Stalin, Hamlet y los huesos de la Revolución
Alexander Poskrebyshev era hijo de zapatero.
Alexander Poskrebyshev era hijo de zapatero. Nació en 1891, en una aldea de la remota región de Vyatka, una comarca que sólo era conocida como lugar de confinamiento para los exiliados del zarismo. Tras la Revolución Rusa, Poskrebyshev fue haciendo una modesta carrera como burócrata del Partido Comunista hasta que consiguió llegar a Moscú. Tenía fama de ser una enciclopedia ambulante que lo sabía todo. También tenía fama de trabajar dieciocho horas al día y de no dormir casi nada. En 1924, Stalin –que también era hijo de zapatero- se fijó en él y Poskrebyshev empezó a trabajar como su secretario personal.
«En el raro supuesto de que Stalin llegase a confiar alguna vez en un ser humano, esa persona fue Sasha Poskrebyshev.»
Cuando Stalin se hizo con el poder absoluto, en 1930, Poskrebyshev se convirtió en jefe de la Sección Especial del Comité Central. Como tal, controlaba la agenda del Gran Líder y le filtraba las llamadas telefónicas (de paso, espiaba todas las conversaciones telefónicas de los dirigentes del Partido). También ayudaba a Stalin a escribir sus discursos y a redactar sus ensayos académicos. Fuera adonde fuese el Gran Líder, allá iba el calvo y obsequioso Poskrebyshev, siempre atento a las menores necesidades de Stalin (una cita de Lenin, un dato sobre la temperatura adecuada para el cultivo del limón, el nombre de un oscuro funcionario de la Academia de Ciencias Médicas). A menudo, Poskrebyshev se quedaba a dormir en una antecámara junto al dormitorio de Stalin en el Kremlin. Cuando Stalin empezó a hacerse viejo, Poskrebyshev probaba su comida, le preparaba el té y le ayudaba a elegir sus medicinas. En el raro supuesto de que Stalin llegase a confiar alguna vez en un ser humano, esa persona fue Sasha Poskrebyshev.
En 1939, en mitad de las Grandes Purgas, la mujer de Poskrebyshev, Bronislava –que era judía-, fue detenida por una supuesta simpatía hacia Trotski, por entonces considerado enemigo de la URSS y exiliado en México. En el Kremlin, Poskrebyshev se arrodilló ante Stalin y le suplicó que pusiera en libertad a su esposa. Hay quien dice que Poskrebyshev lloró amargamente ante su jefe, pero ese extremo no está documentado. En todo caso, no hubo ningún gesto de piedad por parte de Stalin: con la mayor frialdad, éste le dijo que no podía hacer nada porque la decisión no dependía de él sino de la policía secreta. En consecuencia, Bronislava fue acusada de espionaje y fusilada en 1941, dejando una hija pequeña que años después felicitaría los cumpleaños de Stalin en nombre de todos los niños de Rusia. Pero Alexander Poskrebyshev siguió trabajando como secretario personal de Stalin: día a día continuó organizando su agenda, tomando nota de las reuniones del Politburó y redactándole sus discursos. Poskrebyshev también participaba en las francachelas que Stalin organizaba en el Kremlin. Cuando todo el mundo estaba borracho y empezaban los concursos de pedos o de chistes antisemitas, Stalin obligaba a Poskrebyshev a beberse de un tirón un enorme vaso de vodka o a sostener un papel en llamas hasta que se quemaba la mano. Sin embargo, la lealtad del fiel Poskrebyshev no flaqueaba jamás. Si Stalin empezaba a cantar canciones georgianas, Poskrebyshev le hacía los coros. Si Stalin contaba un chiste, el leal Poskrebyshev era el primero en soltar una sonora carcajada.
«Si Stalin empezaba a cantar canciones georgianas, Poskrebyshev le hacía los coros».
A pesar de las humillaciones públicas, a pesar de la ejecución de su esposa, a pesar de las bromas de los demás compinches del Kremlin –que le acusaban de ser tan feo que su mujer sólo había querido acostarse con él a oscuras-, Poskrebyshev siguió al lado de Stalin hasta 1952, cuando una conjura dirigida por Beria, el jefe de la policía secreta, logró apartarlo del poder. Con la excusa de una supuesta conjura de médicos judíos, Stalin acusó a Poskrebyshev de ser un “gatito ciego” que no vigilaba lo suficiente a los enemigos de la URSS y lo despidió de su cargo. Y así, el fiel Poskrebyshev desapareció de la escena. Un año más tarde, en marzo de 1953, Stalin sufrió una hemorragia cerebral en su dacha de Kuntsevo. Poskrebyshev ya no estaba allí para ocuparse del Gran Líder, así que los demás sicarios –dirigidos por Beria- le aplicaron sanguijuelas, le pusieron inyecciones de adrenalina y de una forma u otra lo dejaron morir. Mientras tanto, Poskrebyshev cayó en desgracia y murió olvidado en Moscú, en 1965. Su nombre apareció en la primera y en la segunda edición de la Gran Enciclopedia Soviética, pero ya no volvió a aparecer en la tercera. Así era la “damnatio memoriae” que se practicaba en la URSS.
¿Qué impulsó a una persona como Poskrebyshev a soportar cada día, durante once años, la presencia del hombre que había ordenado la ejecución de su esposa? ¿Cómo podía seguir trabajando con él? ¿Cómo podía dormir en el Kremlin en una habitación contigua a la suya? ¿Y cómo pudo aceptar que su hija, la hija de la mujer ejecutada, le felicitara los cumpleaños a ese hombre en nombre de todos los niños de Rusia? Y lo curioso es que Poskrebyshev no era la única persona del círculo íntimo de Stalin que había sufrido la represión durante la época del Terror.
