Ceronetti: el último de los raros
A los 91 años, en su retiro toscano de Cetona, ha muerto Guido Ceronetti luego de contraer una bronconeumonía, entrar al hospital y decidir, dos semanas después, volver a casa para encontrar algo de paz antes de la otra, definitiva, sobre la cual tantas veces se asomó en su escritura.
Su avanzada edad no interrumpió su energía intelectual: en los últimos años el escritor italiano siguió alimentando una singular bigamia editorial y entregó a Einaudi y Adelphi, sus dos editoriales acostumbradas, varios libros de poesía y una traducción de la Odas de Horacio; un volumen de ensayos sobre literatura y espectáculo, Regie immaginarie, y un nuevo tomo de su autobiografía: Per le strade della Vergine… Son apenas algunas de sus obras recientes, de un total que rebasa la cincuentena, sin contar sus traducciones, nada canónicas, de cinco libros bíblicos (el Cantar de los Cantares, Job, Isaías, el Eclesiastés –¡dos veces!–, los Salmos), varios clásicos latinos (Catulo, Marcial, Juvenal, Horacio) y muchos escritores amados (Shakespeare, Sófocles, Céline, Kavafis…).
Su avanzada edad no interrumpió su energía intelectual: en los últimos años el escritor italiano siguió alimentando una singular bigamia editorial
En esta obra tan variada y, al mismo tiempo, compacta, sostenida por una misma obsesión metafísica y antimoderna, pueden hacerse varias incisiones superficiales: está el ensayista brillante y erudito; el aforista y autor de varios zibaldone en los que el fragmento se vuelve meteoro espiritual; el poeta de lirismo denso y misticismo sofisticado; el narrador de fábulas y cuentos dotados de un inefable aire de magia que advierte de esa irrealidad constitutiva de lo real; el memorialista y viajero iniciático que nos cuenta la Italia de un “patriota huérfano de patria”; el columnista incansable y polémico que, primero desde La Stampa y luego desde el Corriere (otra infrecuente bigamia), desplegó una “pasión civil” y se ocupó de leer la actualidad como pruebas sucesivas de una interminable Caída… Para resumir todo esto se suele apelar al fácil expediente del escritor “inclasificable”, pero en realidad Ceronetti no es sino el último de los humanistas, aves raras que hace siglos solían oscilar libremente entre el misticismo y la herejía.
Aunque será velado el próximo domingo en la iglesia de San Michele Arcangelo que adorna el pueblo sienés del que era ciudadano emérito, Ceronetti siempre fue una criatura piamontesa: “Sólo una sociedad cerrada, paramilitar –recordaba Ernesto Ferrero–, como ha sido por tantos siglos el Piamonte, podía producir un excéntrico como él”. Nacido en Turín en 1927, fue parte de la Resistencia partisana, estudió el Liceo clásico junto con el cardenal Martini, célebre arzobispo de Milán, y pasó toda la postguerra escribiendo para periódicos y revistas.
…en realidad Ceronetti no es sino el último de los humanistas, aves raras que hace siglos solían oscilar libremente entre el misticismo y la herejía.
Descubrió el hebraísmo, como él mismo ha contado, por la vía de la persecución y un libro de su futura suegra; se hizo filólogo, profundizó en la mística y la filosofía, y en 1970 fundó junto con su esposa, Erica Tedeschi, una compañía de marionetas: el Teatro dei Sensibili. Este extraño giro de la metafísica a las tablas lo solía explicar Ceronetti con una cita impagable del gran Louis Jouvet: “Incapaces de resolver el carácter enigmático del universo, los hombres inventaron el teatro”.
Porque el teatro no fue para él un simple divertimento sino parte esencial de su vocación metafísica, de su pregunta por la máscara de lo humano y el misterio de su representación.
Porque el teatro no fue para él un simple divertimento sino parte esencial de su vocación metafísica, de su pregunta por la máscara de lo humano y el misterio de su representación. Su escenario era un puente entre lo trágico y lo demencial, y como en la obra de sus admirados Artaud y Beckett, una forma de religión que acaba en interrogación sin respuesta: la pregunta del saltimbanqui con su inseparable organillo, que reparte manzanas y trucos mientras atraviesa barracas pobladas de países y guerras moviendo los hilos de pequeñas criaturas que son encarnaciones de las grandes ideas, o bautiza a los actores con nombres que anticiparán su destino dramático. Incansable explorador de fugas, Ceronetti siempre se mantuvo, sin embargo, cerca de la escena. Frente al escenario del Teatro dei Sensibili, devenido luego, a mediados de los 80, compañía itinerante, se sentaron todos los grandes intelectuales de su época: Montale, la Ginzburg, Buñuel y Fellini (que alguna vez quiso filmar con ellos un documental), Ripellino, Chiaromonte… En el 2011 tuve ocasión de asistir en Turín a uno de los espectáculos con los que resumió su carrera, y tengo de aquel Final de Teatro una impresión imborrable, la bufonesca dramaturgia de un titiritero que era, como el pseudónimo que solía utilizar, una suma de Jeremías y Casandra.
