Socialdemocracia. Y al tercer día resucitó
Mark Twain fue sentenciosamente irónico al responder a un amigo preocupado ante las noticias funestas que le llegaban: «los rumores sobre mi muerte han sido exagerados». Si cambiamos la correspondencia manuscrita por los sondeos online semanales, bien podemos imaginarnos a un socialdemócrata agobiado escribiendo un email con el que busca calmar a su compañero de filas, alarmado ante cifras que sitúan a los otrora partidos hegemónicos por debajo del simbólico 25% de los votos en países como Alemania o España, y muy por debajo en otros como Francia u Holanda.
«Cuando Nixon dijo que todos éramos ya keynesianos vino a decir que, en gran medida, éramos ya todos socialdemócratas.»
¿Ha muerto la socialdemocracia? Muchos así lo afirman, y en este caso es, además de un rumor creíble, una realidad electoral tozuda ante la que parece inútil resistirse: la socialdemocracia que conocimos no va a volver a corto plazo, ni en sus resultados ni en sus instrumentos. Entre las razones coyunturales está la crisis y su gestión, pero en su declive subyacen cambios estructurales como los avances científico-técnicos, la globalización y la aceleración del tiempo histórico. La manifestación más exitosa de la socialdemocracia (los 30 años dorados que van desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo de los 70) es indisociable de una coyuntura histórica muy determinada: la del mundo estático de la Guerra Fría.
La globalización y la crisis (financiera y económica primero, política e institucional después) han trastocado el terreno de juego en el que la socialdemocracia levantó el pacto intergeneracional e interclasista que garantizaba la prosperidad y la paz social que, grosso modo, sigue siendo el objetivo retórico de todo partido político con aspiración de mayoría. Según esta forma de ver la situación, no habrían cambiado tanto los objetivos como las herramientas, aún pendientes de diseñar o de afilar.
Sin embargo, los cambios son tantos y tan rápidos que es casi imposible planificar y anticiparse. Algunos autores hablan ya del fin de la estrategia por esa incapacidad de situarnos en el futuro inmediato con ciertas garantías de certeza. En este contexto es inútil plantearse el diseño de una socialdemocracia para el siglo XXI cuando no sabemos cómo será el mundo en la próxima década. La socialdemocracia sufre cuando lo hace el concepto mismo del largo plazo.
«La manifestación más exitosa de la socialdemocracia es indisociable de una coyuntura histórica muy determinada: la del mundo estático de la Guerra Fría.»
Otros, en cambio, afirman que la socialdemocracia ha muerto porque todos somos ya socialdemócratas, y porque, además, el programa básico que le dio brío a finales del siglo XIX y principios del XX está cumplido. Cuando Nixon dijo que todos éramos ya keynesianos vino a decir que, en gran medida, éramos ya todos socialdemócratas. Pero concluir que, debido a estas dificultades para definirse y amoldarse a un mundo dinámico y acelerado, o debido al cumplimiento de su programa, la socialdemocracia ha muerto tiene mucho de panglossiano, nostálgico y, en cierta medida, reaccionario.
No es casualidad que muchas veces provenga de los «soixante-huitards«, pertenecientes a la generación que protestó y tras ello se incorporó con al mercado laboral buen sueldo, tuvo empleo estable, hizo algo de patrimonio y cobra ahora pensiones razonables. Muchos matarifes simbólicos de la socialdemocracia han proclamado la muerte de este espacio político cuando les ha tocado aportar a la caja interclasista e intergeneracional. Las redes sociales han operado aquí como una calle llena de adoquines que arrojar pero sin los policías delante.
No, la socialdemocracia no muere porque no haga falta. Bien al contrario, es más necesaria que nunca en un entorno en el que la brecha generacional, la desigualdad, la precariedad y el cambio climático se han agravado de forma alarmante. Nunca ha sido más fácil de responder la pregunta: ¿ser socialdemócratas, para qué? Es difícil imaginar una época en la que sus reivindicaciones más básicas sean más urgentes. Y más aparentemente contradictorias al mismo tiempo. Lo expresó muy bien el ensayista Ramón González Férriz en una entrevista sobre su libro más reciente, que trata, precisamente, de los sucesos de 1968: «La izquierda se ve en la tesitura de tener que preocuparse más por los precarios que por los miembros de los sindicatos. Así que debemos ser críticos con la izquierda pero también entender el panorama que enfrenta».
