez de Toledo, empezando por su liberalismo irredento: yo no creo que donde mejor esté el dinero sea «en los bolsillos de los ciudadanos»; defiendo la planificación, los impuestos sobre patrimonio y sucesiones, e incluso el fin de la escuela concertada. Sin embargo, antes de poder entrar a debatir estas cuestiones, es preciso aceptar una sencilla regla del juego deliberativo: la búsqueda honesta de la verdad mediante el uso recto de la razón. No conozco a Álvarez de Toledo, pero he comprobado que posee uno de los atributos que más valoro en una persona: le interesa la verdad. Creo que está equivocada en algunos de sus planteamientos, pero eso, decía, es secundario. Antes de preguntar si alguien está a la derecha o a la izquierda, siempre compruebo si está a favor o en contra de  la Ilustración, y Cayetana está con las Luces. Si ha agitado los cimientos de la discusión pública no ha sido por su radicalidad, como dicen algunos, sino por valentía y afán de verdad.

Ha plantado cara a las tres corrientes reaccionarias del momento: la derecha radical, la izquierda postmoderna y, por supuesto, el nacionalismo, contra quien no basta ser vehemente (ahí tienen a Vox). Lo importante es combatirlo por los motivos correctos, y Álvarez de Toledo ha entendido como pocos que el nacionalismo es un cáncer, pero no por ser anti-español, sino por ser anti-ilustrado. Porque nuestros derechos derivan del mutuo reconocimiento como ciudadanos, libres e iguales, y no de nuestra pertenencia a una tribu identitaria. Álvarez de Toledo es beligerante, no hay duda, pero su destitución no representa un giro al centro, sino el regreso a una posición irenista que ya ha fracasado antes. Contra el etnicismo totalitario, lo ético, incluso lo moderado, es ser beligerante.

Lo sorprendente es que no sea la izquierda quien embista con más dureza contra el nacionalismo, pues este supone una amenaza explícita contra el Estado, y el Estado es el garante de los derechos y libertades de los ciudadanos; el andamiaje que les permite encauzar el proceso de autorrealización del que todo ser humano es digno; el responsable de paliar las injusticias del azar. El nacionalismo, en definitiva, es un obstáculo para la igualdad, y eso lo ha entendido Álvarez de Toledo mejor que muchos supuestos izquierdistas. Su hecho diferencial es que ha invertido las premisas frente al enemigo: no es el Estado quien debe explicaciones al nacionalismo, sino quien está en posición de exigirlas. Esta falta de complejo ha hecho que muchos se llevaran las manos a la cabeza. La sinceridad frente al nacionalismo es, sin duda, algo radical en nuestro país, donde se acusa de pirómano a quien grita «fuego».

También provocó escándalo que recitara a Pablo Iglesias su triste contribución a la democracia: su desprecio a la Constitución, su sintonía con Bildu y el inframundo etarra, sus constantes ataques al Poder Judicial y su señalamiento de periodistas. Y sí, quizá se equivocó entrando a juzgar la genealogía de su oponente, pero eso es una anécdota. La realidad es que se considera que Álvarez de Toledo pertenece a una supuesta facción radical porque atenta contra el perverso marco que rige la interacción política, en que la contundencia del ataque solo se tolera en una dirección.

Álvarez de Toledo ha tenido también una postura inusualmente valiente respecto a las guerras culturales. Este no es un tema menor, porque las visiones del mundo que se consolidan en una sociedad pronto tienen una traducción legal e institucional. Hay que combatir, de nuevo, con la fuerza de la razón y la certeza científica, los diagnósticos errados del populismo: ni España es un país invadido por inmigrantes, como quiere hacernos creer Vox, ni un lugar peligroso para las mujeres, como defiende Podemos. Ni la homosexualidad es una enfermedad, ni el dimorfismo sexual un constructo social.

Desde la otra orilla lamento la marcha de Cayetana Álvarez de Toledo. Porque no hay discusión política posible si antes no hemos derrotado al oscurantismo. Y en ese frente, éramos aliados.

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