Censo de provincias invisibles y ciudades dudosas
«Una ruta por estas áreas imaginarias sobre la superficie de una España, por lo demás, perfectamente real y reconocible»
En uno de esos mapas que son en realidad —hoy nadie remontaría el Amazonas guiándose por un hilillo azul de la longitud de su meñique— una ilustración colorida y un trofeo —abarcamos y conocemos el planeta entero—, que son una fantasía —embuste doble en este caso— para escolares que aprenden capitales y afluentes, Santa María aparecería al sur de Macondo, en la parte inferior de un continente en cuya mitad norte destacaría el condado de Yoknapatawpha. ¿Y Comala? Comala, como declararía cualquiera de los 21.544 comaltecos que viven allí según las últimas estadísticas, existe.
Puede que si pensamos en territorios imaginarios, empecemos recordando esos universos ficticios escenario de las grandes (¡trilogías, heptalogías!) obras de la literatura fantástica —Narnia, la Tierra Media o los alrededores de Hogwarts—, las sucesivas islas en las que recalaron los gigantes Gargantúa y Pantagruel o aquellos lugares edénicos en los que se desarrollaban las utopías (cuando fuimos optimistas, hace algunos siglos) y en los que ahora se sitúan —siempre que el guionista no elija, directamente, Londres— las distopías. Pero también nos vienen a la cabeza regiones o ciudades más modestas que, siendo inventadas, podrían no haberlo sido, y que aparecen en eso que llamaremos, por acotar, novelas posmodernas (distinción problemática e imprecisa: en ellas importan más la experimentación, el tono y la voz del autor que las andanzas y desventuras o el carácter de los personajes). Últimamente, los grandes grupos editoriales —con cierta desvergüenza— envían notas de prensa que hablan de «narrativa literaria»: pues bien, dentro de esa narrativa literaria, lejos de la literatura de género —por una vez aprovecharé las dudosas herramientas del amo— también existen espacios imaginarios que permanecen en nuestra memoria lectora: la isla a la que llega el Fugitivo de La invención de Morel, Macondo o la Región de Benet.
Lo cierto es que los mejores ejemplos de estas ciudades o comarcas brumosas surgen, dentro de la literatura en español, al otro lado del Atlántico y es que, además del paradigma obvio, hogar de los Buendía ya dos veces mencionado, en Sudamérica se encuentran o no Canciones Tristes, «ese sitio que siempre se ha negado a la tiranía de mapas y censos», en palabras de su artífice, Rodrigo Fresán; San Cristóbal (desde un despacho en el ayuntamiento de esta ciudad tropical asistimos a República Luminosa de Andrés Barba); Santa Mónica de los Venados, también en la selva y fundada por el Adelantado según Alejo Carpentier; o Coronel Pringles, ejemplo fallido porque, aunque parezca mentira, el escritor César Aira realmente nació en esta ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires.
Por supuesto, por allí cerca (en algún lugar parecido a Montevideo, a orillas del gran río) se encontraría Santa María, quizá la más perfecta de entre todas estas construcciones puesto que, como si toda la obra de Onetti fuera un fractal, es decir, uno de esos fenómenos matemáticos que se reproducen y contienen a sí mismos, la ciudad y sus habitantes no serían invención del escritor, sino de Brausen, el personaje protagonista de La Vida Breve.
Si un paseo por Santa María nos permitiría admirar la estatua en honor a este «Brausen – fundador» o charlar con el doctor Díaz Grey, que algo sospecha de su condición de títere sometido a tantas fuerzas perversas; un nivel más arriba, en un mundo moderadamente menos onírico, nos toparíamos con el mismísimo Brausen ideando la ciudad, y aún tendríamos que subir otro piso —si nos diera acceso a su dormitorio— para preguntar a Onetti —él sí, ocupando una cama ya en plena realidad— por el sentido de aquel lugar desolado.
