Los cómplices de José Jiménez Lozano
La muerte de José Jiménez Lozano el pasado 9 de marzo nos ha privado a todos de un gran escritor y a algunos, entre los que me cuento, de un amigo y un gran maestro. A pesar de sus casi noventa años (le faltaban un par de meses para celebrarlos) él gozaba de todas sus facultades intelectuales y seguía demostrándonos hasta qué punto necesitábamos una persona como él, que nos recordara y explicara ciertas cosas de las que ya no se habla o de las que ya nadie se atreve a hablarnos.
La muerte de José Jiménez Lozano el pasado 9 de marzo nos ha privado a todos de un gran escritor y a algunos, entre los que me cuento, de un amigo y un gran maestro. A pesar de sus casi noventa años (le faltaban un par de meses para celebrarlos) él gozaba de todas sus facultades intelectuales y seguía demostrándonos hasta qué punto necesitábamos una persona como él, que nos recordara y explicara ciertas cosas de las que ya no se habla o de las que ya nadie se atreve a hablarnos. Quisiera ilustrarlo con esta entrada de la última entrega de sus diarios, (Cavilaciones y melancolías, Diarios 2016-2017, Confluencias Ediciones, 2018) no tanto porque lo que ahí exponga sea osado sino porque es una confesión de su talante y su postura ante su propia vida y la de los demás:
«Siempre me ha llamado que se tengan por el colmo de la tolerancia y la convivencia civiles la amistad entre Don Benito Pérez Galdós y Don José María Pereda, porque éste era carlista y Don Benito republicano. ¿Y es que tienen que andar examinándose dos personas en torno a sus pensares y sentires políticos para ser amigos? ¿Y es que un hombre a través de su vida no puede pasar por mil convicciones y conciencias distintas y no debemos los demás de abstenernos de juzgar y aceptar o rechazar esos cambios? Esto es absolutamente necesario para la mínima civilidad».
Propósitos también contenidos y revalidados en esta frase que extraigo de un artículo que publicó, también en 2018, en Floridablanca y que resulta tan a propósito en estos momentos de gran tribulación:
«En caso de conflicto e inestabilidad social, también nuestras tan roussonianas sociedades acaban siempre con la caza al chivo expiatorio, culpable de todo mal […] Una sociedad, con una mínima base moral y civilizada no puede señalar a un sector de ella como chivo expiatorio».
La prosa de Jiménez Lozano no se pone nunca «estupenda», escriba sobre Cervantes, Jonás, Fray Luis o Santa Teresa porque procede directamente del legado natural de nuestra lengua, de lo que la poetisa Anna Ajmátova llamaba, para la suya rusa, la «poesía materna», esa que él ha bebido en la mejor de las fuentes: la escucha y la lectura. Y ahí quería yo llegar, a esa lectura, a esos autores mil veces leídos por él, que son los que constituyen la familia literaria del escritor, sus verdaderos contemporáneos.
Decía George Steiner que escribimos través del tiempo, por ello, conforme éste discurre, mayor es el número de escritores y filósofos a los que Jiménez Lozano llama cómplices. En el libro titulado Una estancia holandesa, el escritor conversa largamente con Belén Galparsoro y enumera los autores del pasado que considera como de la familia. Es muy ilustrativo enumerarlos: en primer lugar, Simone Weil, una mujer cuya inteligencia califica como la de “la hoja de un cuchillo” y a quien debe esa mirada compasiva sobre los seres tocados por la idiocia, tocados por la gracia, como también le debe esa elocuencia del silencio que se plasma en sus propios textos, sobre todo en la poesía. Hay más mujeres: la novelista Flannery O’Connor, de quien admira su inteligencia cáustica, pero también su compasión; las hermanas Brönte, en particular Emily, y por supuesto están los grandes: Shakespeare, Dostoievski, Tolstoi y Balzac, Chejov, Pirandello y Melville, orfebres cuentistas, como él.