“Asceta fallido”, personaje colocado en algún punto del espacio entre “Buda y Émile Littré”, misógino fascinado por la Mujer y lo Femenino, vegetariano radical desde los 30 años, cuando conoció a Aldo Capitini, el pacifista italiano seguidor de Gandhi y partidario de la objeción de conciencia; ecologista convencido de que “hay una vida que anhela en secreto ya no ser”, Ceronetti se inscribe en una tradición de pensamiento humanitario que, sin embargo, no desemboca en la filantropía. Su particular credo, sobre el cual hizo mil y una variaciones, era el maniqueísmo. Como los cátaros, de los que tantas veces dijo sentirse cerca (el nombre de su columna en el Corriere era “La rocca di Montségur” y leo ahora en un periódico italiano que antes de morir se hizo impartir el Consolamentum, rito herético de pasaje) era partidario de aceptar la presencia de dos principios contrapuestos: Bien y Mal absolutos. También, como los cátaros, defendió un estilo de vida riguroso, que incluía la castidad, el ayuno y la penitencia: una lógica negación de la carne en busca de la perfección.
Su particular credo, sobre el cual hizo mil y una variaciones, era el maniqueísmo.
Reaccionario en tanto negador empecinado del progreso; buscador incansable de la verdad entre la podredumbre política (sus opiniones sobre la masacre de las Fosas Ardeatinas, la inmigración o la Guerra Civil española le procuraron más de un reproche airado); misántropo por exceso de piedad y sensibilidad, Ceronetti bien puede haber sido el último de los raros de la literatura europea. Pero esa rareza no es sino el resultado de una ardiente búsqueda metafísica en un mundo donde lo metafísico ha sido sepultada por la idiocia y el lugar común, un rostro en una ventana abierta día y noche sobre la nada, un palo en una noria donde la sabiduría se suele confundir con la locura y “todo es dispersión, laceración, separación, el girar de la rueda sin el carro”.
Nota bene para lectores españoles:
Descubierto en España por Mario Muchnik, que editó primero Aquilegia (1992) y luego Los pensamientos del té (1994), Ceronetti ha sido publicado luego por Acantilado. Yo mismo entusiasmé en su momento a Jaume Vallcorba, contraté varios de sus títulos publicados en Adelphi (El monóculo melancólico, en traducción de M. A. Barbuto; por cierto que hay en este libro unas “Notas sobre la Guerra Civil española” que deberían ser lectura obligatoria en los colegios, y La linterna del filósofo; traducción de Juan Díaz), y negocié que José Ángel González Sainz revisara para Acantilado su traducción de El silencio del cuerpo, editado originalmente en Versal, en 1979).
Mención aparte para su introducción al Cantar de los Cantares, también publicada por Acantilado (traducción de Claudio Gancho), pero con una traducción directa del texto bíblico hebreo (por Gregorio del Olmo) que no está a la altura poética de la de Ceronetti.
La editorial independiente Días Contados, que dirige el abogado y traductor catalán Ramon Girbau, agotó su edición de Pequeño infierno turinés (2009), en traducción de Xavier González Rovira, que tuvo la virtud adicional de revelarle Ceronetti a Vila-Matas.
Aunque se le coloca a menudo bajo la sombra de su amigo Cioran, tal vez por la carta-ensayo que este le dedicó en sus Ejercicios de admiración (“El infierno del cuerpo”; hay buena traducción de Rafael Panizo en Tusquets, 1992), donde lo compara con el dostoievskiano príncipe Mishkin y deja caer una de sus frases aparatosas (“Los seres menos insoportables que existen son los que odian a los hombres. Jamás hay que huir de un misántropo”), Ceronetti me parece un escritor más interesante y menos monótono que el rumano, con un estro mayor de preocupaciones tanto metafísicas como mundanas. De sus libros fundamentales que aún esperan para ser traducidos a nuestro idioma, citaría tres: Un viaggio in Italia (1983), recuento de su recorrido iniciático por su país; dos años, de norte a sur, a pie y en trenes, enciclopedia de paisajes humanos y confrontación con la idea de la madre patria –o lo que queda de ella; luego, su primer tomo de memorias, La pazienza dell’arrostito (1990), itinerario de una memoria melancólica, que concede a todo lo existente, incluido al rango inferior de los objetos, el don y la dignidad de una vida plena, y, por último, un volumen singular, Come un talismano (1986), antología de fragmentos ajenos, en prosa y verso (de Heráclito y Nostradamus a Blake y Schopenhauer, de Virgilio a Spinoza, de las hermanas Brönte a Trakl y Machado), que busca reproponerse, igual que aquel célebre libro de Edith Sitwell, tampoco traducido al español, por cierto, Planet and glow-worm, como Remedium vitae, cura de la acidia vital.