Juan Benet: la ambición y el estilo
Se cumple este año un cuarto de siglo de la muerte de Juan Benet, el ingeniero de Caminos que ha pasado a la historia como uno de los escritores más importantes e influyentes de la segunda mitad del convulso siglo XX en España.
Se cumple este año un cuarto de siglo de la muerte de Juan Benet, el ingeniero de Caminos que ha pasado a la historia como uno de los escritores más importantes e influyentes de la segunda mitad del convulso siglo XX en España. Y cualquiera lo diría. Veinticinco años después de que expirase en su casa de Madrid, en el mítico Pisuerga 7, Benet parece habitar únicamente en la memoria de quienes lo trataron, en menos lectores de los que merece y en algunas pocas y doctas bibliotecas.
España había cambiado para bien, y Benet estuvo en la vanguardia de la renovación literaria.
También son cincuenta años los que han transcurrido desde que viese la luz una novela que iniciaría –al fin– el necesario cambio en la literatura española, la obra fundacional que relegaría el costumbrismo y el realismo social imperante a un segundo lugar del escalafón literario. Volverás a Región, publicada con mucha dificultad por la editorial Destino, puso de manifiesto que se podía escribir de otra manera en España. Se enfatizaba la importancia del estilo, el lenguaje, el pensamiento y el mito frente a la mera información y a la sociología. España había cambiado para bien, y Benet estuvo en la vanguardia de la renovación literaria.
El año 2018 debe ser el inicio de un acercamiento y una reivindicación de un autor extraordinario y una personalidad fuera de serie. Es innegable que fue un autor difícil y un personaje controvertido, pero quizá convenga aclarar que la dificultad de su escritura no fue siempre la misma, y que bajo la apariencia de un gigante petulante y altivo habitaba una de las personas más divertidas, modernas e inteligentes de su generación; algo que desconoce hoy, por desgracia, buena parte de una sociedad que ha desterrado de su horizonte todo alejamiento del placer inmediato y la facilidad.
Quien lo leyó o lo conoció no lo ha olvidado, aunque haya quien prefiera quedarse con alguna salida de tono y siga sin atreverse a leerlo.
¿Quién fue Juan Benet? ¿Por qué marcó a una generación entera de narradores? ¿Cómo pudo un escritor tan complejo y minoritario ejercer tamaño influjo en un país no demasiado aficionado a la lectura? ¿Por qué un polemista tan sarcástico e implacable tuvo tantos amigos y discípulos? ¿Cuál es la razón de que no obtuviese ninguno de los grandes premios literarios nacionales ni ingresar en la Real Academia? Son muchas las preguntas, y quizá nunca sepamos las respuestas, porque todo en él fue un enigma. Benet, eso sí, nos dejó una obra narrativa y ensayística inagotable, donde la razón y la certeza palidecen ante el poderío de su alambicado estilo, que nace de las profundidades de la incertidumbre y de la búsqueda obsesiva de la belleza formal. Quien lo leyó o lo conoció no lo ha olvidado, aunque haya quien prefiera quedarse con alguna salida de tono y siga sin atreverse a leerlo.
Benet había nacido en 1927 en el Madrid de la dictadura de Primo de Rivera. Perdió a su padre durante los primeros ajustes de cuentas de la guerra civil a los nueve años, y vivió con su madre y sus hermanos en Madrid, en una casa muy cercana a la de Pío Baroja, donde Benet se inició en las tertulias literarias. Se convirtió en ingeniero de Caminos en 1954, una profesión noble –como él decía– que nunca dejó de ejercer, que lo llevó con los años a trabajar en numerosas y grandes obras, fundamentalmente hidráulicas. Siempre se mostró especialmente orgulloso de dos de ellas: la presa del Porma y canal del trasvase Tajo-Segura.
En los 60 conoció el escenario de su territorio mítico: Región. Nunca ocultó que el lugar donde acontece buena parte de su obra narrativa se correspondía con la vertiente cantábrica de la cordillera leonesa. Le impactó conocer esas comarcas, ya que hasta esa fecha había sido un niño burgués de ciudad obsesionado con la lectura, hábito que, como tantas otras cosas, debía a su malogrado hermano Paco. Fruto de la pasión por los libros, la soledad y la dureza de aquel lugar, Benet escribió el que a mi juicio es uno de los ensayos más lúcidos y necesarios –y bellos– de la literatura reciente en español: La inspiración y el estilo (1965), donde, como dice el crítico Ignacio Echevarría, Benet profetizó la llegada de sí mismo mientras criticaba el descenso a la taberna del lenguaje, despareciendo el grand style. Publicado en Revista de Occidente, este ensayo afirma algo que bien podría decirse hoy también de gran parte de la actual narrativa española, y de ahí su clarividente importancia: que ha dejado de ser ambiciosa en su búsqueda del estilo y profundidad de pensamiento para descender a las banalidades del entretenimiento, el costumbrismo y el realismo menos exigente.
Una obra compleja, ambiciosa e inasible que, como él decía con sorna, construyó únicamente en los ratos libres que le dejaban la profesión de ingeniero y la lectura.
Más tarde vendrían la citada Volverás a Región (1968), Una meditación (1969), Un viaje de invierno (1971) y La otra casa de Mazón (1973), entre otras, hasta desembocar en el año 1980 en la que será su obra cumbre, Saúl ante Samuel, novelas intercaladas con una decena de ensayos magistrales. Destacan el ya citado y obras tan imperecederas y geniales como Puerta de tierra (1970), El ángel del Señor abandona a Tobías (1976), La moviola de Eurípides (1981) y La construcción de la torre de Babel (1990). Sin olvidarnos del cuento, que también cultivó con maestría: Nunca llegarás a nada (1961), Sub rosa (1973) o Trece fábulas y media (1981). Una obra compleja, ambiciosa e inasible que, como él decía con sorna, construyó únicamente en los ratos libres que le dejaban la profesión de ingeniero y la lectura.
Benet es, por su obra, su inteligencia y lo que significó su forma de entender la literatura, más necesario hoy que nunca. Como alguna vez ha recordado su amigo Javier Marías –el joven Marías para aquellos literatos que le doblaban la edad– Benet no fue nunca un autor que conectase con el gran público, pero tuvo algo más importante si cabe: el respeto y la admiración de los demás escritores y de una selecta pléyade de lectores ilustrados. Vivimos una época de futilidad donde no queda espacio para la alta literatura, donde la crítica no tiene apenas credibilidad y en la que se juzga como obras maestras obras de una mediocridad y nula ambición alarmantes.
El recuerdo-aniversario de la desaparición de Benet debería espolearnos a elevar el canto y la mirada y la pluma, en aras de hacer más grande y mejor la tarea literaria. Empecemos a alzarnos reivindicando a Benet en este 2018.