El 5G y el próximo coronavirus
Ya casi nadie se acuerda de él. El 5G había llenado portadas internacionales el año pasado y era “el gran tema del futuro”, hasta que el futuro nos golpeó en las narices en forma de coronavirus. Ante la emboscada de la naturaleza, nuestros antiguos debates sobre el 5G parecían discusiones sobre el sexo de los ángeles, abstractas y frívolas ante el aumento de muertos en todo el mundo.
Al menos, eso es lo que piensan los que no entienden qué supone el 5G. Cómo podría haber sido una red crucial para protegernos del actual coronavirus. Y cómo será el arma fundamental para defendernos de las futuras pandemias que están por llegar.
El 5G no ha desaparecido del mapa. Es más necesario que nunca para combatir los azotes de la naturaleza. En la actual lucha contra el coronavirus[contexto id=»460724″], ha quedado claro que las medidas medievales de confinamiento pueden ser una terapia de shock excepcional. ¿Pero cuántas veces nos podemos permitir destruir la economía mundial? La herramienta más efectiva para combatir el coronavirus ha sido la tecnología. Desde las decisivas herramientas de rastreo para localizar los focos de infección, hasta el Zoom que usamos para hablar con el abuelo o con el jefe de oficina, pasando por las apps con las que pedir comida en casa sin arriesgarnos a infectarnos en el súper.
Pero estas tecnologías son solo la parte inicial y más rudimentaria de lo que está por llegar. Estamos en los albores de un mundo virtual al que van a trasladarse sectores fundamentales de la vida pública como son la sanidad, el trabajo o la economía. Por ejemplo, los biosensores que tendremos implantados en nuestro cuerpo en pocos años, y que revisarán de manera diaria nuestros parámetros de salud, harán muchas visitas médicas prescindibles -y generarán muchos más diagnósticos antes de que sea demasiado tarde-. Los drones podrán realizar tareas de reparto de las que ahora se encargan jóvenes precarios en bicicleta, o podrán edificar rascacielos o puentes de manera coordinada, reduciendo los trabajos de riesgo en el mundo de la construcción. Un ingeniero de Mumbai podrá ir al despacho de su casa, conectar su ordenador y ponerse unos guantes especiales, y, a través de la telepresencia, seguir con el diseño de un nanorobot en Seúl o atender una reunión en Seattle, combinando la presencia psicológica que genera la realidad virtual con la presencia física que ofrece un robot que responde a tus movimientos a miles de kilómetros de distancia.
Cualquiera que haya tenido un móvil o un portátil sabe que con nuestra actual conexión de datos o nuestro chapucero Wifi, todo esto suena a ciencia ficción. Si Netflix a veces nos desespera con sus interrupciones para cargar, ¿qué puede pasar si un dron que esté llevando un ladrillo por los cielos pierde la conexión? Para solucionar este problema se necesita una red súper potente. Para solucionar este problema, se necesita el 5G. Por este sencillo pero tan fundamental motivo esta red es tan importante.
Ahora pensemos en un futuro coronavirus, en una futura epidemia. Si tenemos suerte, los biosensores integrados en los ciudadanos y conectados con la red de sanidad pública informarán de que allí está pasando algo raro y podrá actuarse de manera preventiva. Es mucha información, muchos datos y muchos algoritmos. El sistema necesita potencia. Pero si el virus llegara a saltar esta primera barrera y se extendiera por la sociedad, la parte virtual de la economía se revelaría como la más necesaria, al ser la única protegida del contagio físico. Mediante la telepresencia se podrían vaciar de humanos oficinas, laboratorios o industrias, pero seguir trabajando y produciendo en ellas de manera eficiente. El personal médico podría diagnosticar o cuidar a distancia de los pacientes ingresados, reduciendo mucho los riegos de contagio. Las ambulancias o taxis conducidos de manera autónoma, sin humano al volante, también disminuirían estas posibilidades de infección. El dron que nos lleva las verduras frescas a casa evitaría que el repartidor tomara riesgos cada vez que llamara al timbre de una casa. Pero todas estas posibilidades, todas estas aspiraciones de enfrentar el futuro con más seguridad y libertad, necesitan de la potencia del 5G.
Pero el 5G no vive en los cielos, en un mundo abstracto, del que emana su poder hacia la Tierra. Es una tecnología. Por tanto, tiene un botón de encendido, que parece que vamos a apretar pronto. Pero también uno de apagado. Y aquí es donde está su peligro fundamental. Y por eso, a pesar de nosotros no haber hecho demasiado caso al asunto, tenemos a dos superpotencias como Estados Unidos y China enfrentadas por controlar esta tecnología.
El 5G es básico para evitar que se repitan los mega-confinamientos actuales y la debacle económica que viene. Es el pilar fundamental sobre el que construir una red de actuación virtual ante futuras pandemias. Pero si el 5G cae, todo este plan se desmorona. Todas las tecnologías más avanzadas con las que queremos hacer el gran salto virtual dependen de esta red. El 5G, por tanto, se va a convertir en una de las columnas estratégicas y de seguridad más importante de cualquier nación. El 5G es casi un requisito de supervivencia ante el futuro que viene.
Washington y Pekín no se toman a broma el asunto. Saben que cualquier fisura en su seguridad puede ser fatal. Que el rival extienda su tecnología, y por tanto sus oportunidades de control de terceros países, es un riesgo geopolítico. Por eso Estados Unidos ha presionado y está presionando tanto para que el resto de países no adopten el 5G de Huawei. Por eso está intentando destruir a esta compañía china mediante la prohibición de venderle chips esenciales. Por eso una de las discusiones más crudas dentro del actual gobierno conservador británico se ha producido por culpa de China y el 5G. Por eso la Unión Europea está dividida respecto a cómo afrontar este dilema tecnológico tan central, tan fundamental, que el coronavirus parecía haber expulsado del mapa, pero que solo lo hará volver con más fuerza e importancia que nunca.