Hay filósofos: Kierkegaard, de quien dice haber aprendido la desconfianza hacia todo sistema y sistematización. Están Pascal, Descartes, Spinoza, Montaigne y, por supuesto, los amigos de Port-Royal, tan estudiados y consultados y muchos más, porque, según sus propias palabras, «no se termina nunca de nombrarles y desde luego, cuando uno escribe algo, les pregunta su parecer, les pide su aprobación silenciosa, al menos. Sus ojos están siempre ahí».
Otros cómplices confesos, esta vez de la familia española, son Galdós, por su ironía, y yo añadiría por su bondad, a la que él se asemeja, y Azorín, por su clasicismo y por su amor al paisaje, entendido como un arte equiparable a la pintura, otro de los grandes temas de Jiménez Lozano y, por supuesto, Cervantes sobre el que observa la siguiente paradoja: que en España, siendo Cervantes considerado el “genio nacional”, sin embargo, la ironía, su principal característica, no funciona y ha sido desplazada por el sarcasmo y la gracia quevedesca. En efecto, parece, a grandes rasgos, que entre los escritores españoles existiera esa doble filiación y está claro que José Jiménez Lozano ha optado por la más arriesgada. Tal vez por eso se puede decir de él que es un escritor de culto, o un escritor secreto, pero no tanto que no haya traspasado fronteras y adquirido, en extrañas y remotas lenguas, adeptos lectores. Y esa es la gran paradoja del escritor así llamado.
¿Y qué es eso de un escritor secreto o de culto como les gusta decir ahora a la crítica, como si fuera una especie de secta privadísima? Y de pronto, introduzco en la secta los críticos y al adentrarme en estas finezas, empiezo a darme cuenta de que me he metido en un jardín, porque al principio he asimilado escritor de culto al escritor secreto, lo que no es exactamente lo mismo, aunque parezca que tienen muchas cosas en común. Por ejemplo, una gran simpatía entre el autor y su público que le considera un familiar, un amigo o si se prefiere un cómplice porque en su escritura hay algo indefinible que le acerca a él como no lo hacen otros autores: la impresión es que está escribiendo para el lector, y no para sí mismo. Por eso Proust, no podría ser un escritor secreto.
Dice José Jiménez Lozano en La luz de una candela:
«Se tiene a veces la sensación de que el locus del arte de nuestro tiempo está en los media. Exactamente como el locus literario. Hay libros y cuadros cuya consistencia es totalmente “mediática”: esto es una evidencia. […] En cualquier caso, ni a Cervantes ni a Bach les preocupó ni poco ni mucho, ni nada que sus obras fueran consideradas como arrierées, de un tiempo pasado, y que triunfase todo aquello que ellos consideraban sin valor alguno. Podríamos decir que no tuvieron inconveniente en presidir el entierro de sus propias obras, según el sentir del mundo y sus “reconocimientos”. Ellos lo habían dado todo, y en paz. Así deben ser las cosas».
No cabe esperar de otra cosa de quien tituló “Para cuatro personas” el primer poema de su libro Elegías menores:
Escribía, dijo
Maestro Ezra Pound, poeta,
para cuatro personas;
for four people,
afirmó exactamente,
y que lo sentía por el mundo,
que no las conocía. Pero cuatro
personas son una multitud, es obvio.
No podría
yo escribir para tantos, y tampoco
conoce a mi gente el mundo
O poor world, I am sorry!
Cierto autor conocido por sus biografías desmitificadoras cuando le dieron el premio Cervantes dijo, no sin malicia que, si le dieran el Premio Nobel de Literatura, una vez pasados los primeros momentos, volvería a ser un señor que vive en Alcazarén. ¿Es que acaso una persona a quien han dado un premio, incluso el Nobel, es algo más que un particular que escribe? Él diría que no. ¿Por qué habría de ser de otro modo?