THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Vox no gobernará nunca

«Exactamente igual que la izquierda, la derecha española solo puede llegar a la Moncloa apoyándose en un abanico cambiante de pequeñas fuerzas de ámbito territorial»

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Vox no gobernará nunca

Flickr Vox

Mientras Vox continúe representando más, mucho más que el mero testimonialismo vociferante y algo histriónico del núcleo duro de cierta derecha sociológica sin complejos, el PSOE y sus confluencias circunstanciales de cada momento seguirán gobernando España sine die. Sine die y sin mayor preocupación. Algo así acaba de declarar el secretario general del Partido Popular, García Egea. Y es muy probable que tenga razón. Sobre Vox, y tras su irrupción en el último minuto del velatorio del bipartidismo heredado de la Transición, cayeron de inmediato dos estigmas retóricos con vocación de lugar común universal y, por tanto, no discutidos ni discutibles. Por un lado, se saldó la papeleta analítica y conceptual por la vía rápida de tildar de fachas a Abascal y los suyos. Eran fachas y asunto resuelto. Taxonomía perfectamente peregrina que nos deberá llevar a concluir que en España tenemos ahora mismo a casi cuatro millones de fascistas en plantilla. Una majadería alucinatoria. Aunque no mucho menos alucinatoria y majadera que la presunción de que igual andan sueltos por ahí otros cinco millones de comunistas, los votantes de Podemos cuando su mejor cata en las urnas de la indignación. Otra tontería. Al tiempo, con Vox se apeló al latiguillo recurrente en estos tiempos, los de la pereza intelectual elevada a motor de la Historia. ¿Qué se hace hoy con cualquiera que verbalice un discurso cuyas aristas no terminen por alguna razón de ajustarse a las convenciones habituales de la ortodoxia más o menos manida? En tal caso, es sabido, se le dice populista, cualquier cosa que eso quiera significar, si es que algo significa.

Así el alto análisis político en España llegó, pues, al consenso tácito de que los fachas populistas, en el supuesto de que también existan los fachas no populistas, acababan de hacer su triunfal irrupción en el Ruedo Ibérico. Ocurre, sin embargo que, obviando lo de fachas por su condición de mero insulto, de significante vacío de significado, Vox tampoco tiene nada de populista. Si se quiere, populistas pueden ser las formas, el envoltorio argumental de su discurso, la escenografía, incluso una estética que apela imágenes clásicas de una masculinidad ya algo en desuso, con un regusto añejo muy del No-Do. Amén, por supuesto, de la demagogia, empleada en generosas raciones industriales. Pero el recurso a esa quincalla zafia para consumo de las grandes audiencias televisivas no deja de constituir un signo ubicuo de nuestro tiempo. De grado o a la fuerza, partidos de todas las familias ideológicas, sin excepción, acaban más pronto o más tarde bajando a ese fango. Es la ley del mercado electoral en la era de la hiperinflación mediática y la memoria de pez entre los receptores del bombardeo informativo. Pero el fondo de Vox, ya se ha dicho, no tiene nada de populista. Y es que, a diferencia de Le Pen o de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, también de Orbán, Salvini o Boris Johnson, Vox nunca ha osado poner en cuestión de verdad los grandes consensos transversales de la Europa posterior a la caída del Muro. Un binomio que se llama euro y Unión Europea. Pese a algún que otro inocuo pellizco de monja a cuenta de tales asuntos, el programa de Vox resulta perfectamente convencional e inofensivo a efectos sistémicos, o mejor antisistémicos.

Pese a las apariencias, tan engañosas, Vox se asemeja mucho más a un partido conservador de matriz católica tradicionalista, lo que podría ser la CSU de Baviera, que a todas esas fuerzas de la nueva derecha alternativa con las que se les tiende a asociar por norma. Abascal puede despotricar en los mítines contra Soros – ese cliché contemporáneo del financiero judío, desarraigado y cosmopolita-, pero no es Orbán. He ahí, por cierto, la gran paradoja de Vox y también su pequeño callejón sin salida política. Porque al no adentrarse, más allá de la simple retórica, en el genuino terreno de la praxis populista, Vox no conseguirá romper las lindes del electorado tradicional de la derecha. El suyo con el PP es y será siempre un juego de suma cero. Todo lo que en las urnas gane uno, lo perderá el otro. Y viceversa. Porque existen los demócratas de Trump, como existen los (ex) comunistas de Le Pen, pero los viejos izquierdistas desencantados de Abascal, ni están ni se les espera. Su gran paradoja, sí, porque lo que convierte a Vox en un impedimento insalvable que aboca a la derecha a permanecer eternamente en la oposición no es su rechazo del orden liberal vigente en Europa y en el resto de Occidente, un rechazo que en puridad no existe, sino su obsesiva enmienda a la totalidad del Estado autonómico consagrado en la Constitución del 78. Exactamente igual que la izquierda, la derecha española solo puede llegar a la Moncloa apoyándose en un abanico cambiante de pequeñas fuerzas de ámbito territorial, todas ellas micronacionalistas en mayor o menor grado. Fuerzas para las que Vox supone una amenaza existencial. Se verá el día que toque votar la moción. Ninguno de ellos la avalará. Ninguno. El Partido Comunista Italiano fue la organización de izquierdas más fuerte del mundo occidental durante medio siglo. Pero no gobernó nunca Italia porque concitaba el rechazo unánime del resto del arco parlamentario. Y a Vox, guste o no, le sucede lo mismo. Lo dicho, García Egea no anda desencaminado.

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