Se ha utilizado la metáfora de una manta que es demasiado corta, y si unos tiran de un lado (pongamos los pensionistas), otros se quedan a la intemperie (quizá los millennials). Pero de aquí no cabe deducir que sobre manta o que no haga frío, que es básicamente lo que dicen los enterradores de la socialdemocracia. Por tanto la socialdemocracia debe salir de la reivindicación de los servicios prestados y asumir que el malestar es real y no un estado de opinión inducido por un perverso populismo que viene a derribar un sistema por capricho.
«Es difícil imaginar una época en la que sus reivindicaciones más básicas sean más urgentes.»
El análisis crítico de la globalización, de la gestión económica, fiscal y laboral o de un mundo financiero en gran medida chantajista no es fruto de un ataque de nostalgia ni significa apostar por el pesimismo, en contraposición a los glosadores de Steven Pinker y sus grandes secuencias de progreso histórico que tanto reivindican los beneficiados por ese progreso innegable. Ni es incompatible con el justo deseo de prosperidad de los ciudadanos ni con la apuesta por una democracia abierta, europeísta y económicamente eficiente, pero más justa y sostenible en términos políticos, sociales y medioambientales.
Si algo hemos aprendido con el auge del populismo reaccionario de Trump, Putin, Orban, Erdogan e tutti quanti, es que la democracia necesita algo más que un cuadro macroeconómico reluciente para sobrevivir. Si se da prioridad absoluta a la competitividad económica («el capitalismo es mucho más importante que la democracia», confesó un asesor de Trump), no tardaremos en concluir que mejor nos vendrá instalar el modelo chino y abandonar la ineficiente democracia y sus aburridos procedimientos, como en gran medida han concluido muchos votantes del populismo reaccionario.
En este sentido, la socialdemocracia sí debería acometer un back to basics y girar la izquierda, tanto en sus objetivos económicos y sociales como en sus metas regeneradoras del tejido institucional. El caso de éxito de Portugal se debe en parte a esta estrategia. No se trata tanto de volver a las políticas de los 70 –o quizá en algunos puntos sí, algo que defiende incluso el liberal jefe de Economía del Financial Times, Martin Wolf– como de recuperar unos fundamentos básicos que se han difuminado con los años. Se tacha de nostálgico y antiguo a Jeremy Corbyn, pero quienes lo hacen suelen defender el regreso a otra idea tanto o más acabada que el estatismo como es la Tercera Vía de los años 90, que si no cebó la crisis, tampoco supo verla ni prevenirla.
La socialdemocracia, citando a Norberto Bobbio, se distingue por un énfasis claro en una igualdad que no ha de entenderse como contraposición a la libertad, sino como elemento indisociable de su ejercicio real. Albert Camus se planteó la misma cuestión en relación al papel del intelectual, y aunque con un tono propio de la época y el país que puede chirriar en nuestro slang posmoderno, no deja de ser una verdad olvidada por muchos líderes socialdemócratas durante demasiados años: «Hay que estar con aquellos que padecen la historia, no con los que la hacen».
«La precariedad laboral y el aumento de la desigualdad en sociedades antes más cohesionadas es insostenible y pone en riesgo el pacto social e intergeneracional.»
En un interesante artículo, el politólogo Pablo Simón desmentía con agudeza y sencillez que la suma de minorías históricamente agraviadas fuera incompatible con un relato general basado en la distinción clásica entre izquierda y derecha. Los estudios sociales muestran que los votantes favorables a una mayor redistribución de la riqueza son en gran medida aquellos que en otros ejes se muestran más sensibles a las reivindicaciones LGTBI, a la igualdad entre hombres y mujeres o a la atención de los dependientes y los inmigrantes. La socialdemocracia, por tanto, tiene también aquí un campo de acción enorme para armar una coalición social ganadora, cuyos problemas específicos no son incompatibles con una idea inclusiva del país.
La socialdemocracia es más necesaria y urgente que nunca, y si muere no será porque no hay problemas sociales y democráticos a los que responder desde sus fundamentos básicos. En términos económicos y sociales, la precariedad laboral y el aumento de la desigualdad en sociedades antes más cohesionadas es insostenible y pone en riesgo el pacto social e intergeneracional. En el plano político e institucional, el autoritarismo eficiente de Asia, el auge y la estabilidad del populismo reaccionario o la regresión del Estado de derecho en la propia Europa nos muestra que no nos jugamos sólo la socialdemocracia, sino la democracia misma.
Podemos concluir, como Mark Twain, que los rumores sobre la muerte de la socialdemocracia, además de ocasionalmente interesados, son también exagerados.