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Pedro Herrero

Ya no eres la vida que te estás perdiendo: una filosofía del PAU

«Aceptas que es más agradable rodearte de gente que no espera grandes cosas ni de los políticos ni del Estado»

Zibaldone
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Ya no eres la vida que te estás perdiendo: una filosofía del PAU

Gerd Schrade | Unsplash

Hace tiempo aún resonaba en tu cabeza, pero a cada año la pregunta vuelve menos. Noveno aniversario de boda, cinco mudanzas, tres hijos, dos ciudades, un funeral. El de tu padre. Siempre has identificado su muerte con un nuevo comienzo. A veces tratas de entender qué queda del Pedro que con 20 años, hasta arriba de éxtasis, levantaba los brazos en la pista de baile: “God is a DJ. This is my church”.

Te preguntas qué queda del provinciano chico, de centro urbanístico, que veía lo de irse a una urba del extrarradio como algo de “cuñaos” que le desclasaba. Aquel que opinaba con la fuerza de los lugares comunes sobre los carriles bici, la religión o la derecha. Que podía recitar de memoria el manual de respuestas correctas y estrechas. Un mundo de prejuicios y esnobismos subcontratados, en férreo convenio mental con El País, la SER y La Sexta. Cómo todo aquel postureo se desvaneció tras la irrupción de dos realidades robustas, una silla de ruedas y el primer paquete de pañales.

Hoy, entra una luz real en la cocina de un piso de cuatro habitaciones y le ponéis los desayunos a los críos. Los vestís después, para que no se manchen la ropa. Furgoneta y al cole. Luego, a trabajar. Después volver y recoger. Siete años así. Aprender a morir todos los días por tus hijos o traicionarlos de una vez.

Aceptar que nunca vivirás en esa ciudad del extranjero, ni escribirás aquella novela de ciencia ficción que te rondaba. Ya no serás la fiesta a la que no estás acudiendo. Ni las mujeres a las que no estás besando. Si es que alguna vez lo deseas, no eres ya todo lo que no estás haciendo. La muerte de los mil cortes y un propósito en la vida. Las dos cosas al mismo tiempo. Y la única manera de ser un padre. Tú muriendo y naciendo de nuevo, a una imperfecta complejidad.

Observarte con sus ojos: admitir que te han surgido miedos y que eres vulnerable. Pánico a no estar, a faltar, a fallar. A que cada herida que les provoques te duela. Aun así, las horas te convierten en inexpugnable propietario de grandes tareas heroicas: dime quién te llevó de la mano a la escuela, quién te abrazó por las noches y quién os enseñó a nadar.

Lágrimas, risas, renuncias y cuidados iterando alrededor de tu familia. Si construimos monumentos para decirle al futuro que hemos vivido estas serán las piedras de tu obra catedral. Con suerte al final será también su iglesia. Buscando en los hábitos una virtud que trasladarles. No buscar la muerte, pero a través de ellos aprender a ser mortal.

Intentas relajarte, no quieres comportarte como un fanático y hay un riesgo cierto en caer deslumbrado ante una verdad. Pero no es posible fingir distancia irónica o una pose cínica ante su afecto. A quién sirves si no puedes ser intenso ante ellos.

Aceptas que es más agradable rodearte de gente que no espera grandes cosas ni de los políticos ni del Estado

La vida alternativa de Tierra 2 se va quedando atrás y nos deja en sus renuncias ser el padre que esperan. El que trata de ser justo al castigar y siempre consuela. El que cuelga estanterías un domingo y les enseña a ser valientes un sábado. El que quiere que curioseen un periódico y que miren con asombro una vida llena de belleza. ¿Querrán tener hijos? ¿Aprenderán a amar bien? ¿Cometerán todos mis errores? ¿Me perdonarán? ¿Aprenderán a querer tanto como yo les quiero?