Por su parte, los manuales de narrativa, en materia de espacios, hablan de «correlato objetivo» y exploran las posibilidades que la descripción de todo lo que rodea a los personajes ofrece para transmitir sus sentimientos y conflictos. Las habitaciones que pinta Proust constituyen un ejemplo inmejorable: están tan llenas de sutiles cortinajes y veladuras, de suaves fragancias y de otros materiales delicados que la sinestesia es inevitable y comprendemos enseguida que la descripción de la estancia equivale a la de la vida interior de su ocupante.
Y, todavía más en profundidad —como era de esperar—, el crítico soviético Míjail Batjín dedicará muchas páginas brillantes de sus estudios sobre literatura a la idea de «cronotopo» («conexión de las relaciones temporales y espaciales») que, según su teoría, constituiría «el centro organizador de los principales acontecimientos argumentales de la novela». En el cronotopo, los hechos se encarnan, adquieren cuerpo y se llenan de vida; sirve para que nuestra imaginación convierta en imágenes lo que leemos.
Pues bien, estos espacios quiméricos que nos ocupan desbordan ambos conceptos. Por un lado, su extensión y su importancia son tales que ya no retratan de manera simbólica —salvo mediante pequeñas modulaciones— a unos personajes, sino que son estos los que se adaptarán a las imposiciones del territorio. El escenario es el protagonista y responderá solo a los caprichos de su autor, convertido en alcalde, gobernador o demiurgo. Por otro lado, dada la complejidad de algunas novelas, coincidirán en una sola obra (o en un conjunto) varios cronotopos; serán remolinos de tiempo e historia —quizá mitologías completas— acumulándose sobre el mismo mapa.
En España, son muchos los escritores contemporáneos que han recurrido a estas ilusiones geográficas y, antes de viajar de una a otra —solo un poco más de paciencia—, conviene clasificarlas en dos categorías, según sus motivaciones. En la lista que sigue, es evidente que algunos, como Torrente Ballester en La Saga/fuga de J.B. o Caballero Bonald en Ágata Ojo de Gato han imaginado para sus novelas unos territorios de leyenda para que, como al escuchar las historias de juventud de nuestros abuelos más fabuladores, los lectores suspendamos nuestra incredulidad y consintamos que se quiebren las normas de la lógica (y de la física: Castroforte do Baralla levita en La Saga/fuga). Son los que pertenecen, podríamos decir, a la escuela de Kafka, de Borges o de Italo Calvino (Las ciudades invisibles es un catálogo escrito por el italiano en el que cada supuesta población, con nombre de mujer, da lugar a una reflexión extravagante).
Los mundos de otros, no obstante, reproducen la realidad y sus leyes con una fidelidad milimétrica y es, paradójicamente, esta fidelidad minuciosa la que los lleva a recurrir a topónimos y detalles ficticios. De esta manera, esquivan las servidumbres de la crónica o del periodismo y logran penetrar en la realidad con esa profundidad que solo alcanza la ficción (con todos sus posibles apellidos o prefijos). En este grupo se encontrarían Misent, el pueblo que describen varias novelas de Rafael Chirbes (con su pantano, tan semejante a las salinas de Calpe, pero también a las de Santa Pola o a las de Torrevieja), o la muy reciente Ruán, en el noroeste, «en parte imaginada y en parte una combinación de varias ciudades: españolas, italianas, francesas y hasta inglesas», según Javier Marías, que la acaba de inventar para su Tomás Nevinson.
En algunos casos, las dos razones parecen entrecruzarse: Volverás a Región, de Juan Benet, es un libro publicado en 1967 en el que se evocan episodios de la Guerra Civil todavía delicados (impensable reproducirlos con nombres y apellidos), pero además traza una geografía poblada de personajes imposibles como el Numa o guardián de los bosques. Algo similar ocurre con San Baskardo, el barrio en el que sitúa Ramiro Pinilla sus historias al borde de la leyenda y en el que muchos han podido identificar las peculiaridades de Getxo.
