Invitación a Ibargüengoitia
«Los españoles solemos reírnos de nosotros mismos con acaso demasiado vitriólica contumacia. A todo pueblo le conviene, como supo ver Jorge Ibargüengoitia»
Siguiendo una nada novedosa tendencia, el presidente de México mira al pasado ya que no puede hacerlo con confianza hacia el presente y mucho menos hacia el futuro. Si no hay logros hoy y todo apunta a que no los vaya a haber mañana, fijémonos en el pasado, debe de ser su pensamiento. Celebremos efemérides y fijémonos en hitos como la Independencia, la Reforma, la Revolución. Es, claro está, a menudo una tergiversación de la historia, pues un Estado se asienta sobre una mitología, y esta a su vez está hecha de simplificaciones cuando no de embustes o mentiras más o menos piadosas que, burla burlando, pueden llegar a ser crueles.
Pero ahí está la literatura para templar entusiasmos, hacer reflexionar, buscar el revés de las cosas. En aquel país, un escritor que desde la inteligencia y el humor puso en duda los relatos oficiales (esa cosa que hoy se maltraduce como «narrativa») fue Jorge Ibargüengoitia, autor de la antigua Nueva España al que el azar de un accidente aéreo trajo a morir en 1983 a la nueva España antigua, este país coprotagonista, aunque solo sea por su herencia, en los hechos y las leyendas que se van a celebrar en México.
Tres características reúne Ibargüengoitia que lo hacen ser una voz tan valiosa: el humor, la agudeza, el ritmo narrativo. Junto a estas virtudes se arraciman más: la capacidad de observación, el oído para reproducir el habla coloquial y, pivotando junto a aquel humor, la vena satírica, ese patriotismo inverso y seguramente más acendrado que no elude las taras nacionales sino que al exponerlas ya está reclamando un posible cambio. En esto, el mexicano es pariente de Swift y de Sterne (que como dijo Joyce podrían haber intercambiado sus apellidos, tanta es la sintonía entre ellos).
Eso en cuanto al tono, al estilo. Por lo que respecta a la forma, Ibargüengoitia empleó sus dotes en la novela, el teatro y el cuento, pero como otros autores brilló especialmente en el artículo, en la colaboración periódica, la columna, la crónica costumbrista o de viajes, que él canalizó principalmente hacia el periódico Excélsior (también Plural y Proceso) y que tanta calidad reúne que ha sido recopilada en varios volúmenes en un fenómeno similar al que en Irlanda conoció Flann O’Brien bajo su seudónimo Myles na gCopaleen.
A nuestro autor lo alaban (y avalan) compatriotas suyos también publicados en España como Juan Villoro o Antonio Ortuño, y aquí lo recomienda Felipe Benítez Reyes, dueño también de un humor que prodiga en su obra lo mismo de ficción que en la publicada en prensa. Sin embargo, su fortuna editorial ha sido escasa. Deliciosa es la compilación Revolución en el jardín, con prólogo y selección de Villoro en Reino de Redonda, la editorial de Javier Marías (también entusiasta suyo). Seix Barral anunció colección de obras completas en las que (broma de mal gusto, nada que ver con la finura del autor) solo apareció Estas ruinas que ves, mural del mundo provinciano como de Diego Rivera. RBA sacó varios de sus títulos, pero hoy no queda huella de ellos.
Basada en un general apócrifo pero que pudo ser cualquiera de los muchos bigotudos, Los relámpagos de agosto (1965) es una novela que desmitifica la Revolución. Con ella ganó el Premio Casa de las Américas. A la Independencia la despachó en Los pasos de López (1982), donde la gesta se queda en unas conspiraciones burdas llenas de deslices y trapacerías en las que no falta un cura que recuerda al padre de la patria cura Hidalgo. Maten al león (1969) amplía el ángulo de tiro y cubre ya cualquier nación latinoamericana, porque aquí borda un mordaz retrato de los dictadores de aquellas tierras en la línea de Tirano Banderas, de Valle-Inclán o El señor Presidente, de Asturias.
Suele inventar nombres para las localidades o regiones en las que discurren sus novelas, como hicieron por ejemplo Juan Rulfo o Elena Garro, pero como ellos retrata lo inmediato verazmente, incluso con un hiperrealismo que se torna cómico, porque no es componedor de chistes sino recolector de sucesos verídicos (pasados por el tamiz de su ingenio).
Una de sus mejore novelas es de hecho, de facto y about facts, una crónica de hechos reales, Las muertas (1977). Paz escribió de ella admirándose de su fatalidad desopilante, destacando que el humorista es siempre un moralista, y la risa una defensa contra lo intolerable y una respuesta al absurdo. «Serio como Buster Keaton, Ibargüengotia nos hace reír», añadió. Con ser violento el suceso de Las muertas, como lo son otros de su obra narrativa, en sus colaboraciones en prensa brilla por su ausencia la terrible vida de su país que en las últimas décadas (pongamos que desde que él murió) solo ha hecho empeorar: si aparecen en su obra el soborno o la corrupción, no se hallarán en sus páginas los secuestros exprés o los ajustes de cuentas de los cárteles de la droga, ninguna de las violaciones o desapariciones terribles del 2666 de Bolaño o las balaceras en las que uno se puede ver envuelto sin comerlo ni beberlo mientras come unas carnitas o bebe una cerveza Modelo, Sol o Pacífico.
Otras obras suyas son la colección de artículos Instrucciones para vivir en México o Misterios de la vida diaria. Siempre en ellos la chispa y la frase brillante, como esta extraída de Viajes en la América ignota, otro florilegio «Se admiraban y se querían como suelen hacerlo las personas que no se conocen bien». A veces incurre en opiniones que hoy directamente no serían publicables, como las que desliza sobre negros y blancos en su ‘Carta de Washington’. La nostalgia de un México casi desaparecido asoma también a otros artículos (quizá falsificando el recuerdo, como el actual presidente, porque la memoria engaña y precisamente por eso no hay nada más falaz que una oficial «memoria histórica»). Cierto que la autodestrucción de la capital (el hasta hace poco llamado D. F.) viene de antiguo. Refiriéndose a los ricos, escribe: «Se dan cuenta de que la ciudad de México tiene los defectos propios de las grandes urbes pero muy pocas de sus ventajas».
No escatima críticas a la burocracia, al endemoniado tráfico que es una máquina de crear atropellados: «En México el peatón cruza las calles cuando puede, por donde puede y si puede». Eso, hasta su en otros tiempos idílica Coyoacán, zona del sur de la ciudad en que vivió y hoy lo hace Villoro en la misma calle. Cedámosle la voz a este: «Hoy en día de trata de una parte chic de la ciudad, no tanto porque haya mejorado mucho, sino porque el resto se ha deteriorado hasta el espanto». Tampoco se ahorra el reírse de sí mismo Ibargüengoitia cuando se ve inmerso en situaciones ridículas, que es casi siempre; una autocrítica que es aconsejable no solo en los individuos, sino también en el cuerpo social, sea el que sea. Los españoles solemos reírnos de nosotros mismos con acaso demasiado vitriólica contumacia. A todo pueblo le conviene, como supo ver Jorge Ibargüengoitia.
Casi toda su obra está descatalogada en España pero bien merece ser buscada en el mercado de segunda mano o, cuando esto sea posible, hacérsela mandar de México. Puede ser adictiva, como el tequila o el mezcal; dispensa ratos tan buenos, si no mejores; y, sobre todo, no deja resaca.