El coronavirus no va a cambiar el mundo
«Este es el mundo del coronavirus. Ya lo conocíamos. Se ha vuelto más despiadado y crudo.»
Nada volverá a ser como antes. Saldremos cambiados de esta. Del coronavirus[contexto id=»460724″] va a nacer un mundo totalmente nuevo.
Lo dudo mucho. Si observamos qué rumbo está tomando el planeta desde que empezó la epidemia, está claro que no ha existido ningún cambio de dirección revolucionario. Más bien hemos visto una aceleración de procesos que llevaban años en marcha, ya sea en China, Europa, Estados Unidos o India. El coronavirus no ha cambiado nada de manera radical. Es, en cambio, un catalizador que acelera las tendencias ya existentes, mediante la presión de la situación extrema.
Un ejemplo es China y Asia Oriental. El coronavirus ha sido el empujón definitivo para que toda la región abrace la tecnología como solución política. Desde la ciber-vigilancia en Singapur o Taiwán, hasta el desarrollo de tests masivos en Corea del Sur, pasando por la construcción acelerada de mega-hospitales y la vigilancia con drones en China, Asia Oriental ha dado el paso definitivo como la región más tecno-optimista del planeta. Era un proceso que ya llevaba décadas en marcha y que contrasta con el pesimismo tecno-distópico occidental, donde herramientas como las cámaras de reconocimiento facial o la cesión de datos a los algoritmos del Estado son vistos como malos per se.
El coronavirus no ha cambiado nada de manera radical. Es, en cambio, un catalizador que acelera las tendencias ya existentes, mediante la presión de la situación extrema.
Si nos fijamos más concretamente en China, el coronavirus no ha generado ningún cambio importante en su estructura política y social. Pese al “Chernóbil chino” que algunos auguraban, el Partido Comunista ha salido reforzado de esta crisis gracias a su capacidad de detener la epidemia y restaurar cierta normalidad en la vida y la economía del país. No ha habido cambios en el liderazgo central del Partido ni tampoco revueltas sociales. Las críticas que surgieron en las redes sociales chinas cuando murió el doctor Li Wenliang, considerado un “mártir” por alertar de la enfermedad antes de que se conociera públicamente, fueron el pico máximo de descontento social, pero se diluyeron a los pocos días. China incluso está volviendo a impulsar su política exterior de cara al mundo, que ya existía fuertemente antes de la epidemia, con el envío de ayuda médica a los países más afectados.
En Europa se acelera otro proceso que ya existía: la disgregación de la Unión Europea. Como se ha visto desde la llegada de la pandemia al continente, quien se ha puesto al frente de la acción han sido los Estados, no Bruselas. Cada uno ha adoptado las medidas que ha considerado convenientes y efectivas, dejando de lado las regulaciones europeas y sin esperar una coordinación regional. La Unión Europea ha quedado relegada a un papel secundario meramente asistencial. La división entre el centro y la periferia europea, que ya llevaba en marcha desde la crisis de la deuda, se ha vuelto a acentuar con la discusión sobre los “coronabonos”, generando más distancia emocional entre Norte y Sur, con los que piden ayuda, como Italia o España, siendo señalados como chantajistas irresponsables y los que deberían darla, como Alemania u Holanda, como insolidarios cínicos. Mientras tanto, los populismos reaccionarios del Este de Europa como el de Hungría han acelerado su proceso de destrucción de los contrapesos democráticos liberales, bajo la justificación del estado de excepción del coronavirus.
En Estados Unidos, donde parece que la epidemia puede ser más devastadora, los procesos que Trump había iniciado se están profundizando. El empeoramiento de las relaciones con China mediante la guerra comercial se ha acelerado con el coronavirus, con intercambios de teorías de la conspiración, insultos y expulsiones de periodistas por ambos lados, siendo el conflicto geopolítico entre ambas potencias el peor en décadas. Por otro lado, la ruptura con la UE es cada vez mayor, con un Trump al inicio de la epidemia acusando a los europeos de haber llevado el virus a Estados Unidos y de ser incapaces de gestionar la crisis.
La lucha contra el coronavirus se está llevando a cabo de una manera trumpiana específicamente americana, cosa que aumenta la separación existencial con Europa.
Si el proceso de contención de la globalización impulsado por Trump se había centrado hasta ahora en la economía -guerra comercial- o la inmigración, ahora además se intenta mantener fuera de las fronteras la amenaza silenciosa vírica. La lucha contra el coronavirus se está llevando a cabo de una manera trumpiana específicamente americana, cosa que aumenta la separación existencial con Europa: como apuntaba el politólogo Bruno Maçães en un reciente artículo, si el coronavirus en Italia o China es visto como un “problema técnico” a solucionar, en Estados Unidos se percibe mediante una “gran narrativa dramática” al estilo de las películas de catástrofes de Hollywood.
La política como “show televisivo” y “experiencia virtual” ya existía con Trump -y ha sido abrazada por la nueva izquierda de Bernie Sanders-. El coronavirus sólo ha acelerado este dramatismo “televisado” de entender la realidad y la política, bajo circunstancias reales mucho más mortíferas. Los que no entienden esta nueva “virtualidad” americana decían que Trump se daría de bruces con la realidad del coronavirus, pero su popularidad no ha parado de subir desde que llegó la epidemia.
Pese a la extendida conciencia social ante la epidemia y la celeridad de las medidas realizadas por las autoridades, la escasez de medios sanitarias y de logística de protección puede ser una condena casi inevitable.
Por último están países en desarrollo como India -y otros más expuestos de Asia Meridional como Bangladesh o Pakistán- donde la contención de la catástrofe desgraciadamente será sólo parcial, con grandes masas de la población más pobre desplazándose de manera premoderna o quedándose sin alimentación con el cierre de los puestos de comida informales -hay millones de indios viviendo en la calle o barracas sin cocina-. El coronavirus tiene el eco de los grandes desastres naturales -terremotos, tsunamis- que han asolado Asia Meridional en el pasado, y que van a extenderse en sus formas -sequías, inundaciones- en las próximas décadas fruto del cambio climático. Pese a la extendida conciencia social ante la epidemia y la celeridad de las medidas realizadas por las autoridades, la escasez de medios sanitarias y de logística de protección puede ser una condena casi inevitable.
Este es el mundo del coronavirus. Ya lo conocíamos. Se ha vuelto más despiadado y crudo.