Rusia añora Yalta
Rusia quiere al mismo tiempo ser y no ser parte de Europa. Esta contradicción refleja tanto los vaivenes del país en el cuarto de siglo transcurrido desde la caída de la Unión Soviética como los dilemas sobre su propia identidad colectiva (la idea rusa) y su lugar en el mundo.
Rusia quiere al mismo tiempo ser y no ser parte de Europa. Esta contradicción refleja tanto los vaivenes del país en el cuarto de siglo transcurrido desde la caída de la Unión Soviética como los dilemas sobre su propia identidad colectiva (la idea rusa) y su lugar en el mundo. El Kremlin añora los tiempos en los que nadie cuestionaba ni su potestad para imponer su voluntad en casa y a sus vecinos ni tampoco el lugar que por derecho cree que le corresponde en la mesa donde se deciden las relaciones internacionales. Aspira más a una vuelta al espíritu de Yalta (1945) que a los principios de Helsinki (1975). Pero el mundo ha cambiado drástica y rápidamente y el Kremlin se siente inseguro ante fuerzas que no domina en un mundo globalizado e interdependiente frente al que no se siente bien equipado. La economía rusa carece del dinamismo necesario para sostener los grandes planes de restauración del poder estatal que ambiciona Moscú y seguirá así en un futuro previsible. Para revertir esta situación serían necesarias reformas estructurales que el Gobierno ruso no va a poner en marcha. Pero no importa, cueste lo que cueste, el Kremlin seguirá adelante, aunque mirando hacia atrás. La grandeza imperial -sea zarista o soviética- es el espejo en el que se mira Moscú.
La grandeza imperial -sea zarista o soviética- es el espejo en el que se mira Moscú.
Rusia cuestiona abiertamente el actual orden de seguridad europeo que percibe dominado por la OTAN (léase EEUU), secundado por la Unión Europea y en el que se siente periférica y ninguneada. En España una cierta inercia intelectual conduce a asumir acríticamente los lamentos y la perspectiva del Kremlin. Por eso conviene no perder de vista que Moscú concibe las relaciones internacionales -y la arquitectura de seguridad europea no es una excepción- como un asunto que compete en exclusiva a los fuertes e iguales entre ellos en derechos con potestad para someter a los débiles que deben acatar su condición de vasallos. Pero esta concepción, que entraña inevitablemente la existencia de áreas de influencia y estados con soberanía limitada, choca de pleno con los principios que sustentan el proceso de integración europea impulsado por la UE o una comunidad de defensa colectiva de estados democráticos como es la OTAN.
No sabemos -o al menos no con la suficiente certeza- qué planes alberga Moscú exactamente. Las ambiciones territoriales más allá del antiguo espacio soviético no parecen ni la opción más probable ni la más racional. Pero el combustible que alimenta y guía al Kremlin es su agudo síndrome post-imperial y un profundo sentimiento de derrota y agravio frente a Occidente. De ahí que contemplar solo lo racional no baste. Así por ejemplo, la anexión de Crimea resultaba impensable antes de producirse y no puede comprenderse plenamente sin considerar elementos emocionales. Tampoco el fervor nacionalista, rayano en la histeria, desatado entonces en Rusia. En las últimas semanas -sobre todo a raíz de la impopular reforma del sistema de pensiones- el bienestar social, como elemento objetivable y racional, recupera centralidad en el debate político ruso. Sin embargo, los elementos emocionales -la idea rusa y la grandeza de la Madre Patria- mantendrán su relevancia.
«El combustible que alimenta y guía al Kremlin es su agudo síndrome post-imperial y un profundo sentimiento de derrota y agravio frente a Occidente»
La cruenta guerra con Ucrania tiene que ver con ambas dimensiones. La incapacidad del régimen de Putin para acometer reformas estructurales entraña la necesidad de mantener mercados cautivos frente a vecinos más competitivos como son la UE o China. De ahí que Moscú estuviera dispuesta a todo -incluso a la guerra como hemos visto- para mantener a Ucrania en la órbita de la paralizada Unión Económica Eurasiática. Al mismo tiempo, el deseo mayoritario de la sociedad ucraniana de aproximarse a la UE entra en conflicto con la concepción del Kremlin de la identidad y alcance de la civilización rusa. Hasta la fecha, Rusia y Ucrania, y acaso parcialmente Belarús, son o más bien eran los únicos países ex soviéticos sin una narrativa clara sobre el fin de la URSS y su significado. Rusia, conviene recordar, se “independizó” de la Unión Soviética. El futuro de ambos países es incierto, pero la guerra ruso-ucraniana está consolidando dos identidades políticas nítidamente separadas e incluso contrapuestas. Así que la guerra en el Donbás -un instrumento en manos del Kremlin y no un fin en sí mismo- seguirá enquistada e irresuelta por un largo periodo de tiempo.
No es casualidad que Rusia trate de situar su disputa con los europeos en el ámbito militar y emplee, además, con frecuencia un lenguaje lo suficientemente ambiguo y agresivo como para inquietarlos. Es en ese ámbito donde Moscú se siente cómoda y con ventajas operativas y estratégicas frente a una UE concebida, precisamente, para desterrar el conflicto militar de las relaciones europeas. De ahí que para Rusia la erosión del vínculo transatlántico, y no digamos una hipotética desaparición de la OTAN, sea un objetivo de máxima relevancia estratégica. No hay, ni se atisba por el momento, una alternativa militar creíble al paraguas de seguridad norteamericano para Europa.
«Rusia parece convencida de que la fuerza militar será un elemento determinante en la forja de un nuevo orden global»
Además, Rusia parece convencida de que la fuerza militar será un elemento determinante en la forja de un nuevo orden global y también de que el llamado orden liberal internacional -exista o no- afronta una crisis sistémica, probablemente, irreversible. Esta percepción resulta problemática porque incentiva el aumento de la presión militar y el mantenimiento de la confrontación con ese Occidente en supuesto declive para lograr ventajas en una hipotética reconfiguración del poder mundial –acaso un Yalta con participación de China y tal vez India-. No son pocos los europeos que contemplan con simpatía esta creciente multipolaridad. Pero una realidad multipolar no entraña necesariamente ni multilateralismo ni tampoco una mejor gobernanza global.
Una realidad multipolar no entraña necesariamente ni multilateralismo ni tampoco una mejor gobernanza global
Curiosamente, y pese a su estancamiento económico y social, en este planteamiento Rusia se ve a sí misma más parte del orden emergente que del anterior en declive. La tendencia recurrente al autoflagelo de una UE aturdida y que parece asumir la pérdida del futuro ayuda probablemente en este sesgo cognitivo ruso. Sin embargo, al contrario de lo que suelen creer quienes abogan por recuperar el diálogo y la relación con Moscú a cualquier precio, el apaciguamiento de Rusia y una relación cooperativa y mutuamente beneficiosa con Europa solo se conseguirá desde una posición firme y clara. Si no es así, el Kremlin mantendrá su apuesta por quebrar la arquitectura de seguridad europea y erosionar la UE y la OTAN desde dentro a través de su apoyo a actores políticos con agendas anti-UE, la compra de voluntades en el mundo corporativo u operaciones de influencia y campañas de desinformación masiva y sistemática. Sencillamente, en ausencia de costes claros para el Kremlin, los incentivos seguirán pesando más en su confrontación con una Europa que rechaza y anhela con la misma intensidad.