Decidido a no ser la vida que te estás perdiendo, como asturiano errante te mudaste de un no-lugar a su opuesta definición: evaluar colegios, los metros de vivienda, una plaza de garaje a la que acceder desde el ascensor. Y el valor de la piscina. Una piscina cero cool. Con bebés en pañales, niños aprendiendo a nadar y adolescentes gritando fuerte para que las chicas les miren. Grasas, canas y arrugas progresivas de la mediana edad. Un espacio urbanizado donde colocar los libros por última vez y descansar. Una vida para que los tuyos estén tranquilos y a salvo; pandillas de jóvenes, abuelos que bajan nietos al columpio. Hay delante de ti un futuro donde una casa grande, con muchas sillas y una mesa amplia, se llena los domingos con olor a paella.

Aquí, alrededor de la piscina, toda acción es de verdad. Proteger y acompañar mientras crecen, hasta que, con suerte, un día se alejen para traerte nietos. Enseñarás: Cuentos, árboles, piscinas, olas. En escapadas al bosque en fin de semana señalarán caballos y vacas. Y para ti, a veces, el parpadeo breve de una noche de karaoke, bailes y alcohol. Un corto vistazo a un otro yo.

En la urba, te aprendes más nombres de vecinos que en tus últimas cuatro casas juntas. Entregas las armas de aquel gran plan para ser diputado, ya no lo necesitas. A cambio acabas abriéndote y confiando en los demás. Tu nueva tribu te recogerá algún paquete; te vigilará a los niños, e incluso se tirarán al agua si creen que tu hijo corre peligro.

En la urba, por primera vez en tiempo, te relacionas con personas que hablan poco de política. Ninguna vocación de gran epitafio. Qué diferente es ver a tu alrededor ambiciones modestas y poco ego dañado. Gente con la que celebrar una fiesta de cierre estival en la piscina. Nadie posando para esa foto gloriosa que nunca llega.

En la urba, te aprendes más nombres de vecinos que en tus últimas cuatro casas juntas

Aceptas que es más agradable rodearte de gente que no espera grandes cosas ni de los políticos ni del Estado. Personas que aspiran a votar, que se forme un Gobierno y que la vida no se les joda demasiado. Personas que piensan en el futuro. No con la vocación revolucionaria de transformarlo, sí con la idea pacífica de surfearlo.

Ninguno tiene culpa de que, por herencia, esfuerzo o azares, les haya ido bien en la vida. Ningún genocidio ocurre en la historia por desear que las cosas estén en calma. Es normal pensar en conservar cuando tienes tantas cosas buenas que perder. Claro que es lo correcto renunciar a todo tipo rencor social. Es lógico que les aburra estar debatiendo una noche de sábado la última decisión de Trump.

Disolverte hasta tener amigos, no ya tuyos, sino de la familia. De tu familia. Y familias que, imperfectamente sensatas, le susurran “vete un poco más lento” al reloj. Magos del tiempo, retenedlo, todo va a ser razonablemente bueno hoy. Si seguimos juntos lo será también mañana. Basarse, para traer otra vida, en esa confianza.

¿Pero dónde están nuestros poetas y músicos? Cómo es posible que esta vida no esté presente en los discursos. Cómo puede alguien no enterarse de lo que sucede aquí dentro. En un mundo cada vez más líquido, su condición robusta quizás no requiera de una defensa. ¿Pero no es dejar que se oiga su música una manera de que su ejemplo nos interpele? En mitad de una epidemia de soledad y angustia, esta vida ofrece algunas respuestas. Sigue siendo necesario explicar que una vida así es dulce y amable. Que cuidar al otro es el propósito último de la existencia. No tiene sentido que estos valores estén apartados de lo que como sociedad nos narramos. ¿Acaso no merece por lo menos una canción? O una columna hecha con frases sencillas y una afirmación: sí, vivir así es bueno.

Por fin, 20 años después. Un «cómo vivir», una filosofía práctica, una línea de sentido, que ni quiere ni pretende ser perfecta.

Ha sido un camino muy largo, pero esta es finalmente «my church». Así que ven con ropa cómoda y ancha, entra en mi urba, da los buenos días al portero. Santíguate con el agua de la piscina. Descansa tus pies. Si es que alguna vez lo pudiste ser, celebremos juntos que ya no eres la vida que te estás perdiendo.

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