Dimisión de la universidad
No hace falta que recuerde al lector ilustrado (condición que se presume iuris et de iure en este periódico) la referencia casi literal a Ortega y su Misión de la Universidad. Me limito a reproducir, entre las obligadas comillas, algunos párrafos significativos, aunque desordenados: “La reforma universitaria no puede reducirse, ni siquiera consistir principalmente, a la corrección de los abusos”. “La Universidad consiste, primero y por lo pronto, en la enseñanza superior que debe recibir el hombre medio (…)”. “La Universidad no tolerará en sus usos farsa alguna; es decir, que sólo pretenderá del estudiante lo que prácticamente puede exigírsele”. “Se evitará, en consecuencia, que el estudiante medio pierda parte de su tiempo en fingir que va a ser un científico”.
A esto lo llama el filósofo, con su elegancia natural, “ascetismo en las pretensiones” y su objetivo es establecer “los límites de lo asequible”. No obstante, continúa Ortega, “en el ejercicio de su magisterio, la Universidad no puede ser eso sólo, sino que es, además, ciencia”. He aquí, concluye, el alma de la Universidad, la dignidad de esta institución ya casi milenaria. En fin, esta es la última (pero no la menor) de las exigencias: frente a la frivolidad y la estupidez, “la Universidad tiene que intervenir en la actualidad como tal Universidad…”; léase, no solo a través de la firma individual de los profesores en los medios de comunicación. Recuerden ustedes que estas páginas se publicaron en 1930…
El contraste con el día a día deprime a los docentes más templados, entre los que probablemente me encuentro
El contraste con el día a día deprime a los docentes más templados, entre los que probablemente me encuentro. Somos prisioneros de una burocracia estéril, dispuesta a medir (¡el éxtasis de lo cuantitativo!) en créditos, evaluaciones, formalismos y “anecas” la calidad, o incluso la simple dignidad, de los docentes y los discentes. Como es culpa de todos, incluidos los tibios, ya no es culpa de nadie. La indignación deja paso a la indiferencia y/o a la resignación. Como mucho, contamos el viejo chiste: Sócrates o Jesucristo nunca se hubieran acreditado por ausencia de publicaciones. O repetimos el (supuesto) dictum, que se atribuye –como casi todo- a Harvard: publish or perish. Los jóvenes aspirantes se preguntan ansiosamente unos a otros: y tú, “¿ya te has anecado (sic)?”. Los veteranos nos refugiamos en ese porcentaje decreciente de alumnos que justifica nuestra hermosa vocación de enseñar al que (todavía) no sabe. Maestros y discípulos: he aquí una gloriosa tradición muy bien descrita por George Steiner, epígono de un mundo que se extingue… Antes se respetaba la jerarquía intelectual: en mi territorio académico, admiramos todavía a don Luis Díez del Corral, a don Antonio Truyol o a don José Antonio Maravall, por citar ejemplos indiscutibles. Ahora ya no hay “don”, ni apenas se consideran rangos y prestigios. Me refiero a los académicos; por supuesto, los “gestores” (de rector a secretario de departamento) son muy celosos, y hacen bien, en el respeto a sus galones.
Los veteranos nos refugiamos en ese porcentaje decreciente de alumnos que justifica nuestra hermosa vocación de enseñar al que (todavía) no sabe
Así que todo se mide en “bolonias”; I+D+i; revistas de impacto, casi siempre digitales, porque el papel es una antigualla; capítulos, muchos capítulos, en obras colectivas y pocas monografías; estancias de investigación, no siempre fiables, en el extranjero, cuanto más lejos, mejor… Todos en el gremio (la “tribu” universitaria decía hace tiempo Alejandro Nieto) entienden bien este lenguaje esotérico. Pero ahora mismo, prudente como es mi costumbre, quiero aclarar que no soy ni quiero ser nostálgico. Creo sinceramente que ni todo pasado fue mejor, ni todo futuro será peor. De hecho, me defino como un moderado. Mi discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas lleva precisamente por título: La ciudad de las ideas. Grandeza y servidumbre de la moderación política. No me gustan los extremistas: ser moderado es una forma de entender la vida, y no (como se piensa con frecuencia en España) un refugio para los cobardes. Por eso, nada más lejos de mi intención que imitar al “señor Corchea” (Monsieur Croche), ese antipático personaje inventado por Claude Debussy (¡feliz aniversario!) para ajustar cuentas contra sus adversarios musicales. Pienso, sin embargo, con el dicho popular, que los españoles “o no llegamos, o nos pasamos”.