Y ahora, que al fin comienza nuestra ruta por estas áreas imaginarias sobre la superficie de una España, por lo demás, perfectamente real y reconocible, Castroforte do Baralla resulta el punto de partida ideal. Capital de una improbable quinta provincia gallega, entre dos ríos (uno de ellos poblado por lampreas), la ciudad obra de Torrente Ballester es el hogar de José Bastida, humilde profesor aficionado a los versos entre obispos, canónigos, sociedades secretas y todo tipo de conspiradores alrededor de un cuerpo santo robado. Castroforte se debate, a lo largo de más de 500 páginas, entre la existencia y la inexistencia y esta novela, de la que un anónimo funcionario de la censura franquista dijo «La denegación no encontraría justificación, y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez», es una reflexión —y una divertidísima humorada— sobre la textura de la ficción.
Algo más al este, nos toparíamos con la heroica ciudad de Vetusta, mero trasunto de Oviedo: quizá Clarín quiso evitar, con el cambio de nombre, enojos de sus vecinos. Y también en Asturias se encuentra Cobre, la aldea con una sola farola en la que vive Marcelino, el protagonista de San, el libro de los milagros, de Manuel Astur que indica que, como San Antolín (otra coordenada en la novela) «podría ser cualquier pueblo del Norte». Sí que existen en Galicia los lugares (Torcela, Peares o Lalín) que menciona Cela en Mazurca para dos muertos o Madera de boj, pero son poblaciones tan pequeñas y recónditas, cruces de caminos tan propicios, además, para la leyenda y la magia, que sería injusto tomar un desvío para esquivarlas.
Lo que ya no recogería ningún mapa de carreteras, actualizado o no, es San Baskardo. Verdes valles, colinas rojas, la monumental trilogía de Ramiro Pinilla sitúa allí a la saga de los Altube, que asiste y participa del choque entre universos que se produjo en la Ría de Bilbao a principios del s. XX. En Verdes valles los aristócratas están enfrentados a los pequeños propietarios pero todos ellos, a su vez, desconfían y forman un bloque frente a la novedad y la amenaza que suponen tanto los industriales como los obreros que se instalan alrededor de los altos hornos y los astilleros. Aunque se encuentran referencias evidentes (dicen en Getxo que la iglesia de San Baskardo sería la de Andra Mari), a la vista de la longevidad de alguno de sus habitantes o del tamaño y la fuerza de sus bueyes, queda claro que San Baskardo es un territorio de ficción.
León es una provincia triple gracias a la literatura. En este particular atlas, sobre el verdadero León, hallaríamos Celama y Región, contiguas pero no superpuestas (acaso coincidirían sus lindes). Celama es el escenario de la narrativa de Luis Mateo Díez, que se inspira en uno de los parlamentos de Don Quijote, convencido de que un caballero andante debe «resistir en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos» para levantar su «jurisdicción de sufrimiento y aventura donde acometer lo imposible». Celama es una llanura y así la llaman sus gentes, mientras que Región es un territorio montañoso y arriscado. En Región el tiempo a veces se adensa o fluye en sentido contrario, y además se confunden las familias, algunos nombres —los Abrantes— significan varias cosas y la montaña, poblada por seres extraños y amenazantes parece, como diría un filósofo, gozar de agencia. Región es tanto un alegato contra el realismo de la literatura española previa como un meticuloso tratado de geología o geografía, también una maqueta sobre la que Benet pudo proyectar sus ideas sobre el paisaje. No en vano, cuando Juan Benet, ingeniero de caminos encargado del diseño del Embalse del Porma, en las estribaciones de los Picos de Europa, hablaba o escribía sobre hidráulica, no estaba metaforizando o tratando de aludir a ninguna otra disciplina mediante un rodeo: estaba hablando de hidráulica.
En la provincia de Alicante también conviven dos ciudades inexistentes que se entrevén bajo luces muy distintas. Oleza es, en Nuestro Padre San Daniel y El Obispo Leproso, la Orihuela de la infancia, oscurantista y gris, de Gabriel Miró, una miniatura del mundo de finales del s. XIX. Misent, al contrario, es perfectamente contemporánea, uno de esos asentamientos que, al divisar tierras levantinas desde el mar, se perfilan como una muralla interminable formada por torres de apartamentos y grúas. Misent es lo que veía Chirbes desde su mirador en Beniarbeig (parte de Denia y parte de Calpe, pero también Torrevieja y Benidorm, o La Manga del Mar Menor, o cualquiera de las capitales del verano español): ruinas habitadas procedentes de un futuro de descanso y opulencia que finalmente no ha sido.