«Ni Hitler ni Mao ni Franco ni ningún otro dictador llegaron jamás a esos extremos de horror y de abyección.»
La esposa de Molotov, ministro de Asuntos Exteriores, había sido enviada al Gulag siberiano, lo mismo que la esposa de Kalinin, quien era ni más ni menos que Jefe del Estado soviético (aunque ese cargo era puramente simbólico). Otros muchos miembros de la jerarquía soviética también tenían familiares detenidos o que habían sido ejecutados: hijos, padres, hermanos, tíos, amantes, cuñados, amigos de la infancia. Y aun así, todos ellos seguían manteniéndose fieles a Stalin. ¿Cómo fue posible?
Que yo sepa, lo que ocurrió en la corte de Stalin no ha ocurrido en ningún otro lugar del mundo. Ni Hitler ni Mao ni Franco ni ningún otro dictador llegaron jamás a esos extremos de horror y de abyección. Por supuesto que en el caso de Stalin hay que contar con esa extraña predisposición rusa a regodearse en la humillación y en la bajeza que Dostoievski retrató en sus “Memorias del subsuelo”. Y por supuesto, todos los sicarios de Stalin que aceptaban sin rechistar sus decisiones –por dolorosas que les resultaran- se beneficiaban de innumerables privilegios y de un manejo casi ilimitado del poder. Por otro lado, aceptar las humillaciones era la única garantía que tenían contra la amenaza de correr la misma suerte que sus compinches ejecutados o encarcelados. Sí, de acuerdo. El miedo es muy poderoso. Y el deseo de disfrutar de privilegios negados a los demás también es muy poderoso. Pero a la fuerza tiene que haber algo más. Por muy ruin que sea una persona, por muy cínica y desalmada que sea, tiene que haber algo más que la impulse a dejarse pisotear como un insecto.
«Los nazis actuaban por el bien de la raza aria, Franco decía actuar por el bien de España, pero el comunismo soviético era la única ideología que actuaba por el bien de toda la humanidad.»
Y ese algo más es la Revolución. Estamos tan acostumbrados a oír la palabra “revolución” aplicada a circunstancias triviales que no podemos calibrar el poder que esa palabra tenía en 1920 y en 1930. Un poder hipnótico. Un poder tóxico. Un poder homicida. Y era el poder desmesurado de esa palabra el que arrastraba a todos los sicarios de Stalin y les hacía brindar con él y cantar con él en las fiestas del Kremlin. Los nazis actuaban por el bien de la raza aria, Franco decía actuar por el bien de España, pero el comunismo soviético era la única ideología que actuaba por el bien de toda la humanidad. Y si alguien tenía que humillarse y rebajarse como un insecto por el bien de la Revolución, el sacrificio de ese hombre estaba consiguiendo que algún día no hubiera más insectos humanos en la tierra.
Tres siglos antes del nacimiento de Alexander Poskrebyshev, Shakespeare ya se dio cuenta del extraño hechizo que tenía la palabra “revolución”. En la Inglaterra de Shakespeare, la palabra era un vocablo que designaba la “órbita completa de un objeto celeste alrededor de otro”. Copérnico, por ejemplo, la usaba así en su Revolutionibus orbium coelestium (1543). Pero algunos historiadores italianos ya habían empezado a usar la palabra con un sentido político, refiriéndose a la “revolución” que se había producido en la Florencia renacentista cada vez que los Médici o sus enemigos se hacían con el poder.
En Inglaterra, ese sentido no llegaría hasta finales del siglo XVII –mucho después de la muerte de Shakespeare-, pero Shakespeare supo anticiparse a ese nuevo sesgo político de la palabra. Y más aún, el genio de Shakespeare supo adivinar que la palabra “revolución” tenía una irradiación sombría que la asociaba con la muerte. Y así, en la escena del cementerio de “Hamlet” (acto V, escena I), Hamlet cogía una calavera y le comentaba a Horacio (cito por la gran traducción de Tomás Segovia): “Y ahora es de doña Gusana, sin quijada, y golpeada en la mollera con la pala de un sacristán. Hay aquí una buena revolución, si tuviéramos modo de verla. Estos huesos, ¿costó tan poco criarlos como para jugar a los bolos con ellos?”
«Tres siglos antes del nacimiento de Alexander Poskrebyshev, Shakespeare ya se dio cuenta del extraño hechizo que tenía la palabra ‘revolución’”.
Cuando Shakespeare hacía hablar a Hamlet de este modo –“Hay aquí una buena revolución… Estos huesos, ¿costó tan poco criarlos como para jugar a los bolos con ellos?”-, en cierta forma ya estaba prefigurando al abyecto Poskrebyshev y la corte de Stalin. Persiguiendo la felicidad universal, persiguiendo la justicia en toda la tierra, el fiel, el sumiso, el memorioso Alexander Poskrebyshev -el hijo del zapatero, el modesto burócrata que había nacido en una aldea adonde habían sido enviados los exiliados del zarismo- no vaciló en hacer todo lo que fuera necesario. Y cuando Stalin cantaba canciones georgianas en las fiestas del Kremlin, el fiel Poskrebyshev le hacía los coros. Y cuando la Revolución se convirtió en una sangrienta maquinaria de jugar a los bolos con todos los seres humanos, y empezó a llevarse huesos y más huesos, entre ellos los de la bella Bronislava Poskrebysheva, su marido, el fiel Poskrebyshev, acabó aceptándolo porque él sabía que allá lejos, en algún sitio que nadie había visto aún, se ocultaba la maravillosa felicidad que algún día libraría a los seres humanos de todos los males del mundo.