En la vieja Universidad había, por supuesto, abusos, clientelas (a veces, ridículas), escuelas excluyentes y maestros sedicentes. Pero, por alguna extraña razón, se notaba un poco menos que ahora. Sigo con mi asignatura: antes de la LOGSE, algún alumno contestó en el examen que los “grandes” de la Ilustración eran “¡Platón!, ¡Dideron (sic)! y ¡Francisco Silvela!”. Puedo prometer que yo no dije eso en clase… Otro, con ingenuidad posmoderna, escribió tan contento que la obra más importante de Maquiavelo es… “¡El Principito!”. Y así podría seguir con muchas más anécdotas. Esta joya no es mía, sino que me la contaron hace años: el alumno afirma con toda naturalidad que, según Marx, la religión es el “Opus” del pueblo… Espero y deseo (y estoy casi seguro de ello) que les haya ido bien en la vida, aunque sería preferible que no fueran doctores… ¿Quién sabe?
Una buena clase es un tesoro que merece respeto, incluso admiración.
¿Qué podemos hacer? Los moderados somos por definición reformistas y ajenos, por ello mismo, al bálsamo de Fierabrás que cura en un minuto todos los males. Conviene, para empezar, no empeorar las cosas. Demos la importancia que tiene al docente que se esfuerza cada día en explicar dignamente su materia. Me conformo con que los alumnos tengan claro a fin de curso (o sea, de semestre o cuatrimestre o lo que proceda) que la Edad Media es anterior y no posterior al Renacimiento o que Adolfo Suárez no es (únicamente) el nombre del aeropuerto de Madrid-Barajas. Una buena clase es un tesoro que merece respeto, incluso admiración. Seguro que el mundo no se arregla fácilmente, pero unos pocos jóvenes acaso guarden gratitud a quien explica con orden y concierto los rudimentos de la Química orgánica, el Derecho mercantil o la Historia de las ideas políticas. Al menos (excluida la Química, que ignoro de forma inexcusable) yo conservo el mejor recuerdo de aquellos docentes entregados a su lex artis. Por lo demás, un artículo académico me parece igual de bueno o de malo se publique o no en una revista de impacto, incluso (¡grave inconsciencia!) si no está escrito en inglés.
Me preocupa sinceramente que los mejores huyan sin retorno de la Universidad; en general, del sector público, salvo para ganar unas duras oposiciones que les facilitan el acceso por las alturas al ámbito privado. Me entristece que los buenos alumnos desprecien la política y que sean (a veces) los más radicales en el erróneo desapego a la democracia representativa, dominante hoy día en los ambientes más fashion. Casi peor: conozco catedráticos (o titulados como tales) que hablan con indiferencia de sus ancestros en la misma disciplina, si es que no ignoran lisa y llanamente el nombre de los antepasados. Algo hemos hecho (muy) mal en este terreno en una sociedad (objetivamente) mucho mejor que aquella que mi generación conoció en las aulas del tiempo añorado de la Transición democrática.
Y luego nos rasgamos las vestiduras cuando se comprueba la mediocre calidad de (muchas) tesis o de algunos másteres (¿por qué no “maestrías”, como en el español americano?). Aquí lo dejo. Como sugería Nietzsche a sus improbables discípulos: “no me sigas a mí, sino a ti…”