Mágina, al sur, y casi anclada a Úbeda, es la particular Santa María (siempre ha admirado mucho a Onetti) de Muñoz Molina. El autor de Plenilunio o El viento en la luna lo explica así: «me inventé Mágina para contarme a mí mismo las experiencias de mi propia vida y las de mis mayores con un grado de intensidad y unas posibilidades de lejanía que sólo podía darme la ficción». En Mágina, Muñoz Molina puede «poner o quitar la estación a su antojo» y entregarse a esa imprecisión tan sugestiva que domina los recuerdos de infancia.
También difuminada y al sur, en el granadino Valle del Poqueira, está la aldea que aparece en El silencio de las sirenas. No se cita su nombre, pero sí su atmósfera ingrávida, no del todo anómala en una zona —Las Alpujarras— en la que, como recuerda Gerald Brenan, están acostumbrados a brujerías. Nadie querría ser destinado a aquella aldea, como le sucede a la protagonista, que se topa con Elsa y su amor improbable. Cualquiera querría volver a leer esta novela corta y algo olvidada de Adelaida García Morales.
Pero sin duda, el más complejo territorio imaginario dentro de la actual Andalucía es el que llenan —de fango, pestilencias y maldades— las Marismas de Malcorta y Salgadera, siempre según Caballero Bonald en su Ágata ojo de gato, en la zona que antes ocupó la mítica laguna de Argónida. El mapa que abre la novela de es la mejor declaración de intenciones: varios pueblos (Benalmíjar, Alcaduz, Tabla del Condado…) y un posible paisaje que recuerda enormemente a Doñana, sin terminar de serlo. Tierras que sangran, supersticiones y conjuros y un tesoro maldito que marca el destino de una familia miserable. En las marismas todo supura y rezuma, incluso la prosa: «el tránsito del tiempo, medido en aquellas ciénagas por migraciones de aves, bramas de rumiantes o ciclos de lluvias y sequías, se arremolinó en casa de la partera como el ventarrón en las dunas, alterando las señas de la rutina y destapando misteriosas ocultaciones». Ágata ojo de gato es una novela sobre cómo la ambición lo malogra todo (de los primogénitos a los caseríos), pero también sobre el aire viciado de un lugar que, posiblemente, sea el más perfecto y vívido de todos los mencionados.
Las buenas novelas son como recuerdos postizos: van ganando peso en nuestra conciencia hasta volverse más valiosas que los recuerdos fruto de nuestra experiencia, tan limitada —«la vida es cotidiana», descubrió un poeta francés—. Así, es fácil que nos sintamos más cerca de Malcorta o de San Baskardo que de una ciudad a la que viajamos hace años en compañía de una pareja ya condenada, o que de aquel pueblo donde nos cobraron dos cafés de más. También es posible que, como a José Bastida en La Saga/fuga, nos desconcierten más los comportamientos de quienes nos rodean que la levitación ocasional de un par de edificios. Y hasta podría darse que, de pronto, nos sintiéramos en el interior de una de estas fabulaciones, y es que Galdós también se inventó una ciudad, Orbajosa, que aparece, no muy bulliciosa ni vibrante, en Doña Perfecta y La incógnita. Enseguida empezó a descubrirla en cualquier rincón y le escribió a un amigo:
«Ya no hay en España provincia ni capital que no sea más o menos ‘Orbajosoido’. Orbajosa encontrará usted en las aldeas, Orbajosa en las ciudades ricas y populosas. Orbajosa revive en la cabañas y en los dorados palacios. Todo es y todo será mañana Orbajosa, si Dios no se apiada de nosotros, que no se apiadará…».
Así sea: que Dios o Brausen se apiaden o no, pero que nos coloquen en alguna de las invenciones más divertidas o menos crueles.